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La carne en peso

Virgilio Piñera, un imprescindible cubano

"Si Piñera ocupó un lugar marginal, que siempre será marginal, que no tiene redención posible, en la cultura latinoamericana, es porque llevó toda reflexión hasta el límite de lo impronunciable, de lo imposible de escuchar, ver, o pensar". El prólogo de Ariel Schettini para La carne de René, tomado de la edición argentina de Blatt & Ríos.

Por Ariel Schettini.

I


Es imposible comenzar a hablar de la obra de Virgilio Piñera sin referir ese evento decisivo en su prosa y en su poesía que es su encuentro en Buenos Aires con Witold Gombrowicz, del cual la crítica ha dado suficiente cuenta y que es también un episodio fascinante e hipnótico de la historia de la literatura latinoamericana. Y lo es por multiplicar los efectos de excentricidad y exotismo de la literatura latinoamericana hasta llevarla a un punto de no retorno.

Si en cada período de la historia de la literatura (las guerras de la independencia, el romanticismo, el modernismo, la vanguardia, etc.) la literatura latinoamericana se pregunta por su identidad, su verdad simbólica, o por los valores distintivos que la ubiquen y la diferencien del resto del mundo, la traducción en Buenos Aires de Ferdydurke de Gombrowicz (publicada en 1947), llevada a cabo en un legendario bar de Buenos Aires, el Rex, por un “comité de traductores” que desconocían el polaco, su cultura y su lengua, “presidido” por un escritor cubano, el mismo Piñera, que estaba en la ciudad trabajando para la embajada de su país, es el epítome de la definición de la forma mezclada, múltiple, superpuesta de la producción literaria, y la define por completo.

No en vano, cuando se refiere a su obra, José Bianco, que prologó sus relatos y se contaba entre los amigos personales de Piñera, necesita explicarlo fuera de la construcción exótica de lo sobrenatural maravilloso y fuera de la explicación del carácter mediante el paisaje exuberante, que serían los rasgos que definió la novela latinoamericana en los años inmediatamente siguientes a esta novela. Esa exploración interior de lo exótico latinoamericano, para Bianco, queda delimitada por las obras de otros dos cubanos y sus respectivos modos de pensar lo “barroco”: José Lezama Lima y Alejo Carpentier.

Lo cierto es que antes de su llegada a Buenos Aires en 1946, Virgilio Piñera ya tenía una reconocida carrera como escritor, sobre todo de poesía y teatro. Su participación, aunque siempre lateral, en los grupos más conspicuos de la vanguardia tanto de La Habana como de Buenos Aires, confirma su prestigio. Tenía vínculos con la revista Sur de Buenos Aires, con Orígenes de Cuba o con Ciclón. Borges publicó en Los Anales de Buenos Aires un relato de su autoría. Su obra teatral Electra Garrigó es una pieza fundamental en la historia del teatro de vanguardia. Allí explora la posibilidad de encontrarle una vuelta latinoamericana al mito hasta que se confronta con la tragedia por excelencia: el absurdo.

Del mismo modo, si Piñera llegó a Buenos Aires para engrosar sus estudios de poesía iberoamericana, fue porque contaba con algunos libros publicados que ya habían tenido un reconocimiento local en La Habana. Uno de sus libros fundamentales, La isla en peso, que contiene el poema del mismo nombre y que es uno de los poemas más terminantes de la poesía continental, había sido publicado en 1943, apenas unos tres años antes de su llegada a Buenos Aires. El poema es una larga reflexión de más de 400 versos en los que se parte de una situación geográfica (“la maldita circunstancia del agua por todas partes…”) para discurrir en el carácter del pueblo cubano, la claustrofobia moral que provoca esa geografía, la inmovilidad social, la apatía y la melancolía del poeta que describe su tierra y a su pueblo. Es decir, todo lo lejos posible del color local que describe la cultura caribeña como ese espacio engañosamente edénico, alegre, improvisado o abúlico.

También La carne de René, publicada en 1952, puede ser leída como parte de una serie de temas obsesivos que fue recorriendo la obra de Piñera, cuya complejidad es tal que difícilmente pueda ser desentrañada por una lectura.

El antecedente más inmediato de la novela es el relato “La carne”, que Piñera publicó en su colección Cuentos Fríos, en Buenos Aires, en 1956, pero que está (deliberadamente) fechado en 1944, para que se reconozca su lugar anterior a la novela. Se trata de una especie de parábola en la que la escasez de carne lleva a la población a dar la carne de su cuerpo como alimento hasta el límite de lo paradojal (el bailarín entrega sus pies, dos mujeres dan sus labios, etcétera). Allí aparecen algunos de los temas que se pueden leer en La carne de René: la necesidad de construir una “comunidad” de intereses que se autodestruye y es observada en una especie de etnografía de lo cotidiano donde la extrañeza de las acciones se presenta con naturalidad y la reacción es igualmente naturalizada; la relación entre antropofagia, erotismo y necesidad, y la construcción de unos personajes melancólicos, desorientados o dubitativos.

Muchos han comparado la obra de Piñera con la de Kafka, inducidos sin duda por la atmósfera de absurdo que reina en los relatos de ambos. Sin embargo habría que señalar que en el caso de Piñera, esa atmósfera nunca se disipa, como sí ocurre en la obra de Kafka. En éste último, la sensación que se le entrega al lector tiene una salida: el mundo. El lector abandona la lectura de Kafka para comprobar que, efectivamente, ese mundo ficcional que se representó y que no tiene solución en la ficción, sí lo tiene en el momento en el que, abandonada la lectura, se comprueba la consonancia armónica entre las alusiones de Kafka y la modernidad, tal como se nos presenta: ilógica, colmada de obligaciones sin sentido, vaciada de fin, despojada de dios y al mismo tiempo inhumana, etc. En las ficciones de Piñera, sin embargo no hay solución posible ni dentro ni fuera de la literatura, la duda y el sinsentido perduran más allá del lector o del narrador. La redención gratificante que el lector de Kafka encuentra al terminar con la lectura y observar el mundo en la obra de Piñera no la encontrará jamás. René, en todo caso, es un personaje más cercano a Alicia en el País de las Maravillas que a Gregorio Samsa. El nonsense perseguirá hasta el fin al personaje y al lector por igual.

También sería fácil, por ejemplo, pensar en La carne de René como un roman a clèf, donde Powlavski y Nieburg reproducen la amistad de Gombrowicz, Alejandro Russovich (otro de los participantes del comité de traducción de Ferdydurke) o Adolfo de Obieta (hijo de Macedonio Fernández que fue responsable de poner a Virgilio Piñera en contacto con cierta intelectualidad porteña). Sin embargo esa tesis rápidamente podría ser desmentida u olvidada hasta la decepción, porque la condición obligatoria del roman a clèf es, justamente, el seguimiento de ese paralelo ente los personajes reales y los "ficcionales", y una comunidad, aunque sea pequeña, elitista o secreta, que los descifre, un grupo de connoiseurs, de la que esta novela carece.

Antón Arrufat, por ejemplo, su albacea, que conoció al autor y su obra con un grado de detalle notable, propuso (y luego corrigió, moderó) la idea plausible de un Bildungsroman,2 para circunscribir el tipo de novela. Y si bien hay bastantes indicios que nos permiten asociar la obra al género “novela de formación”, existe la misma cantidad de argumentos que podrían derribar la hipótesis, algunos de los cuales luego fueron expuestos, incluso por el mismo Antón Arrufat. Es verdad que René es encaminado a una educación, pero también es verdad que la educación no es exitosa.

Es verdad que la novela relata el crecimiento “vegetativo” de un personaje, pero también es verdad que ese crecimiento no tiene ninguna concordancia con la formación de atributos o normas morales, estéticos o sentimentales que el personaje de la novela de formación exige.

Es verdad también que toda la novela podría bien ser pensada como una parábola de la “animalidad” del ser humano, o del devenir animal de la conducta humana. También hay indicios para ello, pero esos indicios son igualmente defraudados una vez que se construye su verosimilitud. En el primer capítulo en la carnicería, parece que René por momentos se identifica a tal punto con la vaca, que bien podría “ser” ella. Y el capítulo titulado “La carne chamuscada” trabaja el tema de la construcción de la identidad y la iniciación de René en la sociedad secreta, que bien podría ser pensada como la yerra de un ternero, y nos permite conjeturar si acaso todos los personajes serán o no serán humanos. Pero esa posibilidad es inmediatamente disipada en el capítulo siguiente.

Por supuesto que también hubo otras lecturas que asociaron la novela con una especie de educación para la violencia, que sería lo que René “aprende” a lo largo de su encuentro con los maestros, pretendientes, familiares y compañeros. Toda la novela se trata, entonces, de un despojamiento de lo espiritual, lo moral, lo metafórico de la vida, por un reconocimiento brutal de la realidad. A lo que podríamos agregar, una especie de educación de la sensibilidad general.

La posibilidad de que la novela no comience ni termine en ninguna moraleja ni admita ser encapsulada en un sentido único y final, no sólo es una condición del género, es también parte de lo que en la novela aparece como su contenido, y sus “pistas” de lectura. Desde el título se plantea la duda acerca de su sentido. Así comienza la descripción del modo de reflexionar de René en discurso indirecto libre, en el primer capítulo de la novela:

¿Qué se proponía su padre con esas frases dejadas siempre en la sombra, con hablar por refranes, con frases de doble y hasta de quíntuple sentido? ¿Por qué se negaba a decir lisa y llanamente las cosas? ¿Podía decirlas un hombre que enmascaraba cada uno de sus actos? Había que verlo caminar; lo hacía como el que teme una agresión, volviéndose por temor a un súbito ataque, con sus ojos explorando el terreno antes de aventurarse a salir. Sin duda contra su padre había alguien o él mismo estaba contra alguien. A René bastaba realizar el recuento de su corta vida para confirmar su presunción. La vida de los tres había sido un constante éxodo. No recordaba haber pasado más de un año en el mismo país. Se instalaban como para el resto de sus vidas, y un día Ramón levantaba el campamento para transportarlos a cientos de kilómetros, donde todo resultaba diferente: gentes, costumbres, idioma. Cuando pasaban unos meses, vuelta de nuevo al éxodo. No dejaban las ciudades perseguidos por turbas amenazadoras, ni entre piquetes de soldados, pero cuánta violencia, angustia y desazón en esos fulminantes desplazamientos. René recordó la última ciudad en la que les tocó “pernoctar” en Europa antes del gran salto a Norteamérica. Arribaron a ella en invierno, y en ese mismo invierno la dejaron. No hubo tiempo para que las nieves se fundieran. No era su culpa si, debido a estos desplazamientos, su impresión de la ciudad devenía tan estrecha, tan unilateral que la reputaba de “eternamente blanca”.

Este párrafo es una clave de lectura no sólo de la novela (y no sólo es, en sí, una teoría general de la novela) sino que permite reconocer el modo en el que Piñera concibe el lugar de la literatura en la vida.

Se trata de reflexionar acerca de la pluralidad de sentidos de quien en ese momento ostenta la autoridad, y se analiza su discurso como un discurso plural, ambiguo, oscuro; ese rasgo de lo deliberadamente enigmático no sólo constituye el “estilo” en el discurso de Ramón, sino que puede ser explicado por el temor. Ese temor, de hecho, lleva a los personajes a cambiar continuamente de territorio y a buscar un nuevo contexto en el que el discurso nuevamente quede “dislocado” con respecto a su enunciación. Es decir, impulsado por el miedo, el discurso del padre se vuelve “turbio”, impreciso, y al mismo tiempo su sentido (y sus cuerpos) son incitados a permanecer en estado de “deriva”. Y quizás ahí pueda permitirse, entonces, una reflexión sobre la necesidad con la que Piñera escribe esta novela y sobre por qué no se pueden “decir lisa y llanamente las cosas”. Pero, a partir de este párrafo, también se puede percibir la agudeza técnica con la que Piñera escribe la novela. Si su obra fue asociada al teatro del absurdo o directamente al surrealismo, sin embargo también sería necesario limitar la afirmación en este aspecto. En ambos movimientos hay un exceso de voluntarismo antirracional (nótese el oxímoron) que a veces conspira contra los resultados, y del que la obra de Piñera carece. Por el contrario, en este caso se trata de una obra que hace el esfuerzo visible que quitarle irracionalidad al lenguaje, a la sintaxis, al mundo. Y en ese proceso de destilación de lo irracional, su procedimiento sería lo opuesto al surrealismo o al teatro del absurdo. Piñera se ubica en el lugar liminar entre el lenguaje y el sentido del mundo y desde allí observa que el material con el que construyen sus mundos empuja por el lado del chiste, del sistema cerrado, del juego de palabras, y el escritor (el lector, el ciudadano, el poeta) empuja desde el otro para armar sentido, para mostrar que el mundo no es una locura y para darle a ese sistema móvil estructurante y delirante que es el lenguaje un lugar en la racionalidad, en la moral, en la ley, etc. Por más que el mundo de René se considere cercano al de Alicia en el País de Maravillas, la diferencia entre ambos universos es radical. En un caso se trata de pensar el camino para llegar al sinsentido, mientras que aquí se trata de pensar después de haber llegado. En el universo de René, el surrealismo, el absurdo, el psicoanálisis, la sociología y los saberes que corren al hombre de su lugar central de juez, se dan por sentado.

Sólo el género novela puede mostrar, en su modernidad, lo no cristalizado de las ideologías, mediante un estado de deriva constante, o de nomadismo cultural, que es antiestatal por estar siempre a la búsqueda de lo clandestino, y que le permite escribirse más allá de las convicciones morales, de las solidificaciones de géneros civiles y de estados civiles, de la sedentarización estatal de los discursos, y de la “sobriedad” o de la “seriedad” del realismo. Sólo la novela puede mostrar lo ambiguo, lo dudoso y lo fluido de los sentidos en la sociedad moderna. Escribir y leer novelas, entrar a su mundo, es también una forma de perder la memoria.

 

II


Si bien es indudable que la novela tiene como marco de referencias a la filosofía (muy en boga en la década del 50) de Soren Kierkegard, tanto como a la novela The Way of All Flesh de Samuel Butler (especialmente en lo que se refiere a su ataque al pudoroso entramado familiar del victorianismo de la época) o a la filosofía de Sade (en lo que tiene que ver con la educación de la sensibilidad erótica), también es innegable que la novela debe su modo de discurrir a Moby Dick de Melville, en el modo enciclopédico en el que aparecen los distintos sentidos de la palabra “carne” hasta la extenuación y el ahogo. Podríamos hacer una lista de los diversos modos en los que se trata de agotar las posibilidades semánticas del término “carne”: lo opuesto al espíritu; la encarnación de Jesús; el alimento de los carnívoros; el hecho sangriento, lo sensual; la tentación del mundo, lo sexual; el dolor, la enfermedad o el martirio; el cuerpo humano, lo orgánico, el tiempo; parte constitutiva del sistema de producción de la Argentina y de su producción simbólica en la literatura (el matadero, etc.); lo animal que puede oponerse a lo humano, etc. Es decir, hay una gran parte de la novela que tiene valor enciclopédico, de organización racional de un vocablo o de sus posibilidades semióticas, y ese valor enciclopédico puede tener un uso metafísico o político (como es el caso en la obra de Melville) o lúdico (como en Borges). Pero los une la posibilidad de que un hecho meramente lingüístico corra el riesgo de transformarse en materia de la perplejidad existencial.

Cada uno de esos “sentidos” que se le dan a la palabra “carne” es también un modo de usar el vocablo en una institución o campo del saber específico que la novela recorre como si se tratara de las estaciones de un martirio o los escaques de un juego: el comercio, la religión, la familia, la literatura, la sexualidad, el arte, la medicina…

Cada una es también un espacio del cual René tiene que huir, pero sobre todo el espacio superlativo es ese espacio “educativo” al que es enviado, donde René va a tener su primer contacto con la Sociedad Secreta: la Causa.

La Causa es el modelo perfecto de la sociedad pensada como un espacio donde hay conocimientos esotéricos que nos permiten avizorar la posibilidad de un “mundo dentro del mundo”.6 Pero también, en el caso de esta novela, es la posibilidad de escapar. Si algo tiene en común la obra de Piñera en conjunto es la creación de universos claustrofóbicos y, al mismo tiempo, la coartada para salir de ellos a otro. La composición de una sociedad secreta es la acción “queer” por antonomasia. La que definió su cultura, su práctica y sus contenidos. Y en este caso tiene un uso paradójico. La Causa, tal es el nombre de la sociedad secreta, es un lugar de educación para el dolor, pero también un lugar de confrontación con la imagen concebida como lo más socante: el doble y la identidad. La causa es una sociedad secreta internacional, clandestina, paraestatal, jerárquica, cuyos participantes son perseguidos, segregados, que tienen un conocimiento de los integrantes del grupo que los de afuera de la sociedad secreta no tienen, es decir, que funcionan como un secreto del que entran y salen, es decir, tiene todos los rasgos necesarios para conformar un mundo dentro del mundo, autónomo y al mismo tiempo poroso y que, como observa Piñera, es necesaria para que exista la evolución, la utopía, la formación, la reflexión sobre el progreso del hombre, el movimiento (verdadero, falso o ficcional, no importa) de la elite hacia la masa. No en vano, toda “sociedad secreta” es una construcción burguesa que tiene su origen en el momento de apogeo de la burguesía, el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX.

Piñera, que pertenecía él mismo a más de una “sociedad secreta” hace la descripción detallada y filosófica del funcionamiento de la sociedad secreta. La sociedad secreta funciona como lo opuesto de un “saber”. Todo lo que es esotérico en ella, es exotérico en el saber. Pero tiene de un saber una forma gradual, jerarquizada, pedagógica de la distribución de sus enunciados. Del mismo modo que comparte con el saber su juego de fuerzas centrífugas y centrípetas. Y forma con el resto de la sociedad un espejo, otra sociedad especular, que exige la especularidad de las estrategias: así como el padre de René escapa para entrar a La Causa, René debe escapar de La Causa.

Esa figura especular es la que sostiene la totalidad de la novela y que presenta la dificultad mayor de La carne de René.

Si la novela está poblada de écfrasis, es porque hay en el gesto de la descripción del objeto estético una clave fundamental de la lectura. Quizás el nudo más problemático y desafiante de la novela se encuentre entre la imagen del martirio de San Sebastián, la lectura del libro de anatomía, el Cristo de los cuartos de los alumnos que tiene la cara de ellos mismos, la descripción del maniquí que representa a un cadáver se postula la imagen como ese ícono a mitad de camino entre lo masturbatorio y lo místico, que permite la reflexión sobre el doble. Todas las imágenes tienen el mismo rasgo cuando René las mira: son la imagen de un doble que observa al observador. Pero también tiene otro momento paradójico: se trata de imágenes en la que se debate el lugar de lo místico, lo sagrado o lo ritual. Uno de los rasgos peculiares de toda la obra de Piñera es que aun cuando formaba parte de los círculos centrales de debate cultural del lugar donde se encontrara, su posición siempre fue marginal y solitaria, y aun solipsista, aunque también determinante. Las imágenes que se describen en La carne de René tienen el mismo atributo. Discuten el lugar de la percepción, del sentido de la cultura y de la comunicación hasta su origen mitológico. No se detienen a pensar el lugar del objeto estético en el presente, sino en su naturaleza misma: ¿Qué es una imagen? ¿Cómo se usa? Y ¿para qué?

Piñera recorre en La carne de René ese universo denso de la paradoja de la imagen en Occidente, la que va de la imagen de Cristo, imaginable o representable por efecto de la transubstanciación, al retrato humano que se hace posible, por efecto de la sustitución de la imagen. A Piñera le interesa ese mundo: qué parte de la imagen es “representación”, qué parte es sustitución de una ausencia, qué parte es “reflejo”. Pero como se trata de una novela reversible que plantea los contrarios inmediatamente yuxtapuestos a lo que se afirmó antes, también utiliza la imagen para devolverle su lugar de ídolo sagrado: en la imagen de Cristo, en la habitación de los alumnos, aparece el rostro de cada uno de ellos; en la imagen de San Sebastián, René ve su propia cara; en la imagen del maniquí, aparece el padre muerto. Todos los lugares de la “representación” tal como se usa el término en el arte moderno, digamos, para separar lo concreto de lo abstracto, lo conceptual de lo sustancial, o lo realista de lo vanguardista, son puestos en conflicto. Y aún más, se discuten los lugares del sujeto y el objeto en la “representación”. ¿Soy yo el que mira cuando observa una imagen o es la imagen que me observa a mí? ¿Es lo mismo observar que mostrar? Sólo hay un lugar donde se pueden resolver esas preguntas sobre la imagen, que son cuestiones sobre la imaginación y la identidad, cuya respuesta es parte de un debate social: en el sacrificio y en el éxtasis. Es decir, en el proceso de racionalización o de instrumentación de lo irracional de la cultura.

La imagen de René, que es la de San Sebastián, que es también la de Cristo (mártir y semidiós, tal como es apostrofada) es la imagen duplicada, reflejada, representada de un secreto imposible de pronunciar o de una verdad inaudita: el secreto de la carne que se desvanece en el momento en que se nombra. Y que si fuese nombrada, ya no sería más parte del secreto, porque lo que le importa del lenguaje de la novela a Piñera es el agujero negro de lo irrepresentable. Lo que le importa del reflejo es eso que hace que ya no refleje nada y que sea pura “creación”, pura poiesis. Y, finalmente, lo que le importa de la carne es ese momento en que la carne es el lugar de la sensibilidad, el espacio liminar entre la naturaleza y el lenguaje, entre eso que creo que entrego de mí mismo y lo que el otro, siempre contradictorio, está dispuesto a comulgar de mí. 

Si Piñera ocupó un lugar marginal, que siempre será marginal, que no tiene redención posible, en la cultura latinoamericana, es porque llevó toda reflexión hasta el límite de lo impronunciable, de lo imposible de escuchar, ver, o pensar. Para eso también necesitaba escribir una novela como La carne de René. Porque escribir y leer novelas es, siempre, una forma de cambiar de tema.

 

 

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