Simone Weil: debemos cuestionarlo todo
Recuperan sus ensayos del siglo pasado
Jueves 15 de abril de 2021
"¿Quién sabe si la sangre de los revolucionarios no ha corrido tan inútilmente como la de esos griegos y troyanos del poeta que, engañados por una falsa apariencia, se batieron durante diez años alrededor de la sombra de Helena?". Compartimos la introducción a Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social, novedad de Ediciones Godot.
Por Simone Weil. Traducción de Rafael Blanco Vázquez.
El período presente es de esos en los que todo lo que parece suponer una razón para vivir se evapora y, si no queremos caer en el desasosiego o inconsciencia, debemos cuestionarlo todo. Que el triunfo de los movimientos autoritarios y nacionalistas arruine por todas partes la esperanza que las buenas gentes habían depositado en la democracia y el pacifismo no es más que una parte del mal que nos aqueja; este es mucho más profundo y amplio. Podemos preguntarnos si existe un solo ámbito de la vida pública o privada en el que las fuentes mismas de la actividad y la esperanza no estén envenenadas por las condiciones en que vivimos. Ya no trabajamos con la orgullosa conciencia de que somos útiles, sino con la humillante y angustiosa sensación de que gozamos de un privilegio otorgado por una efímera gracia del destino, un privilegio del que quedan excluidos varios seres humanos por el mero hecho de ser nuestro; un simple empleo. Los propios empresarios han perdido esa ingenua creencia en un progreso económico ilimitado que les hacía imaginar que tenían una misión. El progreso técnico parece haber fracasado, ya que enlugar de bienestar solo ha llevado a las masas la miseria física y moral en que las vemos debatirse; además, las innovaciones técnicas ya no son admitidas en ningún lugar, o casi, excepto en las industrias de guerra. En cuanto al progreso científico, resulta difícil entender la utilidad de seguir apilando conocimientos encima de un amasijo tan voluminoso que ni el pensamiento de los especialistas puede abarcarlo; y la experiencia demuestra que nuestros antepasados se equivocaron al creer en la difusión de las luces, pues lo único que se puede trasladar a las masas es una miserable caricatura de la cultura científica moderna, caricatura que, lejos de educar su capacidad de juicio, las acostumbra a la credulidad. Hasta el arte sufre las consecuencias de este desasosiego general que lo priva en parte de su público y por ende atenta contra la inspiración. Por último, la vida familiar es pura ansiedad desde que se les ha cerrado la sociedad a los jóvenes. Y esa generación para la cual la febril espera del futuro es la vida entera, vegeta, en el mundo entero, con la conciencia de que no tiene ningún futuro, de que no hay lugar para ella en nuestro universo. Por lo demás, si bien es más agudo en el caso de los jóvenes, este mal es común a toda la humanidad de hoy. Vivimos una época privada de futuro. La espera de lo que venga ya no es esperanza sino angustia.
Sin embargo, existe desde 1789 una palabra mágica que contiene todos los futuros imaginables y que nunca alberga tanta esperanza como en las situaciones desesperadas; es la palabra revolución. De ahí que, de un tiempo a esta parte, esté siendo tan pronunciada. Parece ser que deberíamos estar en pleno período revolucionario; pero en realidad todo se desarrolla como si el movimiento revolucionario se hundiera junto con el régimen que aspira a destruir. Desde hace más de un siglo, cada generación de revolucionarios ha vivido con la esperanza de una revolución cercana; hoy, dicha esperanza ha perdido todo lo que podía servirle de punto de apoyo. Ni en el régimen surgido de la Revolución de Octubre, ni en las dos Internacionales, ni en los partidos socialistas o comunistas independientes, ni en los sindicatos, ni en las organizaciones anarquistas, ni en las pequeñas agrupaciones de jóvenes que tanto han proliferado desde hace algún tiempo, podemos encontrar nada que sea vigoroso, sano o puro; hace mucho que la clase obrera no da signos de esa espontaneidad con la que contaba Rosa Luxemburgo y que, de hecho, nunca se manifestó sin ser pasada de inmediato por las armas; a las clases medias solo las seduce la revolución cuando aparece, con fines demagógicos, en boca de aprendices de dictador. A menudo se dice que la situación es objetivamente revolucionaria y que lo único que falla es el “factor subjetivo”; como si la total carencia de esa fuerza que por sí sola bastaría para transformar el régimen no fuera un rasgo objetivo de la situación actual, algo cuyas raíces hay que buscar en la estructura de nuestra sociedad. Por este motivo, el primer deber que nos impone el período presente es tener el suficiente valor intelectual para preguntarnos si el término revolución es algo más que una palabra, si encierra un contenido preciso, si no es simplemente una de las numerosas mentiras que ha suscitado el régimen capitalista en su desarrollo y que la crisis actual nos hace el favor de disipar. Parece una pregunta impía por todos los seres nobles y puros que lo han sacrificado todo, incluida su propia vida, por esta palabra. Pero solo los sacerdotes pueden pretender medir el valor de una idea por la cantidad de sangre derramada en su nombre. ¿Quién sabe si la sangre de los revolucionarios no ha corrido tan inútilmente como la de esos griegos y troyanos del poeta que, engañados por una falsa apariencia, se batieron durante diez años alrededor de la sombra de Helena?