El otro Quiroga
Su faceta periodística
Martes 22 de agosto de 2017
La honestidad artística: para una poética del cuento, publicado por Editorial Serapis, consta de una serie artículos recopilados que abarcan aproximadamente treinta años de producción del uruguayo, algunos con seudónimo, publicados en El Hogar, Caras y Caretas y La Nación, entre otros diarios y revistas.
Por Luciano Lamberti.
Los artículos recopilados en este libro abarcan aproximadamente treinta años de producción. Muchos fueron publicados en El Hogar, Caras y Caretas y La Nación, entre otros diarios y revistas. Su forma es variada. Por momentos, en su calidad de pequeñas crónicas, recuerdan a los aguafuertes de Roberto Arlt. Algunos se limitan a la transcripción de un diálogo. Algunos, a la lectura de una novedad, o del encuentro con un escritor admirado. Hay otros, por último, que son intervenciones en debates de la época, o cartas públicas.
En todos, prima una mirada irónica y humorística que resulta no pocas veces sorprendente. Hay un registro particular del periodismo que se pone en funcionamiento en estos textos, un registro del día a día, contrapuesto a cierta universalidad de su literatura. Quiroga finge ingenuidad, mira al mundo literario con cinismo, no duda en arrojar sus dardos contra el incipiente marketing de las editoriales. Vean, sino “La novela y el público”, publicado en La Nación bajo seudónimo, donde fustiga contra el aburrimiento, contra los exagerados sistemas de promoción de las novelas contemporáneas, contra la decisión editorial de publicar extranjeros sobre los escritores de habla hispana.
Así, podemos pensar en tres clases de temáticas abordadas por el libro. Una puramente estética, una política y una que se aboca, especialmente, a las cuestiones prácticas de la vida literaria.
En la primera podemos advertir el armado de un canon personal, que no permanece inamovible sino que que va cambiando y sufriendo agregados y modificándose. Quiroga elige a algunos maestros, dioses tutelares que lo acompañarán a lo largo de su vida: Poe, Maupassant, Chejov, Kipling, pero también conoce y admira a Hemingway, del que toma cierta concepción vitalista de la literatura. En esa línea hay toda una tradición norteamericana del cuento puesta en funcionamiento: el rescate de Bret Harte, por ejemplo, funciona en ese sentido. Quiroga es, profundamente, modernista, y eso se nota en la elección de autores de habla hispana: Leopoldo Lugones (con quién tendrá desavenencias en el futuro) es uno de ellos; o el Benito Lynch de Los caranchos de La Florida.
Dentro de este grupo de artículos también podemos agregar a todos aquellos textos que constituyen una reflexión teórica sobre el cuento. El primero es de 1925, y fue publicado en El hogar. Se llama “Manual del perfecto cuentista”. En él trabaja con la negativa, con lo que “no debe hacerse”, con una poética de lo cursi y lo ridículo. Por ejemplo: enumera finales que deberían estar prohibidos, como “Nunca más volvieron a verse” o “¡Estaba muerta!”, mientras que en los comienzos (y eso es algo que detallará en su famoso decálogo) se toma las cosas un poco más en serio y propone que, en aras de la brevedad, contengan a la mayor parte del final.
Poco después, y aparentemente por el éxito de su primera nota, aparece la segunda: “Los trucs del perfecto cuentista”. La omisión de la “o” no es casual: constituye un gesto de ambivalencia, que pretende cuestionarse a sí mismo. No hay trucos, hay “trucs”, y así deben ser tomados en cuenta. La culminación de esa serie es su famoso decálogo: diez consejos claros y precisos sobre el arte de la escritura, en los que se destacan el uso de una determinada tradición, la búsqueda de un lenguaje claro y preciso, el énfasis en la economía narrativa.
Esa anhelada síntesis es uno de los dogmas fundamentales de su poética. Y constituye, asimismo, una adecuación a las normas impuestas por las revistas. En “La crisis del cuento nacional” Quiroga narra el surgimiento de la búsqueda de esa economía a partir de ciertas restricciones editoriales. Cita el caso específico de Luis Pardo, director de Caras y Caretas, que había dictaminado el límite de una página para los cuentos (con ilustraciones incluidas). Paradójicamente, fueron esas restricciones las que permitieron generar un tempo narrativo donde se cuenta solo lo necesario, donde se eliminan las disgresiones y el lector va como por un tubo al desenlace.
Pero es, quizás, en sus distracciones, en sus textos no programáticos, donde Quiroga se define mejor a sí mismo. En “Los heroísmos”, por ejemplo, explica de un modo contundente el nervio de un cuento: “Llega un momento en la vida en que las circunstancias colocan al hombre al borde de un precipicio que debe saltar, él que no ha saltado nunca; a la entrada de un túnel abrasado en llamas, él que no resiste los primeros calores; a las puertas de una ciudad devastada por la epidemia, él que evitó siempre el menor contagio”. Ahí está, condensada, toda su poética: el encuentro del hombre consigo mismo, el momento en el que sabemos de qué madera estamos hechos.
Lo mismo sucede en “La crisis del cuento nacional”, donde define al buen narrador en base al contador oral de historias. El narrador perfecto, dice, será aquel que posea de tres facultades: “sentir con intensidad, atraer la atención y comunicar con energía sus sentimientos”. Así quería ser leído, Quiroga, como alguien que traslada lo que oye al papel, como el poeta de la tribu, como el que cuenta alrededor del fuego.
La segunda clase de artículos es la que denominamos “política”. Quiroga interviene en debates que eran cruciales para su tiempo. Fijémonos en dos, que en realidad son uno: el debate por la definición de lo “nacional”, por un lado, y el de qué significa escribir desde Latinoamérica, qué obligaciones y derechos implica ese contexto, a qué tradición pertenece el escritor latinoamericano. Son las formas en las que América Latina comienza a pensarse a sí misma, a generar discursos que intentan responder a sus problemas específicos y a cortar, de una vez por todas, los lazos que la unen al pensamiento europeo, que había sido hasta el momento una pesada carga y herencia. En esta clase de artículos, Quiroga nos muestra una ambivalencia. La de, por un lado, estar perfectamente consciente del lugar desde donde se escribe; por otro, no suscribir al folclore o el regionalismo, sino tratar de superarlo.
Nadie como él fue capaz de delimitar una “zona” y explorarla hasta sus últimas consecuencias: la selva misionera (su exuberancia, su peligro) es un microcosmos que de alguna forma representa a un país o un continente. A despecho de lo “porteño” como sinécdoque de “Argentina”, busca en la naturaleza los últimos rasgos de una esencia que ya está dejando de existir. En sus cuentos la selva no es solo un decorado: es una matriz oscura donde “las circunstancias colocan al hombre al borde de un precipicio”. El paisaje es, en ese sentido, un personaje más, y muchas veces el protagonista, tan sudamericano y exótico como el Macondo de García Márquez.
Pero es en la forma de escribir ese paisaje donde se juega la identidad de un escritor “americano”. Paradójicamente, Quiroga toma como ejemplo a un escritor inglés, Hudson, que vivió muchos en la Argentina. En “Sobre El ombú de Hudson” define el ambiente no por la elección de palabras propias de una zona determinada (el “folclore”) sino más bien la forma en que ese paisaje influye en el carácter de los personajes. El hecho de que Hudson escribiera pensando en ingleses lo vuelve más eficiente a la hora de encontrar las palabras justas y no los adornos que se complacen en lo regional.
Es, en gran medida, la misma operación de Borges cuando dice que en el Corán no hay camellos. Su idea de lo “nacional” o lo “latinoamericano” no es, en ese sentido, restrictiva, sino más bien amplia. Escribir una zona, sí, pero con un lenguaje que cualquiera sea capaz de entender. Si somos un país marginal, sino tenemos una tradición propia, si acabamos de nacer, entonces es nuestra la rica tradición occidental completa, e incluso la oriental. Paradójicamente, ser colonizados nos hace libres. Es el ejemplo de cómo convertir una debilidad en fortaleza.
La tercera clase de notas incluidas en el libro trabajan sobre la problemática del mercado. Lo vemos en “La novela y el público”, en “El impudor literario nacional”, en “Revisión de valores”, entre otros.
En ellos es evidente su preocupación por las regalías, por los medios y cuánto paga cada uno, por los derechos de autor, por el vencimiento de esos derechos que se dejan librados (en esa época) diez años después de la muerte del escritor. Quiroga se había propuesto vivir exclusivamente de la literatura, cosa que no siempre le fue fácil. Esa constante preocupación por los aspectos prácticos de la vida literaria es, por momentos, sorprendente.
Al Quiroga agreste, barbudo y en cueros, viviendo en la selva misionera, se contrapone la de alguien muy consciente de los mecanismos de circulación y legitimación del arte. Por aquella época se estaba dando cada vez con más fuerza el proceso de profesionalización de los escritores en Latinoamérica (uno de estos artículos, precisamente, fecha el comienzo en 1893, cuando el editor de una revista le paga, por primera vez, cinco pesos a Rubén Darío por un soneto) y las cuestiones referidas al mercado literario ocupan un lugar bastante central en el libro: Quiroga examina las primeras estrategias de marketing editorial, compara los precios de venta de los cuentos y las novelas, calcula el total que lleva ganado escribiendo (“doce mil cuatrocientos pesos”) y se queja, como cualquier escritor de cualquier época, de que es insuficiente.
Quiroga quería convertirse en un escritor popular, y en gran medida lo logró, aun a costa del desprecio de los organismos de elite literaria. Es conocida la malicia con la que Borges lo definió: “La invención de sus cuentos es mala, la emoción nula y la ejecución de una incomparable torpeza”. Y sin embargo, sus libros sobreviven a base del efecto que sus narraciones nos causan a través del tiempo: la resonancia. Una vez leído un cuento suyo, es imposible olvidarlo (y si no es una prueba instantánea de clasicismo, entonces nada lo es). Su literatura, por más que esté situada mayormente en un espacio exótico como el de la selva misionera, atañe a temas y conflictos atávicos, que pueden ser comprendidos por cualquiera. Es un autor, además, para todas las edades, pero sobre todo es esa clase de escritor iniciático, parte de nuestras primeras lecturas que quedan grabadas a fuego.
Quiroga quería ser leído a partir de una cuidadosa imagen de escritor que construyó a lo largo de su vida. Es la que puede verse en las numerosas fotos que lo muestran viviendo en el interior de la selva, trabajando en un taller o hachando un árbol al lado de sus peones. Toda su poética está ahí: la de un escritor tardíamente romántico, que busca en la naturaleza la forma de volver a lo “esencial”, que desprecia la modernidad por lo que tiene de falso y de inhumano, que conoce como nadie el lugar donde transcurren sus historias, que busca lo exótico no como un fin en sí mismo sino como revelación o epifanía.
Si hemos sido (ya en esa época) deshumanizados por la tecnología, por la muchedumbre que puebla las ciudades, por el confort, el único lugar donde podemos encontrarnos es el que nos pone a prueba. Quiroga se pone a prueba a sí mismo (y a sus mujeres, y a sus hijos) viviendo en una zona adversa para la que no está preparado, en la que no nació.
Pero a esa imagen debemos agregar otras, que constituyen también parte de su mito. La del escritor marcado por la tragedia, por ejemplo. Su padre, muerto en un accidente de caza; un padrastro y una primera mujer suicidadas; el homicidio involuntario de su amigo Federico Ferrando. Su propio suicidio, tomando cianuro en un hospital cuando le habían diagnosticado cáncer. O la forma en que descubre la selva, junto a Lugones en una expedición a Misiones. Su fama de seductor, sus muchas y hermosas mujeres, la relación secreta con Alfonsina Storni. Su vida al margen de toda camarilla literaria, que combina el desprecio de la crítica con el éxito popular.
El de estas notas, artículos, crónicas, es el otro Quiroga. El periodista, el lector, el polemista. Sus intervenciones conforman una imagen distinta, y a la vez suplementaria, de un autor que un siglo después sigue hablándonos como contemporáneo, más allá de sus manierismos modernistas, porque supo convertir experiencias particulares en emblemas de la humanidad. Nuevas generaciones de lectores se acercan a él y lo ponen a prueba. Y una y otra vez, Quiroga gana. Quizás porque no se propuso ganar.