El número del hijo
Un cuento de Edgardo Cozarinsky
Jueves 23 de mayo de 2019
"Se dirigían, pensó, hacia placeres que él no sabía nombrar, que el cine le había permitido entrever, placeres que este Buenos Aires, tan distinto de aquel donde había sido joven, consentía con la blanda tolerancia de una cortesana madura". Uno de los cuentos que Alfaguara acaba de lanzar compilando los del escritor argentino.
Por Edgardo Cozarinsky.
Se alejaba sin rumbo por calles arboladas, silenciosas: Humahuaca, Mario Bravo, Guardia Vieja. Procuraba serenar su respiración inquieta, difícil, gozar de la brisa cálida: la noche de primavera le parecía tan rica en susurros de follajes como en perfumes que no sabía nombrar.
Es curioso, pensaba, cómo ese barrio, imprecisa franja entre el Abasto y Villa Crespo, se había poblado en pocos años de escenarios “alternativos” (en su juventud se habrían llamado “teatros independientes”), espacios improvisados pero no necesariamente precarios donde parecían multiplicarse los espectáculos que, a falta de una palabra más precisa, él llamaba off. También: cómo se habían ido borrando los signos más evidentes de la población judía, en otros tiempos numerosa, del barrio: no veía ninguna schule, ninguna carnicería kosher, recuerdos vergonzantes de una infancia que había decidido cancelar hacía incontables años...
Bruno Verdi-Ceschi se alejaba de uno de esos teatros, del llamado El Arca de Fantasmas, donde había asistido a un espectáculo que no sabía definir, aunque la idea misma de una definición le parecía improcedente para esa especie ¿de revista? donde a un número musical seguía uno de magia y a éste un monólogo de tipo confesional, todo mezclado con mímica, danza y lo que a falta de una palabra precisa llamaría psicodrama colectivo. Era el número de magia lo que lo había llevado a esa sala diminuta, en un primer piso mal ventilado, donde un público cómplice había festejado chistes cuya gracia él no entendía (¿pero eran realmente chistes?) o había guardado un silencio respetuoso, acaso fascinado, ante crispaciones y arrebatos que a él le costaba observar sin reír.
El mago que había visto actuar era un joven de mirada intensa, atractivo a pesar de la nariz demasiado pequeña, más bien tímida para un rostro que no carecía de fuerza. Después de hacer algunos pases tradicionales, con naipes y pañuelos de colores y un conejo distraído que asomaba de una galera pero no parecía dispuesto a salir de ella, meros prolegómenos o aperitivos, abordó lo que era el centro de atracción: un número por cierto inesperado y asombroso. Tras una serie de movimientos. tan elegantes como sin sentido evidente, de una varita que acaso no merecería ser llamada mágica, el artista se había rozado con ella la nariz, con una sonrisa cada vez más amplia y gozosa, hasta posarla francamente sobre ella y pronunciar palabras que no parecían corresponder a una fórmula incantatoria. En ese momento, sin que un cambio de luz o un giro de cabeza permitieran sospechar un truco, una nariz descomunal, ganchuda y amarillenta, apareció en medio de su cara mientras una música triunfalista (¿Elgar? ¿Pompa y circunstancia?) surgía, impetuosa, para rubricar el prodigio. El mago se inclinó ante el público asombrado, entusiasta, y sin esperar que menguaran los aplausos salió del escenario con la sonrisa ya transformada en risa.
El vagabundeo de Bruno Verdi-Ceschi lo alejaba cada vez más de los lugares que frecuentaba habitualmente. Leía en las placas nombres de calles que no le eran familiares: Acuña de Figueroa, Rauch, Rocamora... Había abandonado el teatro durante el número siguiente: una criatura de sexo indiscernible que entonaba “Pompas de jabón”, tango cuyas efusiones misóginas (“Hoy triunfás porque sos apenas / embrión de carne cansada”) adquirían gracia particular en una voz alternativamente atiplada y aguardentosa, emitida por una silueta de mechones platinados que rozaban los hombros de un smoking tornasolado.
No había motivado esa salida temprana indignación ni ofensa, apenas cierta difusa resignación. Respiraba con fruición como para llenar sus pulmones con la brisa tibia de la noche de primavera, bienvenida después del aire acondicionado, seco, metálico de El Arca de los Fantasmas. Dudó un instante antes de tirar el programa del espectáculo al que había asistido. Acaso para perfeccionar una humillación secreta, volvió a leer en él el nombre del mago cuya actuación había sido tan aplaudida: Damián Berdichevsky.
Como tantos apellidos judíos askenazis el patronímico mencionaba el lugar, geográficamente lejano pero a menudo cronológicamente próximo, del origen familiar: en este caso Berdishev, como Podolia estaba en Podolsky y Chernovitz en todas las variaciones de Cherniavsky que pueblan la guía telefónica de Buenos Aires. Bruno recordó que años atrás, un crítico de música había evocado en su presencia, sin que la mención viniera al caso, pero no podía estar seguro de si la secreta intención era molestarlo (aunque existía la posibilidad, siempre dudosa, de una casualidad), a Dora Berdichevsky, soprano que en los años cuarenta y cincuenta había cultivado en la Argentina un repertorio de cámara exigente: no sólo la chanson française sino también Schönberg y Dallapiccola. “Era discípula de Jane Bathory... como Loulou Bordelois y Jacqueline Ibels... Una auténtica criatura del Buenos Aires cosmopolita de otros tiempos”.
Bruno había creído detectar en la mirada en apariencia emocionada del crítico un destello irónico dirigido a él, como si ese periodista, al que él despreciaba por homosexual, pudiera saber que en algún momento la ortografía impecablemente italiana del apellido compuesto Verdi-Ceschi había encubierto la que figuraba en la partida de nacimiento: Berdichevsky.
Pero no era hombre de dejarse deslizar hacia la paranoia. Su vida adulta se había organizado alrededor del control de sus reacciones, de sus emociones, aun de sus deseos. Dos años atrás, no sin esfuerzo, se había prohibido reconocer una alusión en el libro que un colega había olvidado —¿acaso demasiado visiblemente?— en el estudio: Bajo los ojos de Occidente. El autor de esa novela, escritor polaco que había adoptado el idioma inglés, según informaba la solapa, había nacido en Berdichev. Tras un primer momento de ira mal reprimida decidió que no había allí una indirecta. Él no iba a permitir que su seguridad, adquirida tan costosamente, se alterase por una insignificante coincidencia.
De pronto, al cruzar la avenida Córdoba, se dijo que estaba abandonando Villa Crespo para entrar en Palermo, ese Palermo antes humilde y desangelado a pesar de los esfuerzos mitologizantes de Borges, hoy invadido por restaurantes de cocina “de autor”, boutiques de moda y decoración, bares cuyas mesas ocupan las veredas y parecen llenos de jóvenes sin memoria de tiempos menos despreocupados que el presente. En este barrio, lo sabía, vivía el mago cuyo número había ido a ver, de cuyo mensaje secreto era el único destinatario.
Vivía con otro muchacho, acaso felices en una casa vieja que no tenían dinero para renovar. Acaso se parecieran a tantos jóvenes como los que Bruno Verdi-Ceschi observaba, sentados ante una mesa de café al aire libre: sonrientes ante sus cervezas, escrupulosamente despeinados, bajo remeras adheridas lucían torsos musculosos que delataban la frecuentación del gimnasio; algunos exhibían incrustaciones metálicas en los labios o la nariz, la mayoría llamaban la atención con algún tatuaje hacia bíceps o cogote. Ninguno de ellos hubiera sido aceptado por padres como los que él había tenido. Los observaba circular por otro escenario, sin límites precisos pero no menos teatral, le parecía, que el visitado minutos antes.
Sus pasos avanzaban sin detenerse, como obedeciendo al impulso de postergar la vuelta a casa. En la esquina de Malabia y Costa Rica descubrió una plaza, jardín plantado en el emplazamiento de un gasómetro desaparecido en tiempos de su infancia. Estaba cansado y se sentó tímidamente en un banco: el temor a un asalto se le disipaba por la presencia de vecinos que paseaban perros y parejas confiadas a la voluble penumbra de los bancos; las veredas de enfrente estaban cubiertas de mesas de café. Lejos de su banco, en una ladera central creyó distinguir a un hombre calvo, ya no joven, echado sobre el pasto junto a una joven china; le pareció que aspiraban en silencio el contenido de un diminuto papel plegado. Nadie parecía inmutarse ante esa actividad apenas disimulada. En huellas ocasionales de tiempos cambiados, como ésta, Bruno Berdichevsky medía la distancia que separaba a los habitantes del presente de los miedos ubicuos que habían marcado su juventud.
Al pasar por un café-teatro leyó el anuncio de los conciertos programados: entre una velada de reggae y otra de tango-fusión, actuaría un conjunto de música klezmer... En aquella juventud, tan distinta del presente que exploraba esta noche, esa palabra no se pronunciaba: freilach y scher se bailaban en casamientos ruidosos, con mujeres demasiado enjoyadas sobre vestidos demasiado llamativos y hombres de vientre petulante, imágenes que lo habían avergonzado en su adolescencia, con las que había decidido poner distancia. Pero borrar las huellas de un origen que sentía oprobioso no había sido su único esfuerzo. También había procurado exorcizar un incómodo interés por las personas de su mismo sexo, refugiándose muy temprano en el casamiento con una heredera tucumana, inevitablemente fea, católica y de familia tradicional. Había logrado, sin alegría ni placer, hacerle un hijo. Años más tarde iba a enterarse de que sus cuñadas, al repartir la herencia familiar, le habían comprado a su mujer la parte que le correspondía de una casa de campo “para evitar que en la piscina se bañe un judío”.
El episodio fue el primero en advertirle la inutilidad de las estrategias que había cultivado. Luego iba a ver crecer el tamaño, y agravarse la forma, de la nariz de su hijo; en ella reconocía la impetuosa herencia semita del abuelo de la criatura. El golpe de gracia no tardó en llegar. Cuando su hijo iba por los catorce años, el padre ya no pudo seguir engañándose sobre la orientación sexual de su criatura. Para ese momento, sin pedirle consentimiento, ya le había hecho operar la nariz delatora; de ese modo (se decía con el convencimiento ciego de quienes acatan una obsesión privada) lo protegía de burlas y futuras humillaciones.
La brisa nocturna se había animado y las copas de los árboles se mecían sin reposo. La noche de primavera parecía rejuvenecida por el aire fresco, sin por ello olvidar la promesa de un verano próximo. El hombre mayor y la joven china, en un primer momento objeto de su rechazo, luego de curiosidad, ahora de cierta secreta envidia, pasaron a su lado, abrazados, riendo bajito con esa hilaridad queda, sin exultación, propia del estímulo químico. Los miró alejarse: se dijo que el hombre ya debía haber pasado los sesenta mientras ella tal vez no hubiese llegado a los treinta... Hubiesen podido ser padre e hija... Se dirigían, pensó, hacia placeres que él no sabía nombrar, que el cine le había permitido entrever, placeres que este Buenos Aires, tan distinto de aquel donde había sido joven, consentía con la blanda tolerancia de una cortesana madura.
En este mundo cambiado, su propio hijo, ingrato, no sólo había abandonado los estudios de Historia del Arte que él le había elegido como los más apropiados, dentro de lo decoroso, para su temperamento... Iba, en cambio, a inscribirse en una escuela de magia y más tarde a presentarse en público con el apellido original, sin la ortografía medrosa elegida por el padre. Su creación personal, al final del curso, y que ahora se había convertido en el momento esperado y más celebrado de sus presentaciones públicas, era un número de prestidigitación o ilusionismo donde hacía aparecer sobre su nariz, que la cirugía había vuelto pequeña, regular, un enorme apéndice como los dibujados por las caricaturas antisemitas de tiempos del Tercer Reich. Lo anunciaba, a modo de fórmula incantatoria, con una frase pronunciada con gozosa lentitud: “Come back, Shylock!”.
Sentado al borde del césped (sonrió al ocurrírsele que si sus colegas del juzgado pasaran por allí no podrían sino asombrarse), a orillas de esa plaza demasiado diseñada, lo asaltó el pensamiento de que podría refugiarse en la tibieza de la brisa toda la noche, pasarla bajo las estrellas. No tenía ganas de volver a su casa, de encontrarse con la sonrisa comprensiva de su mujer (“¿Para qué fuiste? Sabías que no podía sino herirte”), de escuchar en el contestador mensajes que no iluminarían con algún relámpago imprevisto lo que le quedaba de vida, ningún alivio a la mansa rutina de envejecer.
Sentía en cambio que a su alrededor ese cuadrado de vegetación, obediente al trazado de algún urbanista sin grandes pretensiones, estaba vivo, palpitaba con la presencia de tantos jóvenes ajenos a su vida, inabordables, parejas seguramente refugiadas a la sombra de toboganes y hamacas ya abandonados por los niños de las horas de luz, despreocupados de todo ocasional espectador de su placer, exaltados por la música de walkmen para él inaudibles, que sólo podía ver de lejos.
Repitió a media voz su nombre elegido, Bruno Verdi-Ceschi, Verdi-Ceschi... Esa ortografía cosmética no le impidió oír Berdichevsky.