El espía
Jueves 30 de agosto de 2012
Luis Chitarroni presenta "El espía", de César Aira, un cuento incluido en La trompeta de mimbre (Ed. Beatriz Viterbo).
Selección y presentación por Luis Chitarroni.
Foto: Daniel Mordzinski.
El remordimiento y la angustia que me produce este cuento de Aira era lo único que persistía hasta que lo releí gracias a Florencia Parodi, porque mis ejemplares de La trompeta de mimbre los fui regalando, como se desprende uno de las cosas que ama para divulgarlas, sin hacernos los altruistas ni los generosos. Y la inmediatez y la vergüenza. Por algún secreto oscuro y genial, la veracidad narrativa entra en escena subrepticiamente y se ocupa de nosotros, como si cada línea que invadiera los ojos se convirtiera en un renglón propio –de uno–, como si la acción del relato fuera la vida misma. De más está decir que el recurso de lo autobiográfico nunca redunda en Aira. Y que la secuencia proporcional de realidad convertida en pasado urge como el reclamo de antídoto que acaso no nos merezcamos, con Menem, su ministro de economía y todos los componentes de intriga palaciega como si fueran hilachas silábicas de la década del noventa en una novela lejana, de capa y espada. O en una puesta escena que reemplazara los tópicos del género con detalles equivocados, nimios, que enfatizaran la ingravidez siniestra de los reales.
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"El espía"
Un cuento de César Aira.
Si yo fuera un personaje de una obra teatral, la falta de verdadera privacidad me provocaría un sentimiento de desconfianza, de inquietud, de sospecha. De algún modo, no sé cómo, sentiría la presencia del público, silenciosa y atenta. Estaría consciente todo el tiempo de que mis palabras son oídas por otros, y si bien eso le puede convenir a alguna parte de mi conversación (hay cosas inteligentes que uno dice para lucirse ante la mayor cantidad posible, y de hecho hay veces en que uno lamenta que no haya un público para apreciarlas), estoy seguro de que habría otras partes que necesitarían ser pronunciadas en una intimidad auténtica, no ficticia. Y serían las partes más importantes para entender la trama: en ellas se basaría todo el interés y el valor de la pieza. Pero su importancia no estimularía mi locuacidad; todo lo contrario: me tomaría al pie de la letra la exigencia de secreto, como he hecho siempre. Directamente, preferiría no hablar. Diría: "vamos a otro cuarto, tengo que decirte algo importante que nadie debe oír". Pero ahí caería el telón, y en la escena siguiente entraríamos al otro cuarto, que sería el mismo escenario con diferente decorado. Yo echaría una mirada a mi alrededor, olería lo inefable... Yo sé que en la ficción no hay platea, y en mi carácter de personaje lo sabría más todavía, porque mi existencia misma estaría fundada en ese conocimiento, pero aun así... "No, no puedo hablar aquí tampoco...". Claro que entonces, convencido al fin de que el escenario va a seguirme hasta el fin del mundo, podría salir del paso diciendo cosas anodinas, no comprometedoras, sacrificando el interés de la pieza. Pero eso es justamente lo que no podría sacrificar jamás, porque de ello dependería mi existencia en tanto personaje. De modo que llegaría el momento en que no habría más remedio que hablar. ¡Pero aun entonces me resistiría, presa de un horror más fuerte que yo! Mi boca estaría sellada, las claves de la circunstancia (al menos las claves de las que yo dispusiera) no podrían salir a la luz, de ninguna manera, ¡jamás! Y vería, con la impotencia de una pesadilla, desvanecerse una franja, grande o chica, quizás importante, inclusive fundamental, del valor estético de la pieza. Por culpa mía. Los demás personajes, desorientados y como mutilados, empezarían a moverse y a actuar como fantoches, sin vida, sin destino, como en esos dramas fallidos en los que no pasa nada...
Entonces, y sólo entonces, me aferraría a una última esperanza: que los espectadores adivinen de qué se trata, a pesar de mi negativa a decirlo. Esperanza desmesurada, porque yo estaría ocultando hechos, ya no meros comentarios u opiniones. Si lo que yo tenía que revelar, revelarle a alguien, con el máximo de discreción y por motivos muy específicos, es que soy un agente secreto de una potencia extranjera, y en todos mis parlamentos anteriores y posteriores ese dato se mantiene, como es lógico, muy oculto (el autor, si es bueno, se ha ocupado de eso), ¿cómo van a saberlo los espectadores? Es ridículo esperar que lo deduzcan justamente a partir de mi silencio, de mis escrúpulos de privacidad, sobre todo porque podría ser cualquier otra cosa: yo podría ser, en lugar de un espía, un hijo natural del dueño de casa, o un fugitivo que ha adoptado la personalidad de alguien a quien asesinó...
Pero esa esperanza puesta en la inteligencia sobrehumana del espectador, loca y todo como es, ¿no es el reverso de un temor, también bastante absurdo pero que la realidad ha justificado muchas veces: el temor de que lo adivinen a pesar de todo? Si me niego a hablar, si pongo tal prudencia, al punto de obedecer a una desconfianza de matices sobrenaturales (como lo es sospechar que en realidad falte una de las cuatro paredes y que haya gente sentada en butacas escuchando lo que digo) es justamente porque tengo secretos que guardar, secretos graves.
Al abrigar la esperanza de que adivinen mi secreto, ¿no estoy comportándome exactamente al revés de lo que debería hacerlo? ¿Cómo podría ocurrírseme siquiera llamar a eso "esperanza", en la vida real? Es el arte, en el que me he embarcado al hacerme personaje, el que me obliga a esta extravagante aberración. En el arte hay una condición que se antepone a cualquier otra: hacerlo bien. De ahí que tenga que ser un buen actor, en un buen drama: si no lo hago bien no habrá efecto, la representación caerá en la nada. "Hacerlo bien" y "hacerlo" van juntos en el arte, fundidos, como en ninguna otra parte. De modo que si mi suspicacia de hipersensitivo me obliga a disociarlos, no me queda otro recurso que la esperanza: una esperanza fatal, equivalente a la muerte. Porque mis secretos son de tal gravedad que yo no sobreviviría a su revelación. Esto último lo descubro ahora, en el trance en el que me encuentro, y casi podría decir que entré en el juego fatal del arte para descubrirlo.
He vivido hasta ahora sobre la seguridad de que mis secretos están bien guardados: están en el pasado, y el pasado es inviolable. Yo soy el único que tiene la llave de ese cofre. Al menos es lo que creo: que el pasado se ha clausurado definitivamente, que sus secretos, que son los míos, no se revelarán jamás a nadie, salvo que yo me ponga a contarlos, y no tengo ninguna intención de hacerlo. Pero a veces pienso que este cofre no es tan inviolable. De algún modo el tiempo podría girar sobre sí mismo, de algún modo que mi imaginación no acierta a prever –aunque, o porque, es justamente mi imaginación la que me lleva a estas suspicacias exorbitantes–, y entonces lo oculto se haría visible. Pero tantas veces como lo pienso, pienso también que es de veras seguro, inviolable, definitivo, que no hay motivo de preocupación por ese lado, y que si lo que quiero es preocuparme puedo hacerlo por otros motivos. Por tantos que si me pongo a enumerarlos no terminaría más, porque siempre aparecería uno nuevo. Pero todos coinciden en el centro, que es el sitio, en el centro del escenario iluminado, donde me agito en mi parálisis, donde tiemblo y me cubro de un sudor helado...
Fundido a mí hay un actor. No puedo separarlo de mí, salvo por la negativa: no sé lo que quiere, no sé lo que puede. No sé tampoco lo que piensa... Es una estatua de miedo, un autómata de la aprensión, que coincide conmigo en cada fibra. El autor lo ha tematizado en la pieza, de lo que resulta el doppelgänger. La idea ha sido explotada hasta el hartazgo: el actor que representa dos personajes que resultan ser gemelos o sosías. Con las limitaciones que tiene el teatro, los dos personajes, para ser el mismo actor, deben evolucionar en espacios heterogéneos. Siempre hay una puerta de por medio, una entrada o una salida, un equívoco o un cambio de decorado. La mecánica de la puesta en escena disloca los espacios, pero en la medida en que crea la ficción establece un continuo entre ellos, en el que se encabalga el horror del cara a cara con el doble. Se puede ir un poco más lejos, ya en dirección al grand guignol, y efectuar el encuentro mediante maquillaje, vestuario, luces, y contando con la distancia a la que se encuentran los espectadores. (Una restricción de importancia: esto se aplica al teatro moderno, porque el antiguo operaba al revés, al usar máscaras.) El cine en cambio, gracias al montaje, puede hacerlo perfectamente. La televisión, aunque también dispone del montaje, se excede porque en ella intervienen el elemento “tiempo”, y la mirada del espectador queda demasiado cerca y es como si viera los pensamientos. En el teatro, cuando no se quiere recurrir a trucos dudosos (o no se dispone de dos actores gemelos en la realidad), es preciso tematizar la tematización del doble, de modo que los dos personajes idénticos se revelen como uno solo al final.
Todo lo anterior me parece bastante confuso, y debo decirlo de otro modo (no ejemplificarlo, sino, otra vez, tematizarlo), si quiero hacerme entender. Tarde o temprano llega un punto en que es de vital importancia ser entendido correctamente. Lo oculto no puede persistir sin esa transparencia, sobre la que se hace visible. Lo oculto, son los secretos. Yo tengo secretos, como los tiene todo el mundo; no sé si los míos son más graves que otros, pero tomo toda clase de precauciones para que no salgan a luz. Es natural que a uno mismo sus asuntos le parezcan importantes: el yo es un amplificador natural. Tratándose de un personaje tomado en medio de la representación de la pieza dramática a la que pertenece, en el centro mismo de la intriga, la amplificación llega a cimas que aturden. El vértigo de la acción impide el menor distanciamiento.
Ahora bien, si mi secreto más protegido es lo que hice en el pasado, quizás el secreto se estaría revelando solo, en los hechos, ya que según la sana lógica el resultado de lo que pasó debería ser el estado de cosas actual. Pero quien pretenda desenmascararme con el clásico “por los frutos los conoceréis” quedará burlado porque lo que quiero ocultar es precisamente que en mi caso el proceso se dio al revés: los frutos quedaron en el pasado, y nadie podría deducirlos contemplando la flor abierta en el presente. Esta curiosa aberración puede deberse a la naturaleza de mi acción original, que consistió en una separación, en un “tomar distancia” respecto de mi propia persona. Creí estar enfermo de gravedad (no voy a entrar en detalles) y cometí la infamia de abandonar a mi esposa y mis hijos pequeños… Pasaron los años, cambié de personalidad, viví. Realicé el sueño de vivir. De joven yo no sabía nada de la vida, y después tampoco; nunca lo supe. Lo más que llegué a saber fue que la vida existía, y el amor, y la aventura: que había algo más allá de los libros. Y como siempre fui optimista, y siempre tuve fe en mi inteligencia, llegué a la alarmante conclusión de que yo también podía llegar a saber qué era la vida, y cómo vivirla.
No busco excusas, pero al menos puedo explicarme. Mi problema fue haber sido demasiado ambicioso. Lo quería todo, es decir las dos cosas: la inteligencia y la vida. Todos los demás se lanzaban a vivir sin más, cuando se daba la oportunidad. Brutales, equivocados, criminales… pero por la mera iniciativa de vivir provocaban la transmutación de sus vicios y terminaban siendo felices, mientras que yo quería agotar la inteligencia, y llegar a la felicidad por el otro lado. En fin… No culpo a nadie.
De modo que, antes de que fuera tarde, en la desesperación, rompí con mi pasado. Cuando sube el telón, yo soy el doble del que fui, soy mi propio sosías, mi otro idéntico. Han pasado veinte años, y sigo en el mismo punto (a mí no puedo engañarme), aun siendo otro, mi propio otro. He aprendido computación, y el mismo brillo intelectual que antes puse en la literatura lo empleé en la política, en la traición, y ahora resulta que soy un agente doble, infiltrado tanto en el Alto Mando de las fuerzas de ocupación de la Argentina como en la Coordinación secreta de la Resistencia. La acción tiene lugar en los salones palaciegos de la Quinta de Olivos, cerca de la medianoche, durante una recepción en honor de los embajadores de Atlantis. Estoy de smoking, elegantísimo, frío, competente, hipócrita como siempre. Lo más asombroso es que no he envejecido, los espejos me devuelven la imagen del que era a los treinta años, pero yo sé que la vejez está a un paso, atrás de una puerta. Siempre pensé que mi aire juvenil (que ya a los treinta años llamaba la atención) es un síntoma de mi falta de vida. No es más que una suspensión de condena, ¿hasta cuándo? El proceso biológico cumple su curso implacable, pero si después de un cambio de nombre, de personalidad, de ocupación, la suspensión persiste, no sé realmente qué debería hacer.
Soy un galán, la suprema flor humana abierta en el presente, en el teatro del mundo. “Por mis frutos” no deberían poder conocerme, porque los he dejado en otra vida. Pero he aquí que los frutos vuelven, del modo más inesperado. Vuelven esta noche, en este momento, tan puntuales que ya eso parece bastante increíble; pero es la ley del teatro del mundo. Si un hombre vive feliz y tranquilo con su familia durante décadas, y un día se introduce en la casa de un psicópata que los toma de rehenes, los viola, los mata, ¿en qué día se ambientará la película que cuente la historia? ¿En el día anterior?
La recepción tiene una invitada extra, para mí la más sorpresiva: Liliana, mi esposa (o debería decir: mi ex esposa, la esposa del que fui). Por supuesto que ignora que estoy aquí, que soy una eminencia gris del Alto Mando; a mí todos me dan por muerto, por desaparecido: por mi parte, en estos veinte años no he sabido nada de ella, tan radical ha sido mi ruptura con el pasado; podría haber estado muerta y enterrada; pero no: está viva, y está aquí… La he visto casualmente, de lejos, en el salón dorado; ella no me vio a mí. Mandé a un secretario a averiguar, y mientras tanto pasé a otros salones de este palacio laberíntico; no me faltaron excusas para hacerlo porque durante el “tiempo real” de la recepción se suceden las reuniones a puertas cerradas. La situación es incendiaria, se prevén cambios inminentes, reina un considerable nerviosismo.
Liliana se ha introducido para hacerse oír por los embajadores de Atlantis; no tendrá otra oportunidad porque ellos apenas si estarán unas horas en el país, han venido para la firma de un crédito puente y se marcharán a la medianoche: de la fiesta irán directo al aeropuerto en las limusinas cuyos motores ya están encendidos. La intención de Liliana es pedir por la aparición con vida de su hijo, que ha sido detenido (yo sólo ahora me entero). Su hijo es mío también. Tomasito, mi primogénito, al que dejé de ver cuando era una criatura, cuando me fui de casa, y del que me había olvidado. Un simple cálculo me indica que ya tendrá veintidós años. Mmm… Así que se hizo opositor, entró en la Resistencia, y lo agarraron. Si se metió en política, y en esos términos, seguro que fue por influencia de su madre; ahora recuerdo el odio que Liliana le tenía a Menem, a Neustadt, a Cavallo, a Zulemita… Me explico también cómo ha podido entrar ella a la Quinta esta noche: el Comando de la Resistencia, al que pertenezco, le ha debido dar la invitación: yo mismo les hice llegar un par de tarjetas, como hago siempre con los actos oficiales, por si quieren infiltrarse para poner una bomba o secuestrar a alguien. Pero conociéndola, sé que no ha podido venir sola; está tan incapacitada para la acción que ni siquiera en el trance de luchar por la vida de su hijo habría podido prescindir de ayuda. En efecto, averiguo que la acompaña un abogado de Amnesty, que además (esto sólo yo lo sé) es miembro prominente del Comité Supremo de la Resistencia.
Pero hay algo más, algo que desafía toda imaginación, y de lo que me entero escuchando algunas conversaciones oculto detrás de puertas o cortinados: Liliana se ha vuelto loca. Lo lógico sería que su razón no hubiera resistido a la angustia de tener un hijo desaparecido, y de tener que enfrentar la situación sola… Pero sospecho que la realidad es menos lógica: que está loca desde hace mucho, que perdió la razón, de golpe o poco a poco e imperceptiblemente, desde que yo la dejé. Me hace pensar esto la manifestación más palpable de su demencia, que puedo captar desde mi escondite: está diciendo que la han acompañado en esta gestión su abogado… ¡y su marido! ¿Acaso se habrá vuelto a casar? No, porque me menciona con nombre y apellido: César Aira, el famoso escritor (exagera). Dice que me demoré en el salón hablando con alguien, que ahora voy a venir… Está loca, alucina, pobrecita. Al instante tomo una decisión temeraria: hacer real su ilusión, reasumir mi vieja personalidad y presentarme a su lado ante los embajadores… Esto no es sólo un gesto piadoso sino que tiene un fin muy práctico: yo sé lo que hay que decir, exactamente, para mover a los embajadores de Atlantis a actuar, a presionar sobre las fuerzas de ocupación para que aparezca Tomasito; sin mí la gestión no tiene ninguna esperanza. Y bien puedo hacerlo, porque aunque haya abandonado y renegado de mi familia, sigue siendo mi hijo, mi sangre…
Tengo una habitación en la Quinta de Olivos, que uso cuando debo pernoctar aquí en los períodos de crisis, que abundan, cuando se necesitan mis servicios en horario continuo. Corro a ella y me cambio, elijo ropa de sport, lo más parecido a lo que recuerdo como mi estilo en mi vida anterior: me despeino, me pongo anteojos, ¡ya está! Aparezco en escena: Buenas noches, perdonen la demora, soy César Aira, el padre del desaparecido. La loca me acepta con naturalidad, para eso está loca, veinte años de ausencia no significan nada para su mente perturbada. Pero no tanto: en un aparte me reta porque no me cambié el pullóver… tenés otros, ése está todo manchado… van a pensar que soy una mugrienta… podrías haberte puesto los otros pantalones, están planchados… ¡No cambia más! Todo mi matrimonio vuelve en oleadas, el matrimonio es una suma de pequeños detalles, uno cualquiera representa a todos los demás.
Las cosas no son tan fáciles. En medio de la exposición debo escabullirme con un pretexto, ponerme el smoking, peinarme, atender a los jerarcas ocupantes que me necesitan para discutir cuestiones de la mayor urgencia: esta misma noche se prevé un estallido de las tensiones internas del Alto Mando, en los hechos es un autogolpe (me ofrecen la Presidencia del Banco Central), habrá fusilamientos y degollinas entre ellos, que se le ocultarán a la opinión pública.
En un cuarto intermedio (todo está sucediendo muy rápido) vuelvo a ser “el escritor” César Aira, al lado de Liliana… Y después otra vez vuelvo al smoking… Todo es entradas y salidas muy de vaudeville, complicadas más aún por una misión que me impongo: transmitirle al abogado de Amnesty la noticia del autogolpe, junto con las instrucciones de un plan que se me ha ocurrido para que la Resistencia aproveche esta convulsión intestina y levante al pueblo en el momento justo en que las fuerzas de ocupación estarán virtualmente acéfalas. Tiene que ser esta misma noche… El golpe palaciego se hace confiando en la rapidez y el sigilo; calculan tenerlo hecho en unas pocas horas, antes del amanecer (han aprovechado la muy publicitada visita de los embajadores de Atlantis como fachada, y esta recepción para reunir sin despertar sospechas a todos los complotados y sus víctimas), jamás se les ocurriría que la Resistencia pueda enterarse sobre la marcha, y actuar como el relámpago… ¡Y lo hará! Al menos, lo hará si yo puedo decírselo al supuesto abogado, que yo sé que es miembro del Comité de Dirección de los resistentes… En los trámites anteriores me las he arreglado para tenerlo ocupado de modo que no pudiera sorprenderse de la aparición inopinada de “César Aira”. Ahora, en un otra faceta, de smoking y engominado, lo llevo aparte… Tiene que ser “muy” aparte. Sé bien, sé mejor que nadie, que “las paredes oyen”, sobre todo aquí, pero también sé que hay muchos saloncitos y oficinas a los que puedo conducirlo para hacer la revelación… Yo mismo dirigí la colocación de micrófonos, sé dónde están y cómo entrar en los “conos de silencio”… Y sin embargo me asalta la sospecha, completamente irracional para mi nueva personalidad de tecnócrata, de que nos oyen… Siento como si de pronto faltara la cuarta pared, y hubiera gente sentada en la oscuridad, muy atenta a todo lo que yo pueda decir. Es la típica clase de fantasía que se le habría ocurrido al escritor que fui, y que ahora vuelve. Me resisto a aceptarlo pero no me atrevo a descartarlo del todo; hay demasiado en juego. Así que le digo al abogado: “No, espere un momento, aquí no puedo hablar, venga a la oficina de al lado…” Pero cuando estamos allí, es lo mismo, y si volvemos a trasladarnos la sospecha lo hace con nosotros. El gasto en decorados inútiles es descomunal; sólo podría justificarlo una afluencia récord de público, pero ahí se crea un círculo vicioso, porque cuantos más espectadores hay más crece mi sospecha de ser espiado y más tengo que desplazarme en busca de una privacidad que sigue huyendo… Y además los minutos pasan, sin que la acción avance… Es la catástrofe, el hundimiento de la obra. No sé cómo remediarlo; en el fondo sé que a esta altura no tiene remedio. Mi error fue olvidar, en el entusiasmo de la acción, que esto era una representación teatral… Mejor dicho, no “olvidar” sino “ignorar”, porque no puedo saberlo ni haberlo sabido nunca ya que para mí, en tanto personaje, todo esto es realidad. Debo aclarar que esta escena abortada por mis infinitos aplazamientos-desplazamientos era fundamental, porque hasta ahora los espectadores (ya no sé si hipotéticos o reales) no tenían modo de saber por qué un mismo actor estaba representando a dos personajes tan distintos, y la conversación con el abogado estaba pensada como una gran revelación, y como la explicación general de la intriga.
Todo se derrumba… No se pierde gran cosa, porque la obra es ridícula, rocambolesca, basada en recursos fáciles. Quizás el planteo mismo no valía la pena, y el desarrollo fue defectuoso. Mientras fui escritor, creí ser de los buenos, pero nada lo confirmó en la realidad, ni el éxito ni mi satisfacción personal. Esos admiradores sueltos que siempre me estaban apareciendo no confirmaban nada. Pensé que la muerte sería una solución, un corte del nudo gordiano, pero desde mi desaparición, hace ya veinte años, las cosas han seguido igual que antes: unos pocos lectores siempre en las Universidades, escribiendo tesis sobre mí, y nada más. Ellos parecen interesados, y hasta entusiasmados, pero no son un público. El público me habría hecho rico, y no habría necesitado extraviarme en fantasías. Tal como se han dado las cosas, persiste la duda, se mantiene el suspenso, y ya no habrá un desenlace. Entre mi vida y mi muerte de escritor se establece la misma sospecha que me paraliza y me impide hablar en la alternancia de espacios reales y virtuales del teatro.