Los caminos de la luz: Leila Guerriero
Ph | Alejandra López
Proyecto Voltios
Lunes 11 de diciembre de 2017
"Esto no iba a ser un libro", adelanta la autora de Plano americano en el prólogo a Voltios. La crisis energética y la deuda eléctrica (Planeta). Producido en el taller de periodismo narrativo que coordina, el libro surgió de una consigna: ¿por qué se corta la luz en la ciudad de Buenos Aires y el conurbano?
Por Leila Guerriero.
Esto no iba a ser un libro. Los dieciséis periodistas que lo escribieron formaban parte de un taller de periodismo narrativo (que, se ha dicho hasta el cansancio, es aquel que utiliza recursos formales de la ficción para contar historias reales). En febrero de 2016 se les propuso trabajar, en el ámbito de ese taller, en una serie de artículos acerca de un tema que podría resumirse en una pregunta de apariencia sencilla: ¿por qué se corta la luz en la ciudad de Buenos Aires y el conurbano?
Hace años, en 2008, escribí una conferencia acerca de los temas de los cuales se ocupa el periodismo narrativo en América Latina. Decía esto:
De asesinos de púberes y de asesinos púberes, de dictadores, de bibliotecas de dictadores, de poetas muy ocultos, de escritores muy visibles, de estrellas del porno, del carnaval bajo sus diversas formas, de señores que miden cincuenta centímetros, de señores que miden dos metros y medio, de sicarios, de narcos y de políticos, de formas de la religión popular, de músicos de rock y de pop, de pastores evangélicos, de migrantes que nunca llegan a su tierra prometida, de mafiosos, de casadas con la mafia, de pandilleros, de gente con oficios raros, de estafadores simpáticos, de asesinos a sueldo, de drogas, de ovnis, de las FARC, de marionetas y ventrílocuos, de pueblos de frontera, de gente que muere en pueblos de frontera, de genios olvidados, de presos, de prostitutas, de secuestrados, de secuestradores, de fiscales amenazados, de tragedias revisitadas, de viajes, de pueblos perdidos, de escritores y cantantes populares que por obra y arte del paso del tiempo se han transformado en escritores y cantantes de culto, de mutilados, de combatientes, de ex combatientes, de futuros combatientes, de pobres, de ex pobres, de futuros pobres, de gente con dios pero sin tierra y sin empleo y sin casa y sin casi nada más. […] Por el contrario, […] no se ocupa demasiado de las ciencias duras, de los descubrimientos científicos, de la música clásica, de los escritores —cuando no son malditos ni han sufrido una catástrofe toxicológica—, de las personas jóvenes —cuando no se han muerto de maneras trágicas ni forman parte de una tribu urbana— y no ha encontrado una forma del todo interesante para hablar de asuntos de negocios, de historias con final feliz, de arquitectura, de arte, de cualquier deporte que no sean el fútbol o el boxeo.
La idea subyacente en aquella serie de artículos para el taller entroncaba con las deslizadas en esa conferencia: utilizar las herramientas del género para abordar un tema —la energía eléctrica—, árido y poco atractivo, pero que afecta a millones de personas.
Desde diciembre de 2013, cuando una ola de calor sostenida dejó sin suministro a casi 12 millones de usuarios, la ciudad y el conurbano se revelaron como un territorio frágil en términos energéticos: historias de gente a oscuras durante días, cortando calles para reclamar o amargamente resignada a perder comida o guardar la insulina en la estación de servicio más próxima, empezaron a poblar los diarios y los canales de noticias verano tras verano. Y aquella pregunta, a juzgar por las explicaciones contradictorias que daban el Gobierno, Edenor y Edesur (las dos empresas privadas que distribuyen la energía eléctrica en la ciudad y el conurbano desde 1992), era sencilla solo en apariencia: las empresas decían que, debido a las tarifas bajas y prácticamente congeladas, no tenían ganancias y no podían invertir en obras; el Gobierno las culpaba de no haber hecho lo que debían hacer.
Si algunos temas (asesinos púberes y asesinos de púberes, etcétera) ofrecen una materia narrativa de atractivo evidente, en una distribuidora eléctrica no parece haber épica de ninguna clase. Pero es muy probable que la distribuidora eléctrica tenga, en la vida cotidiana de las personas, una incidencia gigante. ¿Era posible, entonces, hacer una serie de artículos sobre este tema que resultaran tan sólidos en su contenido como atractivos para la lectura; que pudieran ser leídos no solo por especialistas sino incluso por cualquiera interesado en una buena historia? Todo empezó con un saludable «vamos a probar», y un saludabilísimo «si sale bien, ya veremos dónde se publica». Así fue como los periodistas se lanzaron sobre el tema en el ámbito protegido de un taller, con dos premisas: la investigación tendría una cabeza que iba a coordinarla —la responsabilidad recaía en mí—, y los textos serían escritos entre varios, sin autoría individual.
* * *
Estos dieciséis periodistas provienen de las más variadas ramas de la ideología política y del oficio. Hay periodistas deportivos y de espectáculos, de viajes y de moda, periodistas de agencia, periodistas de periódicos y periodistas de revistas, periodistas habituados a trabajar en el vértigo de la noticia y periodistas que jamás escribieron nada con un plazo menor a una semana, periodistas cuyos días transcurren en salas de redacciones y periodistas freelance, periodistas con una nutrida agenda de funcionarios públicos y periodistas que jamás habían entrevistado a un funcionario público.
Pero nada de todo eso importó, porque no debía importar.
Alguien dijo que todo periodismo es, o debería ser, periodismo de investigación: el reporteo concienzudo no debería ser responsabilidad solo de los colegas que develan asuntos de corrupción robusta, sino de todos. La periodista mexicana Alma Guillermoprieto dijo también, fa- mosamente, que cuanto mejor investiga un periodista peor escribe. Y el argentino Tomás Eloy Martínez escribió:
No hay narración, por admirable que sea, que se sostenga sin las vértebras de una investigación cuidadosa y certera, así como tampoco hay investigación válida, por más asombrosa que parezca, si se pierde en los laberintos de un lenguaje insuficiente o si no sabe cómo retener a quienes la leen, la oyen o la ven. Solas, una y otra son sustancias de hielo. Para que haya combustión, necesitan ir aferradas de la mano.
Este libro está sostenido en esas convicciones: sin investigación no hay texto, pero sin una buena prosa no hay investigación sólida que llegue a buen puerto.
Así, los periodistas investigaron durante un año y medio para responder aquella pregunta simple. A la manera de una broca que se interna en materia desconocida, a cada paso descubrían que tenían que retroceder más en el tiempo para comprender cómo y por qué aquel pasado había producido este presente: por qué en 2013 un usuario de Edenor tuvo un promedio de 27,7 horas sin luz, y uno de Edesur, 40,5 horas, transformando a la Argentina en el único país de América Latina con esa duración de cortes —en Chile el promedio es de 5 horas; en Uruguay, 4,6—, solo comparable con Jamaica, que tiene 600.000 usuarios en todo el territorio y que en 2013 registró 25,5 horas de interrupciones. Como dice el primer capítulo:
Para entender por qué el gobierno del presidente Mauricio Macri decretó la Emergencia del Sistema Eléctrico Nacional el 15 de diciembre de 2015, habría que hablar del megacorte de 2013. Para entender el megacorte de 2013, habría que hablar del deterioro de la red eléctrica. Para entender por qué se deterioró la red eléctrica, habría que hablar del aumento del consumo en 2007, sobre el final del gobierno de Néstor Kirchner. Para entender el impacto del aumento del consumo en la red eléctrica habría que hablar de la reactivación económica y de la actividad industrial impulsadas por el kirchnerismo. Para entender el efecto de la reactivación económica e industrial en el consumo, habría que hablar de la crisis de 2001, de la salida de la Convertibilidad (un peso igual a un dólar) y de la Ley de Emergencia Económica de 2002 que suspendió por 120 días los contratos de concesión y los aumentos de las tarifas de servicios públicos, incluida la luz. Para entender el origen de los contratos de concesión de los servicios públicos, habría que hablar de la empresa estatal Segba (Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires) y su privatización en 1992. Para entender la privatización, habría que hablar de Edesur y Edenor, las compañías de capital privado encargadas desde entonces de llevar electricidad a los hogares por un período de 95 años. Tan simple como eso.
Tan simple como eso.
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Lo primero que se hizo cuando se decidió que esto se transformaría en libro fue separar las aguas: el proyecto —al que llamamos Proyecto Voltios— no se trataría en el taller sino en una redacción paralela y virtual, interconectada por mails, redes sociales y WhatsApp, con una cabeza que indicaría las líneas de investigación —de nuevo, la responsabilidad recaía en mí— y asignaría los miembros a los cuales les correspondería seguirlas. El foco del abordaje era el mismo que se había planteado para los artículos: si la energía es un todo formado por tres momentos —generación, transporte y distribución—, se abordaría solo la distribución —el área en crisis— en la ciudad de Buenos Aires y el conurbano, la zona que representa el 40% del consumo eléctrico del país.
El libro tendría capítulos destinados a responder la pregunta madre —por qué se corta la luz—, intercalados con historias de barrios y usua rios afectados, y dos secciones fijas: «Seis grados de separación», que subraya incompatibilidades de funcionarios del sector debido al grado de cercanía de sus intereses económicos con el cargo que ocuparon u ocupan, y «Yo digo, vos decís, él dice», que reúne respuestas, contradictorias entre sí, de diversas fuentes que contestan las mismas preguntas: ¿cuánto tiempo necesita una empresa distribuidora para reparar una falla eléctrica?; ¿cuánto dinero perdieron las distribuidoras desde 2002?; ¿hubo intención por parte del gobierno kirchnerista de expropiar las distribuidoras Edenor y Edesur?
El proceso de investigación implica descorrer el velo de la ignorancia para hacer una lectura más compleja y espesa de la realidad. Rápidamente empezaron a acumularse siglas y conceptos a los que nadie nunca había prestado atención —VAD, RTI, PUREE, Focede—, una montaña de números difíciles de interpretar y explicaciones tan enrevesadas como disímiles y contrapuestas. Si el peor pecado que puede cometer un periodista es el de la candidez, lo único que puede combatirlo es la información. Lo primero, entonces, fue educarse: entender no solo la energía eléctrica —cómo y dónde se genera, de qué manera se transporta y se distribuye—, sino también cosas más terrenales, como qué es un bypass eléctrico, un transformador, una subestación, una regleta. Paralelamente, se diseñó un panorama de zonas temáticas y un primer mapa de personas a consultar, que se ramificó como una hidra enloquecida.
Hubo momentos de euforia —cuando se consiguieron entrevistas con el ex ministro de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios, Julio De Vido, y el ministro de Energía, Juan José Aranguren; cuando las distribuidoras permitieron el acceso—; momentos de frustración y zozobra —cuando un pedido de información pública demoró meses, y el capítulo que cuenta los ires y venires de ese pedido es tanto un vodevil como una demostración de que el acceso a esa información fue y es un laberinto de burocracias amargas—, y un obstáculo reiterado: muchos —demasiados— pidieron hablar off the record, como si la energía fuera un tema sensible y peligroso. Quizá porque la energía —de la que depende la producción y el consumo de todo un país— es un tema sensible y peligroso. Al finalizar, el equipo había entrevistado a más de ochenta personas, desde funcionarios del Gobierno anterior y el actual hasta los presidentes de Edenor y Edesur, pasando por empresarios, economistas, cuadrilleros, sin contar a decenas de vecinos que vivieron meses sin luz, a personas electrodependientes, a familiares de niños muertos en incendios provocados por velas encendidas en noches demasiado oscuras.
El proceso de escritura y edición tomó meses: si bien hay textos escritos por un solo autor, gran parte de los capítulos tiene dos o más, producto de la escritura colectiva que se planteó desde el principio. Los libros se leen como se leen, aunque la idea de este es la de un efecto de ondas concéntricas: el primer capítulo se expande en el segundo; el segundo, en el tercero, y así hasta el final. Pero, a su vez, la intención es que todo capítulo sea más o menos autónomo: que cada uno contenga la información necesaria para que se pueda leer, hasta cierto punto, sin el auxilio de los otros. Así, cualquiera puede enterarse de los enredos rocambolescos de los subsidios, de la función del ENRE, del pensamiento de los presidentes de las distribuidoras o de los funcionarios del área, sin acudir al capítulo anterior o a los que siguen. De allí que algunos reiteren información, se fagociten y se canibalicen entre sí.
Este es, al fin, un libro de personas que encuentran en el mundo de la electricidad su pasión más grande o el espacio ideal para su inversión millonaria; de personas de ideologías opuestas que, en ocasiones, aceptaron debatir cara a cara, como lo hicieron Alejandro Macfarlane, ex CEO de Edenor, y Daniel Cameron, ex secretario de Energía de los dos gobiernos kirchneristas, que pasaron tres horas con los miembros del equipo discutiendo entre ellos sobre el tema. Y es, también, un libro de gente común. Los cortes de luz no implican solo —como si eso fuera poco— tirar kilos de comida en mal estado. Las crónicas que se incluyen aquí intentan dar cuenta de que la falta de luz hace toda la diferencia. Hace toda la diferencia en la vida de los padres de dos chicos autistas, uno de los cuales, cuando no hay luz y ve alterada su rutina, se autolacera de manera dolorosa; hace toda la diferencia para personas que viven conectadas a respiradores y que, sin luz, tienen apenas un puñado de horas de supervivencia; hace toda la diferencia para un pequeño café o una tienda de ropa o una librería que, debido a los cortes, quedan al borde de la quiebra. La falta de luz produce angustia, resentimiento, incertidumbre, la fantasía ominosa de que no regresará nunca; la fantasía más ominosa aún de que, cuando regrese, volverá a irse; la certeza temible de que, aun cuando regrese, se irá. La falta de luz es un anacronismo que hace que la gente que trabaja en su casa no pueda trabajar, que odontólogos o psicoanalistas tengan que cambiar de barrio sus imprevisibles consultorios, pero también es una impiadosa y subrepticia forma de la violencia social que hace que cuatro nenas mueran carbonizadas en un incendio producido por una vela en Lanús, que cuatro chicos mueran de idéntica forma en un incendio en Quilmes.
Al comenzar esta investigación los caminos de la luz eran, para todos, inextricables. Ahora queda un poco más claro que el camino de la luz es, en el fondo, el camino de los hombres.
(Por último: no importa el título que lleve este libro. Para el equipo que lo escribió siempre será —para bien y para mal— el Proyecto Voltios.)