Notas marginales
Viernes 15 de junio de 2012
"La poesía de Mansfield es efectivamente un cuerpo deshilachado", dicen Mirta Rosenberg y Daniel Samoilovich, quienes se encargaron de seleccionar y traducir los poemas de Katherine Mansfield que componen Té de manzanilla y otros poemas (Ed. Bajo la luna).
Por Mirta Rosenberg y Daniel Samoilovich.
Kathleen Mansfield Beauchamp nació en Wellington, Nueva Zelanda, el 14 de octubre de 1888, y murió de tuberculosis a los treinta y tres años en la comunidad de Gurdjeff en Fontainebleau, no lejos de París. Su padre, nacido en Australia, llegó a ser un banquero prominente en Wellington, y su situación acomodada le permitió enviar a sus hijas a estudiar a Inglaterra. Tras regresar a Wellington, Kathleen, la tercera, particularmente díscola y fantasiosa, refinada y con inclinaciones literarias, un tanto despectiva de la seguridad «mercantilista» que reinaba en su hogar, decidió volver a Londres para dedicarse a la música. Además de su asignación, contaba con el apoyo de quien habría de ser su amiga de toda la vida, Ida Baker, (a la que Mansfield llegó a referirse como «su esposa») y con su relación con una familia que había conocido en Wellington, los Trowell, que tenían dos hijos gemelos músicos. En la metrópolis estudió violoncello, actuó ocasionalmente en representaciones teatrales con textos propios, fue extra de cine, creó para sí misma una figura cada vez más excéntrica y enigmática y acabó por abocarse de lleno a la literatura, no sin antes quedar embarazada de Garnet Trowell –el menos talentoso de los gemelos, músico de una compañía de opereta, los Moody-Manners– y de casarse con un hombre bastante mayor que ella, George Bowden, con quien prácticamente nunca convivió.
En medio de este tumulto, llegó su madre para llevársela a Alemania, donde sin demasiada ceremonia la instaló en un buen hotel y, esperando que el embarazo siguiera discretamente su curso, procedió a volverse a su casa con la mayor celeridad. Sus esperanzas se vieron defraudadas, al punto que acabaría por desheredarla. La hija díscola rápidamente cambió el buen hotel por una barata pensión bávara –que fue la fuente de su primera colección de relatos, En una pensión alemana–, perdió el embarazo –aparentemente como consecuencia de haber cargado con su pesado baúl– e inició una relación con un intelectual polaco de veintiocho años, Floryan Sobienowsky. Éste, según la biografía de Mansfield escrita por Claire Tomalin, parece haber dejado en ella marcas definitivas: la introdujo a la obra de Chéjov –entonces prácticamente desconocida en Europa occidental, y que el mismo Floryan había traducido al alemán– y le contagió una gonorrea.
En esa época –1909–, la gonorrea era una enfermedad cuya existencia no era conocida por las damas: sólo se la consideraba en relación con las prostitutas o las mujeres de cuartel, y esa negación –que incluía la actitud de los médicos– convirtió a Mansfield en una enferma crónica a los veinte años, concentrándola seguramente en la escritura y decidiéndola a impedir que la historia de su vida se redujera a una historia clínica. En el horror de los primeros síntomas cortó su vínculo con Sobienowsky; fue la fiel Ida quien acudió a su auxilio, enviándole un pasaje a Inglaterra y asistiéndola cuando tuvo que operarse de urgencia de una peritonitis. Veinte años antes del descubrimiento de las sulfamidas, los efectos de la gonorrea eran devastadores: artritis, pericarditis, pleuritis. Mansfield los sufrió todos, aunque no queda claro que se haya enterado exactamente del origen de su enfermedad, al menos hasta nueve años más tarde –ya aquejada de tuberculosis–, y durante toda su vida mantuvo con respecto a su salud una actitud doble: se sintió acechada por una muerte temprana, y no dejó de hacer planes para un futuro pleno de escritura e hijos.
También Bowden –todavía legalmente su marido– la ayudó tras el regreso a Inglaterra, presentándole a Orage, director de la revista New Age, donde se empezaron a publicar sus relatos. A partir de esta relación trabó conocimiento con otros miembros del círculo progresista y revolucionario de Orage, que incluía a Edward Carpenter, a Bernard Shaw y a Beatrice Hastings, la mujer de Orage, una convencida y fervorosa sufragista. Por intermedio de estos nuevos amigos consiguió un piso –donde Ida la ayudó a establecerse–, publicó su primera colección de relatos, y conoció a John Middleton Murry, un joven estudiante de Oxford que ya codirigía la revista Rythm –una publicación trimestral de vanguardia.
Middleton Murry, su segundo marido, acabó por ser el exégeta de la obra de Mansfield, y ambos, durante su complicada vida en común –de la que ha quedado como testimonio una voluminosa masa de correspondencia– se relacionaron con el círculo de Bloomsbury –Katherine y Virginia Woolf forjaron una relación breve pero importante– y también de manera especial e íntima con D. H. Lawrence y su esposa Frida, con quienes vivieron de manera comunitaria cerca de St. Ives (Claire Tomalin arriesga, no sin razón, que tal vez Lawrence fuera la fuente de contagio de la tuberculosis de Mansfield). Sea como fuere, la relación de Katherine Mansfield y Middleton Murry no fue un lecho de rosas: marcada por enormes diferencias de temperamento, gustos e ideas, estuvo además puntuada por las prolongadas separaciones impuestas por la enfermedad de ella, que pasó largas temporadas en Italia y el sur de Francia, sin la compañía de su marido. De hecho, Murry llegó a Fontainebleau sólo un día antes de la muerte de Mansfield quien, por supuesto, estaba acompañada por la fiel Ida. De todos modos, en vida de la escritora, Middleton Murry estimuló y difundió su escritura, publicando sus poemas, relatos y reseñas en todos los medios disponibles. Después de En una pensión alemana (1911), apareció Preludio con el sello de la Hogarth Press en 1918; en 1920 se publicaron Je ne parle pas français y Dicha y otros cuentos, y en 1922 The Garden Party. El resto de la obra de Mansfield se publicó póstumamente, con Middleton Murry como albacea literario.
II
Katherine Mansfield escribió poesía durante casi toda su breve vida, sin dar a los resultados demasiada importancia, sino más bien incluyendo sus poemas o la materia primera de ellos en cartas y en su diario o utilizándolos como piedra fundamental de sus relatos, que consideraba esfuerzos «más serios». Al año de su muerte, Murry reunió todos los poemas –dispersos en distintas publicaciones, cartas y revistas– y los publicó como Poemas de Katherine Mansfield, volumen con el que casi sin duda la escritora no hubiera estado de acuerdo, ya que Murry consideró necesario imponerles una buena capa de maquillaje, corrigiendo por ejemplo la puntuación errática, aunque sin lograr eliminar del todo el carácter casual y ocasional de los versos. En realidad, Mansfield escribió casi toda su poesía primordialmente con un deseo de expresión y juego, y sin intenciones de revisarla. Por esa razón, sus poemas tienen vívidas facetas autobiográficas, y por lo mismo resultan notables debido a su capacidad de penetración, sus arrebatos de ironía cruel y los despliegues de una memoria capaz de recuperar vívidamente el pasado.
En general, el gusto poético de Mansfield tendía a ser «clásico»: los poetas isabelinos, por ejemplo, las antologías del Oxford Book of Verse, las viñetas de Oscar Wilde, y Thomas Hardy. Despreciaba los intentos experimentales de sus contemporáneos, burlándose afectuosamente de Eliot (cono en el caso de «Materia perfumada por la noche»), por considerarlo «terriblemente aburrido». De todos modos, nunca se embarcó en polémicas poéticas, ya que evidentemente consideraba su propia escritura de poesía como alfo secundario con respecto a su interés predominante en la narración, al punto que firmó sus poemas publicados con diferentes nombres: durante el tiempo que contribuyó con la revista Rythm, sus versos, que cobraron un aire definitiva y pintorescamente eslavo, fueron atribuidos a Boris Petrovsky (como el caso de «Anticipo de primavera»), y los poemas que publicó en Athenaeum fueron firmados como Elizabeth Stanley.
Quizás donde mejor se luce la veta poética de Mansfield, delicada, penetrante e inesperada, es en los poemas dedicados a su hermano, cuya muerte, en 1915, desató en ella un arrebato elegíaco («A L.H.B», «El abismo») y una oleada de nostalgia por las escenas de la infancia («Mariposas», «La abuela», «La vela», «Cuando fui pájaro», «El hombre de la pata de palo»); podría decirse que la muerte de su hermano produjo, tanto en su prosa como en su poesía, un desplazamiento del centro de su escritura: Nueva Zelanda, lugar periférico y colonia de una colonia de Inglaterra, regresa como eje de una obra que había decidido ser «europea». Este desplazamiento se imprime con particular intensidad en «Fuego del invierno», donde se oponen los recuerdos de una vida cómoda y regalada en la casa paterna a la brutal hostilidad que acomete a una mujer joven y sola en Londres.
«Té de manzanilla» es una muestra de los poemas que Murry agrupó como «Poemas de Villa Pauline», y sirve para dar cuenta de cierto momento feliz de su relación con su marido. De otros momentos de su relación con los Murry –su enfermedad más avanzada, el abandono más duro– dan testimonio «Et après», «El anillo» y «El nuevo marido». «El encuentro» fue concebido en la ocasión de una despedida a Ida Baker, que debía partir a Sudáfrica. «El chal de Arabia» pertenece a una serie dedicada a su relación con Garnet Trowell.
Pero es de los poemas más experimentales, y en general con personajes femeninos, siempre en situaciones hostiles de soledad y abandono, como «Llegada», «Malade», «Dame Seule», donde más se revelan las penetrantes dotes descriptivas de Mansfield, su consumado manejo de la imagen y su notable pericia combinatoria, ejercida con pocos elementos. En poemas como «El pueblo aquel de las colinas» y «Frutillas y el barco a vela», ambos de 1918, estos rasgos se articulan en poemas verdaderamente deliciosos.
Finalmente: no es raro que tanto ella misma como las escasas personas que leyeron sus poemas durante su corta vida tuvieran su poesía en poca estima: frente al poderoso artificio de sus relatos, claramente insertos en una de las corrientes narrativas del siglo XIX (la que encarnan, entre otros, Maupassant y Chéjov), sus poemas parecen notas sueltas, a veces de un sabor demasiado personal, otras veces demasiado dependientes de las formas fijas de la poesía infantil y del post-simbolismo paisajista. En todo caso, nada de experimentación vanguardista a la Pound –que siempre le pareció pomposo– ni del fuerte y grave tono moderno de Eliot, que iba a transformarse en el tono mismo de la modernidad poética.
Ante estos ejemplos, la poesía de Mansfield es efectivamente un cuerpo deshilachado, doblemente marginal –como ella misma, que nunca fue una inglesa en Inglaterra y sin embargo vivió casi toda su vida exiliada del paisaje natal, que quedaría reverberando como un lugar de dicha y sol en el neblinosos mundo europeo–. Pero –y aquí acomodamos la frase para que el «pero» no sea esta vez «el verdugo de todo lo que amamos», sino el introductor de una nueva perspectiva– pero las cosas podrían ser vistas de otra manera, también más artística, sus Diarios, la otra gran obra en prosa con la que estos poemas se emparentan, obra en la cual algunos de ellos fueron subsumidos bajo la forma de notas en prosa, ya que Middleton Murry nunca pudo terminar de leerlos como poemas. Hoy podemos, quizás, admitir con menos prejuicio tanto su verso libre como el uso de las formas más fijas, admirar, justamente, ese carácter marginal, esa falta de exclusiva deliberación y pretensiones en que florecen pese a todo extraordinarios cambios de tono, inesperada intensidad, poderoso romanticismo, humor negro, finísima ironía respecto de ella misma y su mundo. Desde una lectura menos rígida, menos pendiente, 80 años después, de los combates para fijar un canon moderno, nuestra idea del arte poético podría ampliarse hasta captar la punzante originalidad de esta otra «modernidad»; hasta abarcar también esas notas marginales –y enriquecerse con ello–: esta edición es, de hecho, una apuesta en ese sentido.