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Ficción argentina

Torta de naranja

Por Tali Goldman

Un cuento de Larga distancia (Concreto Editorial).

Nilda había aprendido a hacer torta de naranja a la edad de los ocho. En Itá Ibaté a las seis de la tarde se servía el mate con torta de naranja. Su casa era también pensión para los turistas en busca de El Dorado, sobre todo en los meses que van de marzo a junio, cuando se celebra la temporada de pesca en Corrientes. La torta de naranja no tenía una receta legendaria, pero era rica y a los turistas les gustaba.

Cuando cumplió los dieciocho años, Nilda les dijo a sus padres:

—Me voy.

—¿Y a dónde te vas?

—Me voy a Buenos Aires, no quiero más seguir en Itá Ibaté haciendo torta de naranja.

—Bueno —le dijeron.

Nilda no era ni linda ni fea, ni morocha ni rubia, ni gorda ni flaca. Cuando llegó a Buenos Aires, buscó la dirección que tenía de una prima de su papá que era costurera. Cuando llegó y se presentó, la prima dijo que no se acordaba de tener un primo en Itá Ibaté y que además no podía ofrecerle ni trabajo, ni casa, ni comida y le dijo que se fuera por donde había entrado.

Entonces Nilda caminó y caminó sin saber qué hacer hasta que en una calle sin salida vio un cartel de “se necesita empleada”. Se acercó, vio que era un local en el que se vendían pulóveres y entró. El dueño, Rubén, era gordo y tenía 40 años. Era castaño oscuro de pelo y blanco de piel y tenía un bigote muy frondoso. Hablaba en un tono de voz muy alto. Le hizo algunas preguntas y le dijo:

—Está bien, mañana empezás.

Cuando Nilda le preguntó si conocía un lugar para dormir, Rubén le dijo que se podía quedar en su casa hasta que encontrara algo. En agradecimiento Nilda le cocinó una torta de naranja para el desayuno. Nilda nunca consiguió otra casa y se fue quedando en lo de Rubén hasta que un día él le dijo:

—¿Querés que nos casemos?

—Bueno —dijo Nilda.

—Pero nunca vamos a tener hijos.

—¿Por qué? —preguntó Nilda.

—Porque yo ya tengo un hijo, Daniel, que ya es grande y no corresponde.

—Está bien —dijo Nilda.

 

En el departamento de al lado de Nilda y Rubén vivían Nena y Atilio. Eran dos señores mayores a los que Nilda ayudaba cuando los veía levantar algo pesado, o cuando les abría la puerta, o cuando les marcaba el teléfono, como una vez que Atilio tuvo que llamar a un primo por su cumpleaños. A Nena y Atilio, como no tenían hijos, les gustaba mucho estar con Nilda. Y entonces Nilda todas las tardes les llevaba torta de naranja y les hacía mate y ya que estaba les hacía la cama, les barría el piso y limpiaba los baños hasta que se hacía la hora de la cena y tenía que cocinar para Rubén y siempre qué tal tu día, qué tal tu día y listo. Pero cuando Rubén se iba a jugar al billar, Nilda, en vez de ponerse triste, se ponía muy contenta porque podía quedarse con Nena y Atilio para ver la novela de las diez de la noche con un té. Había semanas en las que Rubén iba todos los días al billar y esas eran semanas muy felices porque Nilda no tenía que contar qué había hecho a la tarde ni cocinar. Se pasaba el día entero en lo de los vecinos y les iba a hacer las compras y todo. Una tarde Atilio le dijo:

—Nilda, queremos que heredes este departamento cuando nosotros ya no estemos.

—Está bien —dijo Nilda.

—Tenés que firmar estos papeles.

—Bueno.

Cuando se murió Atilio, Nilda le dijo a Rubén que mejor si se quedaba unas noches cuidando a Nena porque estaba muy triste y además no tenía nada más para contarle y Rubén dijo que no le interesaba la vida de Nena porque era chusma. Cuando se murió Nena, Nilda le dijo a Rubén que mejor si se quedaba en su nuevo departamento porque él ya casi no volvía de tanto ir al billar.

Entonces Rubén le dijo:

—Tengo una enfermedad terminal que no vas a entender aunque te la explique: me quedan pocos meses.

—Está bien. Me quedo en casa, te voy a cuidar hasta que te mueras.

Entonces Nilda volvió para cuidar a Rubén hasta que se murió. En el velatorio apareció Daniel, el hijo de Rubén, y le dijo:

—Quiero vender el departamento.

—Está bien —dijo Nilda—. Dame mi parte.

Con la plata del departamento que le dio Daniel, Nilda compró dólares y los guardó en el placard.

Al departamento que era de Rubén y en el que vivió Nilda cuando estuvo casada, se mudaron Teresa y Roberto, y Nilda, para darles la bienvenida, les hizo una torta de naranja. Teresa en agradecimiento le hizo unas masitas de coco y pasó a tomar un café. Como Nilda era sola, Teresa y Roberto la invitaban al cine y al teatro los sábados por la noche. Y a los cumpleaños de sus hijos y de sus nietos. Y a Navidad y a Año Nuevo. Un día Nilda le dijo a Teresa:

—Quiero que heredes mi departamento cuando yo ya no esté.

—Está bien —dijo Teresa.

—Tenés que firmar estos papeles.

—Bueno.

Cuando Nilda murió, Teresa y Roberto se encargaron de los gastos del sepelio y de cremar las cenizas. Y de prender cada mes una vela por Nilda, porque, si no, ¿quién la iba a recordar?

 

 

 

 

 

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