Silvina Ocampo: más corazón que odio
Por Laura Ramos
Lunes 06 de noviembre de 2017
"Cipaya invertida que cuando oía cantar a un ruiseñor extrañaba el zorzal, prefería el campo de la provincia de Buenos Aires («el lugar más hermoso de la tierra, donde las nubes son las montañas») antes que París". El prólogo a los Cuentos completos de Silvina Ocampo que publicó Emecé, un perfil delicioso.
Por Laura Ramos.
Se peleaba con el guarda de los bosques de Palermo porque mientras escribía, sentada con un cuaderno sobre las rodillas, le gustaba arrancar moras, jazmines y magnolias. Yo prefiero imaginar a Silvina O’Field, como le decía Puig, escribiendo sus cuentos realistas («la realidad es lo único fantástico que nos queda») escondida en el cuarto de planchar de la mansión de los Ocampo de la calle Viamonte pero… ¿escribe allí en calidad de polizonte, de doble espía, de conversa, de fisgona, de guacha recogida en La Rabona —la estancia familiar de Pergamino—, de mujer-vampira, de antropóloga, de médium? ¿De caballo de Troya? ¿De desclasada? El padre de su tatarabuelo Manuel José de Ocampo fue alcalde y regidor de Cuzco; Prilidiano Pueyrredón, José Hernández y Rosas eran sus parientes; su tatarabuela María Josefa de Lajarrota de Aguirre, descendiente de una india guaraní, donó una onza de oro mensual a la Revolución de Mayo de 1810: ¿cómo podría haber llegado la más joven de la camada de seis hijas de los Ocampo Aguirre a establecerse —a sentar constancia— en las dependencias de servicio de su casa señorial? (El cuarto de la plancha como cuarto propio, el de Virginia Woolf.)
La posición equívoca en el piso alto destinado a la servidumbre no derivaría por completo de su carácter de hija de segunda («el etcétera de la familia») que tuvo desde el nacimiento, criada por niñeras, sirvientas e institutrices, y único miembro del clan Ocampo con libre acceso a las dependencias («mis hermanas no iban a ese último piso. Yo era la mimada, en cierto modo»). Ella era parte integrante del plantel, había decidido ser costurera («yo jugaba con el maniquí, cosía, planchaba») y allá arriba la llamaban «la primera oficial».
Cipaya invertida que cuando oía cantar a un ruiseñor extrañaba el zorzal, prefería el campo de la provincia de Buenos Aires («el lugar más hermoso de la tierra, donde las nubes son las montañas») antes que París. Silvina O’Field situó a sus sombrereras, adivinas, peluqueras, modistas, curanderas, en casitas de Burzaco pobladas de lechuzas embalsamadas, canarios y una piel de tigre que tenía un cepillo especial para limpiar sus dientes. Las Elvia, Cleóbula, Libia, Cándida, Casilda, las Miss Edwards y Miss Hilton usaban pieles de zorrino y pelos postizos inspirados en la peluca con raya cosida a máquina de su maestra privada de castellano; las instó a sentir premoniciones, a robar anillos a los muertos, a leer las manos, a hacérselas leer.
A los diez años, una noche de verano se sintió muy importante porque lloró de emoción al escuchar a una de sus hermanas mayores cantar acompañándose con el piano. No había momentos más felices para ella que esas noches de verano, a excepción de las tardes pasadas en el piso de arriba, porque la divertía como loca conversar con la planchadora de la casa, que le enseñaba los trucos de su oficio y fogueaba su imaginación hasta el delirio. («A mi familia le parecía muy mal que yo tuviera esas amistades. Tenía miedo de que me robaran algo, de que me contagiaran alguna enfermedad».)
¿En calidad de qué? Escribía sobre niñas muertas o sentenciadas a muerte; sus personajes son un jorobado al que unos borrachos le planchan la joroba en una tintorería, una adivina que confecciona fajas y corpiños, resucitados, suicidas, una chica que queda paralítica después de un accidente y muere extenuada de tanto festejar, una maestra que amenaza a sus alumnos atrasados con las estatuas de los próceres que roban niños y que para persuadirlos alimenta con maíz a un caballo de bronce. Su narrador es un trapo o una muñeca y los protagonistas, niños asesinos, pirómanos, dos chicas que se cambian de ropa y de pies pero olvidan intercambiar sus ángeles guardianes. Una mujer que embalsama a su perro, un cuento que Borges detestaba. Una niña que envenena a su vecina a punto de casarse metiéndole una araña adentro del rodete. El niño anciano con dos muelas postizas, la cara cubierta de arrugas y dos o tres canas; la moribunda a la que las amigas le quieren robar la mucama. Miss Edwards, la institutriz que se volvió loca, por las noches le hacía los bigudíes a su discípula enroscando las puntas del pelo alrededor del cuerito relleno, sostenido por dos cintitas. Un día la niña gritó «me duele, me duele» y ella le dio una bofetada.
¿En calidad de dama de beneficencia? Menos catequista que condesa sangrienta de Pizarnik (fuentes chismográficas en las que quizá ella confiaría la acusan amante de Alejandra Pizarnik, de su sirvienta, de su sobrina y de la madre de su esposo), a la planchadora de la casa de la calle Viamonte, que rompía la tabla a golpes de plancha, le hacía crueles travesuras, como meterse debajo de la mesa y agarrarle las dos piernas: «Como era sorda, eso le daba más miedo que a cualquier otra persona». Esperaba a los mendigos de Villa Ocampo subida a un cedro, a la hora de la siesta: eran ciegos, mancos, rengos, borrachos, daban pasos de baile. «¡Llegaron los mendigos!», anunciaba. Le gustaba convidarles leche con nata: «A mí la nata me parecía asquerosa pero me daba curiosidad ver cómo los otros se tragaban la nata tan repugnante». De compasión, nada: sus cuentos cumplen premoniciones, profecías y gualichos: un niño que cae aplastado sobre las baldosas del patio; niños muertos por un rayo, por un resfrío, por la tisis o un incendio, por un naufragio. Sólo sentía compasión por las muñecas ordinarias de la tienda Los Angelitos, que venían con vestidos prendidos con alfileres y rodeadas de puntilla de papel, y por eso obligaba a sus personajes a sacarles los alfileres para que no sufrieran.
La pobreza le parecía «divina» y los niños pobres que vivían cerca de la quinta de San Isidro, superiores, más divertidos que sus primas, «unas pavotas que no sabían robar nada, no se querían ensuciar». En cambio, para ella los mendigos «tenían unas crenchas espléndidas». Pero un día en Villa Ocampo la niñera la encontró con una mendiga que le exhibía las llagas de su pecho y de sus piernas: «Vea mis llagas, niñita Jesús».
A los seis años murió su hermana de once, la más próxima en edad. «¿Sabés que Clarita se fue al cielo?», le dijo su madre, vestida de luto: «Yo supe que esa frase era una cosa oscura, horrible como un precipicio». Se sintió tan sola, enchorizada en un cinturón negro que le pusieron como signo de duelo y rodeada de señoras llorosas, que subió al último piso y se acurrucó hasta que la mandaron a llamar de abajo: «Creo que ahí empezó mi odio a la sociabilidad».
Silvina Inocencia María Ocampo Aguirre, que no era inocente («veinte orgasmos por día a los ocho años»), usaba el papel manteca, el detergente y el jabón en polvo como metáforas en sus cuentos, le gustaba comer en el cuarto de la plancha y robar azúcar de la cocina… ¿y la planchadora no la escondía debajo de la tabla cuando uno de los mayores la venía a buscar? Escribía para «poder quedar en el lugar donde viven los personajes de [sus] relatos».
¿En calidad de cautiva? No la cautiva lírica y moralizante de Esteban Echeverría, que acuchilla a uno de sus captores y huye hacia los pajonales del desierto con su amante herido y el puñal civilizador. No tanto del campo como de los pajonales, Silvina es la blanca cautiva, sí, raptada o abducida por el piso de arriba desde la infancia. Aunque… ¿no debería decir auto-raptada? («En el trasfondo de los sueños infantiles centellea siempre la idea fascinante del rapto», René Schérer y Guy Hocquenghem.)
Tampoco es una de las hermanas Gallegos, cautivas de los indios ranqueles en 1830. No, no. Ella es Natalie Wood en Más corazón que odio, de John Ford: las crenchas engrasadas con grasa de bisonte, look de colas de caballo frisée, mimetizada con la tribu comanche que la raptó en la niñez. Cuando su tío John Wayne viene a rescatarla, Natalie lo enfrenta con los ojos negros de odio y de kohol. Scar, el jefe del malón nawyecka, la había capturado cinco años atrás, luego de asesinar a sus padres y prender fuego, como un pirómano de Silvina Ocampo, la cabaña que era su hogar.
Hacia el final, John Ford tuerce el destino de su heroína y la aleja para siempre de la más extraordinaria escritora argentina. De todas maneras, Silvina Ocampo no había sido amancebada por el jefe comanche, como Natalie. Cautiva despótica, ella convierte a sus raptores en negros literarios que le dictan sus cuentos mientras muelen a golpes la tabla de planchar.