Hermandad
Un cuento de Gilda Manso
Viernes 29 de marzo de 2019
Tomado de Los bordes del mundo (Obloshka), que reúne cuentos y microficciones de la autora nacida en Buenos Aires en 1983.
Por Gilda Manso.
No era un perro, eran cientos. Llegaban de golpe, con pasos tranquilos, y se instalaban en la calle como si alguien les hubiera avisado que ahí serían bienvenidos, aunque en realidad no fueran bienvenidos en ningún sitio. Falta espacio o sobran perros callejeros, nunca nadie supobien.
Había perros de los más variados tamaños, colores, pelajes y temperamentos, pero todos coincidían en tres cosas: la mirada honda, como de muy atrás, mezcla de resignación y cemento; la costra de mugre que les cubría el cuerpo hasta formar rastas rígidas y eternas; y un extraño porte, un extraño andar que imponía respeto a quien se detuviera a observarlos, como si de adentro de ese combo de miseria, hambre y apaleamientos que era la vida hubieran logrado rescatar, vaya uno a saber cómo, una dignidad que estaba más allá de todo.
El barrio era demasiado básico; no había belleza en ningún rincón. Todo tierra, madera vencida y enfermedades. Los chicos jugaban en la vereda hora tras hora, y seguramente ese sería el mejor recuerdo que habrían de tener años más tarde, cuando la adultez los sorprendiera por siempre pobres, todo tierra, todo madera vencida, todo jirones. Los perros se tiraban al sol con actitud de nada, como esos viejos que sacan la silla a la puerta solo porque no hay mucho más para hacer, o seguían a los chicos del barrio en sus juegos interminables, pelota, escondida, rayuela, mancha estatua, como espíritus guardianes, como compañeros de lo que no hay. Y cuando el Cocho Requena salía a la calle, los niños huían hacia sus casas y los perros se quedaban adonde estaban, porque no tenían dónde ir.
El Cocho Requena había sido comisario mucho tiempo atrás, en épocas más férreas, y lo fue hasta que alguien le puso punto final a su manía de derrochar balas sobre cuanto cuerpo vivo se le cruzara; el Cocho Requena era un cocorito que llamaba la atención, y eso no es bueno en un círculo en donde lo que vale es la sutileza con la que se atropella a los menos afortunados. El Cocho Requena era un peligro de soberbia, gritos y vanidad fálica, y en un parpadeo lo dejaron sin comisaría y con una villa a su disposición, para que descargara allí (allí y en ningún otro lugar) su furia de erróneo ex dios descendido a mortal.
El entretenimiento preferido del Cocho Requena eran los perros. Alguna que otra vez se dio el gusto de pegarle a los pibes que jugaban en su vereda hasta, en ocasiones, dejarlos inconscientes, incluso un viernes de marzo ledis- paró a uno, pero a la gente no le gustaba eso, y cada vez que un pibe llegaba a su rancho llorando porque el Cocho le había pegado un botellazo en la cabeza o una piña en el estómago, todo el barrio se rebelaba y le arrojaba llantas prendidas fuego por la ventana de su casa. Entonces decidió jugar con los perros, ya que no eran de nadie y nadie seatreveríaadarlacaraporellos,porquelagenteponesu vida en peligro con tal de defender a sus hijos, pero nadie se va a arriesgar a interponerse entre el Cocho Requena y un perrocallejero.
Los perros sabían que si el Cocho Requena aparecía, alguno iba a ligar algo malo: patadas, palazos, botellazos; el que más caro la había pagado había sido el marroncito, un perro que era rengo desde que el Cocho Requena le había baleado una pata. Los perros se escondían uno detrás de otro, ladraban, a veces uno se animaba e intentaba morder el tobillo del ex comisario hasta que entendía que eso sólo le haría ganar un golpe extra, y no podían hacer nada más. La gente miraba desde adentro de sus casas, los pibes lloraban, y ahí terminaba el juego. Así era dos o tres veces por semana.
Se ve que ese día el Cocho Requena estaba especialmente rabioso por algún motivo desconocido, porque cuando salió a la calle, llevaba en sus manos un bidón de gasolina. Los perros se escondieron donde pudieron, pero uno viejo, blanco con manchas negras, uno de los perros más antiguos del barrio, no se despertó a tiempo de su siesta de ancianoalsol,ysoloabriólosojoscuandosintióellíquido en su cuerpo, y nadie sabe qué horrores vivió cuando el CochoRequenatiróelfósforoencendidosobrelagasolina que lo empapaba. Cuando llega la muerte uno ya debería estarmuerto;peroelperroestabavivoytardódemasiados minutos en morirquemado.
El barrio quedó inmovilizado. La cara de los pibes era puro terror, y la cara de los grandes era impotencia, dolor, angustia e indefensión. Como siempre pero peor, porque estavezhubofuego,yaullidos,ymuchooloragasolina,a pelo chamuscado, a perro quemadovivo.
Y esta vez y como si alguien les hubiera dado laorden de ataque que estuvo dormida toda la vida, los perros, los muchísimos perros, se abalanzaron sobre el Cocho Requena con la furia de todos los animales del mundo y no le dejaron espacio para la huida; eran perros pero también fueron leones, tigres, jabalíes, hienas, elefantes, buitres y toros, y voltearon al Cocho Requena y le arrancaron la piel y le arrancaron los ojos y le desfiguraron la cara y le mas- ticaron las piernas y le masticaron los brazos y le hicieron todo lo que se le puede hacer a un hombre hasta que muere. Y no descansaron hasta que no quedó nada entero en el cuerpo del Cocho Requena, y no descansaron hasta que no quedó nada vivo en el cuerpo del Cocho Requena.
Luego, agotados, se tiraron al sol. Estaban exhaustos. Entonces la gente salió de sus casas, de a poco, con tachos de agua y restos de comida.
Había que alimentar a los perros.