El producto fue agregado correctamente
Blog > Prólogos > El condotiero
Prólogos

El condotiero

"El Condotiero es el relato de una liberación. Es también el relato de una venganza, como en La vida instrucciones de uso." Con este texto, el académico francés Claude Burgelin, amigo personal de Perec, presenta la reedición de El condotiero (Anagrama), libro de Perec que se publicó postumamente.

Por Claude Burgelin.

perec

«En cuanto al Condotiero, mierda a quien lo lea.»

Lector, así te acogen... Este breve estallido de agresividad refleja a su manera el despecho de Georges Perec, muy decepcionado en ese mes de diciembre de 1960 porque su manuscrito había sido rechazado.

 

Pero se guarda muy mucho de insultar al porvenir: «Lo dejo donde está, por lo menos por ahora. Lo retomaré dentro de diez años, momento en que engendrará una obra maestra, o bien esperaré en mi tumba a que un exegeta fiel lo encuentre en un viejo baúl que te haya pertenecido y lo publique.»

Una vez más, Perec acertó de lleno. El Condotiero es una obra de juventud, aguda y sorprendente, y engendró obras maestras, a tal punto contiene en germen los grandes textos por llegar. Retomados, repensados, encontramos en ella los motivos que dan su energía a libros tan distintos como Un hombre que duerme o La vida instrucciones de uso.

Y esta publicación se produce cerca de treinta años después de su muerte, tras un reencuentro con el texto mecanografiado muy al estilo «viejo baúl». Después de lo que parece haber sido un acto fallido desconcertante: tras haber apartado en «una maletita de cartón» sus obras de juventud, durante una mudanza en 1966, Perec habría puesto los papeles que quería tirar en otra maleta, y arrojado por la borda la que debía ser conservada... «Creo que nunca quise destruir esos textos», apuntó, «y especialmente las distintas versiones de Gaspard no muerto-El Condotiero.» Georges Perec murió, pues, en 1982 con el dolor de creer desaparecido ese Condotiero –la «primera novela redonda que logré escribir», dice en W o el recuerdo de la infancia.

Cuando, a principios de los años noventa, para redactar su monumental biografía,David Bellos se puso a investigar contactando con todos los amigos y conocidos de Georges Perec, encontró, pese a todo, unos cuantos duplicados de algunos de estos textos (dos en Yugoslavia), y entre ellos El Condotiero: un ejemplar se hallaba en casa de Alain Guérin, que fue periodista en L’Humanité y que recordaba muy vagamente tener en su casa, probablemente desde hacía un cuarto de siglo, un original mecanografiado jamás devuelto a Perec; otro en casa de un amigo de los tiempos de La Ligne générale.

El Condotiero fue para mí una apasionante experiencia de lectura. Tuve antaño, en la época de La Ligne générale, la suerte de formar parte de la nebulosa de amigos de Georges Perec, por lo que, como a muchos otros, me dio a leer esta novela.

El lector de 1960 que fui –un niño, es cierto– entendió realmente poca cosa del libro. Leí, además, una versión más extensa en la que se veía al protagonista, Gaspard Winckler, pasar largos ratos cavando, para evadirse, un subterráneo que desapareció de la versión final. Esta historia me pareció entonces excesivamente densa, entorpecida por escombros. ¿Por qué esa historia de asesinato a partir de la imposible realización de una falsificación? ¿Cómo esa maraña inextricable podía estar en consonancia con las exigencias que proclamaba y con sus ideas sobre la novela? ¿Qué diablos intentaba decir con esa historia tan inesperada?

No salía de ese extraño estado propio de quien sabe que no está percibiendo lo que debería por lo menos entrever. No lograba deshacerme de la perturbación que me produjeron ese trayecto a lo largo de asfixiantes túneles o el degollamiento inicial. ¿Qué revelaban, sin que yo desentrañara nada en absoluto, de la oscura artesanía de Georges Perec? Y tampoco me quitaba de encima la sensación de que el rechazo de los editores no tenía nada de misterioso, ya que en mi opinión, sin duda alguna, el libro había salido mal.

Cincuenta años más tarde, releo El Condotiero. Con la impresión de que se me abren los ojos. Ahora que conocemos toda la obra de Georges Perec, el árbol y sus ramas, ver desenterradas las raíces, entrever de dónde beben y cómo se enmarañan se convierte en algo muy excitante. Tenemos aquí un material narrativo a la vez rudo y sofisticado, opaco e iluminador. Como en una buena novela policiaca, sentimos un placer detectivesco al ver las pistas de lectura dibujarse, tomar forma, culminar. «La mirada sigue los caminos que se le han reservado en la obra», dice Perec citando a Klee en el epígrafe de La vida instrucciones de uso. Abre bien los ojos, mira, querido lector, esas pistas que se te «han reservado» entre el texto de 1960 y las «novelas» de 1978. Y las piezas de un puzzle (teatro de mil tretas, por supuesto) se ensamblarán bajo tu mirada.

Ya a los dieciocho años, aún bachiller en Étampes, Georges Perec se considera, se sabe escritor. A partir de esa muy firme determinación escoge sus lecturas y llena páginas y páginas de palabras. ¿Escritor? Precisamente, novelista.

Multiplica los ensayos en direcciones en apariencia muy diversas. Quedémonos con los tres proyectos de novela mínimamente logrados. Primero Les Errants (1955, hoy perdido, jamás propuesto para su edición; Perec tiene entonces diecinueve años), una historia de jazzmen que van a morir a una Guatemala en insurrección. El segundo proyecto llevado a buen puerto, L’Attentat de Sarajevo, es una novela relativamente autobiográfica (esta vez se ha encontrado el original mecanografiado) escrita después de una estancia en Yugoslavia (1957). La muestra a un editor (Nadeau), que la rechaza pero anima a su autor a seguir, a trabajar más sus textos.

Finalmente, un libro que va a cambiar varias veces de envergadura, de título y de contenido a lo largo del tiempo, metamorfoseándose poco a poco, antes de desembocar en El Condotiero. Primera versión, La Nuit, calificada por Perec en una carta a Jacques Lederer como «el libro de la desfiliación»: «sufrí tanto por ser “el hijo” que mi primera obra sólo puede ser la destrucción total de todo lo que me engendró (el verdugo, tema conocido, automayéutico)». Nos da aquí, al hacer del libro una «liquidación definitiva de los espectros del pasado», una clave, no por ello fácil de manejar, con la que leer El Condotiero.

La Nuit se convierte en Gaspard, luego en Gaspard pas mort: el protagonista es Gaspard Winckler, un niño de Belleville, como su autor, que sueña con convertirse en «el rey de los falsarios, el príncipe de los estafadores, el Arsène Lupin del siglo xx». De ese Gaspard sólo subsisten pequeños fragmentos. La novela debía de tener una estructura compleja, y debía de obedecer a «una organización muy estricta» con «4 partes, 16 ca- pítulos, 64 “subcapítulos”, 256 párrafos»1 con temáticas que, según David Bellos, debían «destruirse mutuamente, produciendo a la vez una coherencia»: «Paradojas y caos de los que soy el demiurgo», comenta Perec, que conoce intensos y felices momentos de fervor durante la redacción del libro: «Gaspard se precisa, se dispersa, se reagrupa, abunda en ideas, sensaciones, sentimientos, fantasías nuevas [...] Todo está en todo.» Es probablemente ese «todo está en todo» lo que hace que sea difícil, para quien sigue el avance del proyecto a través de lo que de él dice Perec en su correspondencia con Jacques Lederer, determinar un hilo conductor claro, a tal punto éste parece variar en el transcurso de los meses. Es probable que el libro se resienta del exceso de ambiciones desperdigadas y de los entrelazamientos hilados con demasiada sutileza que lo caracterizan: «Las nociones de doblez, balanza, equilibrio, momento medio, división, equinoccio, apogeo, talweg, línea divisoria de las aguas, etcétera (ves por dónde van los tiros), son por ahora las que mejor guían mi esfuerzo.»

Pero ya esa primera frase, ciertamente perfecta, que subsistirá de versión en versión: «Madera pesaba.» La primera versión de Gaspard, relativamente larga, unas trescientas cincuenta páginas, es leída en Seuil por Luc Estang, que rechaza el libro. Georges Perec se propone escribir una nueva versión con un Gaspard Winckler falsario que malogra un pseudoGiotto y escapa de la policía. La estructura se acerca a la de El Condotiero. Ahora sí, con una meta fijada, que el libro sea «simplemente la historia de una toma de conciencia». Ese proyecto, con el título de Gaspard pas mort, es el que acepta Georges Lambrichs, director en Gallimard de la muy estimulante e inventiva colección «Le Chemin». Eso supone a Georges Perec un anticipo de setenta y cinco mil francos en mayo de 1959 y algo así como una luz verde: ahora ya es escritor, o casi.

Gaspard pas mort se metamorfosea en ese Condotiero de 1960, bastante breve, que podemos leer hoy: ciento cincuenta y siete páginas de texto mecanografiado. El libro es, pues, el final de un camino que ha conocido más de un zigzag. Se lo considerará un punto de partida cuando es en muchos aspectos un punto de llegada. Durante mucho tiempo, el joven novelista ha experimentado, dudando entre dar rienda suelta a su imaginación, ambiciosos ensayos de estructura concertada y guiones muy autocentrados. Creyó haber encontrado la manera de hacer que convergieran esos objetivos divergentes y sin duda por eso pensó que había llevado El Condotiero a buen puerto.

El libro fue escrito con auténticos impulsos y parones sucesivos. Parones debidos a los momentos de desánimo ligados a las aceptaciones negativas, si se nos permite la expresión, de los editores que le decían a Perec que percibían en él a un novelista por venir, pero que las realizaciones propuestas no eran todavía convincentes. Parones debidos aún más al hecho de que, de enero de 1958 a diciembre de 1959, hace su servicio militar, esencialmente en Pau, en un regimiento de paracaidistas, contexto poco propicio para la escritura, aunque se las haya ingeniado para reservarse horas de soledad frente a su máquina de escribir. Parones motivados finalmente por el acaparamiento intelectual que implica para él el proyecto de lanzamiento de una revista, La Ligne générale.

Este libro era importante para Perec. Tenía la sensación de que se lo jugaba todo con él. Para él, que, obstinado, seguro de su elección, pese a sus (cor- tos) veinticuatro años, se declara escritor y rechaza cualquier otra inscripción social, El Condotiero repre- senta su prueba de acceso. Verlo publicado, por lo tanto aprobado, era ver aceptado su proyecto vital, le- gitimadas sus ambiciones. Lo que estaba en juego era capital.

Noviembre de 1960. Georges y Paulette Perec es- tán desde hace algunas semanas en Sfax (el año en Túnez fielmente plasmado en Las cosas). Y llega el veredicto de Lambrichs (Gallimard): «¡Han rechazado El Condotiero! Me he enterado esta mañana. Cito de la carta», escribe a un amigo: «El tema nos pareció interesante y tratado con inteligencia, pero parece que el exceso de torpezas y palabrería han dispuesto negativamente a más de un lector. E incluso algunos juegos de palabras, por ejemplo: “Más vale Pissarro en mano que Benton volando.” That’s all. ¿Qué puedo hacer? Estoy perplejo. ¿Volver a empezarlo? ¿Darlo a otra editorial? ¿Dejarlo estar y hacer otra cosa?»

Palabras muy generales sobre el proyecto y sus implicaciones. Verdaderos reproches en cuanto a la forma. Pero ninguna señal de alarma, ningún conato de diálogo entre editor y autor. Y el choque entre el gusto inefablemente rígido de Gallimard y los robustos juegos de palabras perequianos. «Torpeza y palabrería, por supuesto. Me está bien empleado. Pero con todo... Estoy muy decepcionado. Consuélame.» El rechazo de El Condotiero, ese libro que consideró un «salvavidas», significó para Georges Perec, más que una decepción, una desautorización. Tres años de esfuerzos, irregulares ciertamente, y de proyectos variables pero continuos no daban ningún fruto. Para él, que lo había apostado todo a la profesión de escritor, era esa identidad la que se ponía en tela de juicio. Los cuatro a cinco años que separan el rechazo de El Condotiero (noviembre de 1960) y la publicación de Las cosas en 1965 (el éxito, por fin) fueron especialmente difíciles para Georges Perec. Afirmaba ser escritor, pero pasaban los años, los de la entrada en la edad adulta o del talento emergente, y no sucedía nada. Era como si se perfilara un fracaso monumental.

El desastre era aún menos soportable porque Perec había abierto a la vez su taller, había inventado a través de esa temática de la falsificación en pintura una manera muy singular de explorar tanto sus tormentos como una problemática original de la creación artística, se había atrevido a describir un itinerario de liberación, había encontrado, según él, «una manera de romper con toda una tradición de ψanálisis» y había redactado a su manera su Discurso del método. La carga que llevaba la barca quizá fuera excesivamente pesada. Pero la calidad del cargamento no había sido reconocida.

En muchos aspectos, El Condotiero se parece a una madeja enmarañada. Los hilos narrativos se enredan, se anudan, se pierden. Ese lío monumental dejó perplejos a los primeros lectores. Pero hoy tenemos la posibilidad de tirar de esos hilos que salen de todas partes: nos conducen hacia la obra que viene después.

Todo nace de ese rostro «increíblemente enérgico» del Condotiero, ese capitán de mercenarios que pintó Antonello da Messina hacia 1475. Representó para Georges Perec una «figura central», hasta tal punto «el dominio del mundo» está significado en el cuadro por el dominio del pintor. Toda una página de W o el re- cuerdo de la infancia evoca esta cristalización. Alrededor de esta figura pudieron solidificarse fantasías en apariencia divergentes: encarnación de un ideal artístico (la perfección de un realismo austero), imagen de un modelo de voluntad inflexible, transformación de una imago terrorífica (el guerrero sádico: «Supe vencer la sombra de ese soldado con casco que todas las noches durante dos años montaba guardia ante mi cama y me hacía gritar en cuanto lo veía», escribía en 1956)1 en una figura de serenidad casi tutelar, un emblema personal, o incluso un doble («la pequeñísima cicatriz encima del labio superior» del Condotiero, Georges Perec la ve idéntica a la que luce desde una pelea de infancia en Villard-de-Lans, convertida en «signo distintivo» y por lo tanto en algo valioso). El cuadro del Louvre ejerce sobre él semejante atracción porque es el objeto de una condensación sobrecogedora.

El Gaspard Winckler de El Condotiero se ha dedicado en cuerpo y alma desde hace meses a la realización de un falso Condotiero, de un falso Antonello. Gaspard es un pintor falsario ya bien establecido en su identidad de falsario. Ha realizado los aprendizajes necesarios, domina las técnicas, se ha convertido en un príncipe de la falsificación. Sin embargo, no es sino la mano ejecutora de los pedidos de un socio capitalista, Anatole Madera. En la primera página del libro, lo asesina. Y el libro, en su mayor parte, desplegará las causas y consecuencias de ese asesinato, una de cuyas razones será el fracaso de Winckler en rivalizar con Antonello.

La cuestión de la falsificación en pintura y en la representación por la imagen recorre de principio a fin la obra de Perec. En El Condotiero, alude varias veces al falsario neerlandés Van Meegeren (1889- 1947), famoso por las falsificaciones de pintores holandeses del siglo xvii (Hals, De Hooch y sobre todo Vermeer) que realizó y vendió tanto a museos como a particulares. Uno de esos lienzos acabó en manos de Göring. Acusado tras la guerra de haber vendido a los nazis tesoros nacionales, Van Meegeren tuvo que revelar su impostura, para disculparse, y pintó bajo la mirada de los policías un falso Vermeer.

En junio y julio de 1955 tuvo lugar en el Grand Palais de París una gran exposición sobre las falsificaciones en el arte. ¿La vio Perec? Sea como fuere, el texto cita a falsarios ilustres, como el sienés Icilio Federico Joni o el escultor Alceo Dossena. Perec se informó sobre las antiguas técnicas de fabricación (como el gesso duro, una base de yeso, utilizada antaño). Se informó del libro de Ziloty sobre la invención de la pintura al óleo. En pocas palabras, hizo lo necesario para que su historia de falsario fuese creíble.

Todo el interés de una historia como la de Van Meegeren reside en que se trata de un verdadero creador. Tuvo incluso la osadía de inventarle una pintura religiosa a Vermeer (La última cena, etcétera). Lejos de ser simples copiadores, Van Meegeren, Joni o Dossena fueron, a su manera, inventores.

«De tres cuadros de Vermeer, Van Meegeren creaba un cuarto.» (El Condotiero). Nos acercamos aquí a la técnica del puzzle, tan fundamental en el imaginario de Perec. «Tomaba tres o cuatro cuadros de quien fuera, escogía elementos por aquí y por allá, mezclaba bien y armaba un puzzle.» El drama del Gaspard Winckler de 1960 es justamente que no consigue esta unificación de lo heterogéneo: sabe que su Condotiero es un fracaso porque carece de unidad.

Su uso del préstamo en este caso sólo conduce a un fracaso. Pero es fascinante ver que varios de los grandes textos de Perec utilizan sistemáticamente el latrocinio textual, reconocido o no. Un hombre que duerme, que en tantos aspectos se presenta como la relación de una travesía (vivida) por la depresión y la falta de ganas de vivir, está lleno de préstamos ocultos de todo tipo de autores. Rara vez se había llevado tan lejos la paradoja de una escritura personal tan impersonal. Y La vida instrucciones de uso es un inmenso centón... El Gaspard Winckler de El Condotiero es un precursor del escritor Perec.

Ser discípulo de Van Meegeren conduce a este Gaspard n.o1 a un callejón sin salida. Porque hay un socio capitalista al que se debe matar. Pero una vez liberado de Madera o de quien se le parezca, una vez que la falsificación ya no es un objetivo sino sólo un medio, Perec se inventa una libertad nueva, «un vocabulario nuevo», como dice aquí, gracias a su uso extraordinariamente hábil, insistente, burlón, ambiguo, del copiar-hurtar.

«Lograr lo que jamás falsario alguno antes de él se había atrevido siquiera a intentar: la creación auténtica de una obra maestra del pasado.» Pintando un rostro de Condotiero tan perfecto como el del Louvre, Gaspard Winckler quiere llevar a cabo una proeza1 que lo ponga al nivel de los grandes maestros del Renacimiento. Y, para que esa hazaña se realice, debe recrear esa figuración de la fuerza pura, de ese guerrero por encima de las normas y de las leyes, mezclando así la imagen de la perfección artística con la de un poder seguro de sí mismo.

Quiere afirmar su identidad de artista midiéndose con lo que la tradición del arte ha legado como el súmmum. Pero, a la vez, es su propio rostro el que quiere definir («¿Había tenido conciencia de que una vez más había sido su propia imagen lo que buscaba?»). Las implicaciones estéticas e inmediatamente existenciales se confunden. «Procurar reconocerse y encontrarse.» En «Los lugares de un ardid», el hermoso texto que escribe sobre su experiencia con el psicoanálisis, Perec fija así el objetivo de su proceder: que pudiera «decirse algo que quizá vendría de mí, sería mío, sería para mí». Cuando Gaspard Winckler conquista su libertad, sueña con que le suceda «algo que fuera suyo, que viniera sólo de él, que sólo lo concerniera a él». Este itinerario de liberación, esta salida de los muros de una prisión están descritos con las mis- mas palabras que usa Perec para describir la travesía por el «lugar subterráneo» del tiempo del análisis.

Aquí, con la esperanza de recrear el rostro del Condotiero y hacer de él un espejo embellecedor, Gaspard finalmente sólo encuentra el rostro de su an- gustia («mezquino [...] con ojos de rata»), un Dorian Gray de una nueva clase.

Esta búsqueda de sí mismo se fija alrededor de lo que no es más que una imagen. Imagen en la que puede reconocer sus aspiraciones: encarnar la fuerza y la certeza, lograr la realización perfecta de la ambición artística. Ser un nuevo Antonello pasa por apropiarse del rostro de ese «rufián» al que el pintor siciliano supo dar una «jeta luminosa». Al mismo tiempo, ese rostro no es más que un trampantojo, una figuración quizá tan exigente pero tan alienante como los perfiles de los deportistas que dibujaba el niño evocado en W o el recuerdo de la infancia. «Quería mi rostro y quería el Condotiero.» Contradicción insoluble. Y lograr el cuadro habría sido para Gaspard descubrir «[su] propia sensibilidad, [su] propia lucidez, [su] propio enigma y [su] propia respuesta». Un puzzle terminado es un puzzle muerto.

El Condotiero es el relato de una liberación. Es también el relato de una venganza, como en La vida instrucciones de uso. En la novela de 1978, Gaspard Winckler, el modesto artesano que recorta piezas de puzzle, se venga, lento pero seguro, del capitalista que lo emplea, Percival Bartlebooth: provoca su muerte imponiéndole una letra en forma de w donde sólo tendría que haber habido espacio para una pieza en forma de x. Venganza del sirviente despreciado, del artesano humillado al ver que la perfección de su trabajo sólo sirve para una obra de muerte (la destrucción de las imágenes reconstituidas).

Las similitudes entre las dos historias saltan a la vista. El Gaspard de El Condotiero mata a aquel que le impone no hacer otra cosa que practicar el oficio de falsario. Liberarse es abrir, desenmascarar –desgarrar de un navajazo, perforar una pared–, realizar un acto. Exactamente lo contrario del asesinato «absurdo» y contingente de El extranjero de Camus: Perec insiste en la necesidad del asesinato perpetrado por Gaspard, convertido en el «primer gesto del demiurgo».

Hamlet-Gaspard se siente aquí liberado por haber cortado por lo sano, al contrario que el príncipe de Dinamarca, entregado a sus inhibiciones y procrastinaciones. Podríamos meditar largamente sobre todas las figuras de autoridad que se superponen en el personaje de Madera (se impone el paralelo Anatole M./Antonello da M.). Y constataríamos también los parecidos existentes entre el frío y despreciativo Bartlebooth y ese Madera seguro de su poder y de su fortuna.

¿De qué se venga Gaspard Winckler? De que hayan hecho de la falsificación y las máscaras, o al menos de las falsas representaciones, su destino. El sufrimiento del falsario no se debe a que es un mentiroso o un impostor, sufre por haberse retirado de la vida, haberse convertido en un «zombi», un «Fantômas»: «Vivir no quiere decir nada cuando se es falsario. Quiere decir vivir con los muertos, quiere decir estar muerto.»

Esta novela sobre una liberación empieza también por ser la antinovela de una reclusión. Un texto precursor de Un hombre que duerme. Desde el origen, a Perec lo llama la novela del encierro protector («vivía rodeado de múltiples protecciones. No tenía que rendir cuentas a nadie») e invivible del que el protagonis- ta solitario tiene que buscar la salida. Del taller subterráneo de Dampierre (El Condotiero) al cuartito de la rue Saint-Honoré (Un hombre que duerme), pasando por el edificio de la rue Simon-Crubellier (y tal vez el gabinete del analista de «Los lugares de un ardid»), el lugar del debate o del combate narrativo es ese espacio entre cuatro paredes. El lugar de la muerte de la madre, el espacio de la prisión mental... El lugar en el que se da vueltas a lo mismo, el lugar del tormento como el punto de partida de la escapada por venir. Celda de donde el «yo» sale en parte gracias al «tú» (ya tan insistente en El Condotiero). El «tú» que une el yo a los demás, que interpela, rememora tanto como incita a moverse, se pone a distancia, crea distancia.

«No existir más que al abrigo de innumerables máscaras, no vivir más que bajo los despojos de los muertos.» La manera en que Perec hace ir de la mano la ascendencia de los muertos y el reino de lo falso («Falsario. Con F mayúscula. Con una filosa guadaña. Como la muerte y como el tiempo») es elocuente para los lectores de W o el recuerdo de la infancia. ¿Cede Gaspard Winckler la palabra a Georges Perec1 cuando, evocando su pasado de reclusión, su vida «sin raíces» «falsa en el interior de su falsedad», suelta un muy ines- perado: «El campo. El gueto»? El itinerario de venganza y liberación de ese Gaspard tiene múltiples raíces y hace que se entrecrucen numerosas ramificaciones.

Esta novela del laboratorio subterráneo nos hace también entrar en el taller de Georges Perec.

En el modo de invención del relato. Este primer texto se estructura a partir de una ruptura. La figura (la no-figura) de la ruptura, de la fragmentación se impone hasta tal punto a Georges Perec que la encontramos en la gran mayoría de sus textos. El espacio (Especies de espacios) no puede ser sentido, pensado, más que en el momento en que se rompe. La inmensa «novelas» que es La vida instrucciones de uso se cuenta pagando el precio de ese «salto del caballo» que nos hace revolotear de habitación en habitación de arriba abajo del edificio y rebotar de historia en historia. W o el recuerdo de la infancia se construye alrededor de sistemas de rupturas tanto inarticulados como admirablemente articulados.

El Condotiero está también construido alrededor del principio de la fractura con esas dos partes disti tas. La primera oscila entre narración novelesca, au- tointerpelación (el «tú») y soliloquio, la segunda está concebida como un interrogatorio en el que Gaspard Winckler desvela las causas y las consecuencias de ese crimen liberador. ¿A la novela del acto (el crimen) sucedería la de la elucidación? Oposición probablemen- te demasiado sencilla. Eso no quita que una energía, el aura de un secreto preservado, dependan de esa ruptura en el tono, los tiempos, la forma.

«No pienso, sino que busco palabras», dice el Perec de Pensar/Clasificar. Es sorprendente ver cómo, desde el principio, encontró sus palabras, sus maneras de modular, el ritmo de su fraseo. De hecho El Condotiero está esmaltado de frases o imágenes que encontraremos casi textualmente en Un hombre que duer- me o La vida instrucciones de uso.

El Condotiero debe pasar por una historia de encierro y de sótano y, antes de ser el relato de una liberación, por la narración de un fracaso. Termina, sin embargo, con una promesa, y en el aire de las cumbres. Georges Perec quería que se leyera como la hi toria de una «toma de conciencia». No más neurosis solitaria, conductos mágicos, atajos por lo falso. Elogio de la paciencia, del trabajo, de la búsqueda de la verdad propia, de la «perpetua reconquista», de una forma secreta de valor:

El dominio del mundo. No lo alcanzarás más que al término de un camino agotador, como esa cordada justamente, a principios de julio de 1939, que alcanzaba cerca de la Jungfrau un horizonte perseguido durante largo tiempo y se empapaba de repente, más allá de su cansancio, de la alegría fulgurante del sol que se levanta, el descubrimiento irradiado de la otra vertiente de la montaña, la divi- soria de aguas...

Este final pretende estar en consonancia con los ideales de la obra «épica» que La Ligne générale quería implantar como objetivo de la alta literatura narrativa. La Ligne générale era esa revista que debía haber dirigido Perec pero que no pasó del estadio de proyecto, de dispersión de textos teóricos y críticos sobre la literatura.1 Algunos de esos artículos se publicaron en la revista de François Maspero, Partisans, entre 1960 y 1963. Derivadas de un trasfondo hegeliano-marxista, las «exigencias» de La Ligne générale se materializan en torno a algunas palabras que encontramos en El Condotiero: «superación», «lucidez», «conquista», «cohe- rencia», «búsqueda», «dominio», «unidad». Lo «épico», fijado como una estrella polar, es esa manera de supe- rar desfallecimientos y contradicciones a través de la lucha, el «movimiento de conciencia», la inteligencia para el combate. Y del «realismo» (analítico, crítico), esa palabra que el teórico Georg Lukács1 acababa de revitalizar. Desde ese punto de vista, al destacar el itinerario personal y la evolución intelectual de Gaspard Winckler, la novela de Perec se inscribe en esa problemática, o ese ideal.

De hecho, la ambición del joven Perec es heroica. Tiene la intención de medir su proyecto con las más importantes figuras del Renacimiento pictórico. En ese momento en que el arte supo «definir perfecta- mente una época, superándola y explicándola a la vez, explicándola porque superándola, superándola por- que explicándola» (El Condotiero). Y hallando en la superación de la obra de esos grandes artistas, «la necesidad reencontrada», su propia unidad y la del mundo. Justo cuando se está inaugurando una época en la que la escritura parece alimentarse exclusiva- mente de su puesta en duda y de la afirmación de su imposibilidad o de su impostura, Georges Perec vuel- ve a las ambiciones más antiguas de la literatura.

La última novela publicada en vida de Georges Perec, El gabinete de un aficionado (1979), tiene por subtítulo «Historia de un cuadro». Ese cuadro, «el gabinete de un aficionado», tiene por objeto, una vez más, expresar la «totalidad», en este caso a través de la acumulación de los lienzos reproducidos. En él, la copia, principio mismo de la construcción del cuadro, está marcada subrepticiamente por los signos de lo falso ya que el pintor, Otto Kürz, introduce sistemáticamente discretas variaciones. Y esa aparente obra maestra resultará ser una falsificación. Así pues, los mismos temas obsesionan a Perec de un extremo a otro de su creación.

En ella Perec cede la palabra en dos ocasiones a un tal Lester K. Nowak, crítico que se supone debe comentar el cuadro. «Toda obra es el espejo de otra», adelantaba en su preámbulo: «Un número considerable de cuadros, si no todos, sólo adquieren su verdadero significado en función de obras anteriores que se encuentran en él, sea simplemente reproducidas integral o parcialmente, o, de una manera mucho más alusiva, encriptadas.» Su conclusión es que el gabinete de aficionado era «una imagen de la muerte del arte, una reflexión especular sobre este mundo conde- nado a la repetición infinita de sus propios modelos». Así pues, la melancolía, la ironía, la irrisión tienen la última palabra.

Nowak refuta más adelante este primer enfoque. No habría que ver en los actos de Kürz ni burla ni nostalgia de una edad de oro de la pintura, sino «un proceso de incorporación, de un acaparamiento: al mismo tiempo proyección hacia el Otro, y Robo, en el sentido prometeico del término». «Sobre todo conviene», concluye, «ver en ello el término lógico de la maquinaria puramente mental que define precisamente el trabajo del pintor: entre el Anch’io son’pittore del Correggio y el Aprendo a mirar de Poussin, se trazan las frágiles fronteras que constituyen el estrecho campo de toda creación.»

Entre impulso e ironía, entre orgullo y humildad, entre búsqueda de una autenticidad imposible y afirmación alegre de la inventiva del novelista-pintor, las mismas reflexiones animan la maquinaria mental de Perec a lo largo de todo su recorrido. El Condotiero, novela sobre lo falso que busca decir la verdad, era una novela del fracaso, y tal vez el fracaso de una má- quina narrativa. El gabinete de un aficionado, cons- truido como un castillo de naipes destinado a derrumbarse en la última página, dando vueltas y más vueltas a las categorías de lo verdadero y lo falso, dice haber sido «concebido por el mero placer, y el mero estremecimiento, de la simulación». De la primera a la última novela, pasamos de lo trágico a lo lúdico. O más bien Perec da juego y movilidad a esas dos categorías haciéndolas bailar, cuando al principio no lograban ni siquiera moverse de concierto.

Para cerrar este prólogo, dos avisos.

El primero nos es dirigido el 17 de octubre de 1959 por los señores Otiero y Perec reunidos. Acaban de enfrascarse de nuevo en una de las numerosas reescrituras de la novela: «Ya no habrá subterráneo. Gaspard estará en el trullo e intentará salvar su pellejo demostrando su inocencia. Lo logrará. ¿Cómo? Lo sabrá leyendo el año que viene El Condotiero, una novela del señor Otiero, publicada en la editorial Ganimard, de París, con la que el autor hace una brillante entrada en el mundo literario presentando una historia encantadora y personajes trazados con una pluma infalible (digámoslo todo, burilados con una felicidad poco habitual).»

Otiero sólo se equivocó por medio siglo y dejó «Ganimard» por Seuil y su «Librairie du xxie siècle». «Encantadora» no es el primer adjetivo que viene a la mente para calificar esta historia hamletiana, pero in- falible sí, la pluma lo era... El escritor ya estaba allí, incluso en lo que fue considerado «torpeza» (¿su manera de retomar e insistir?) o «palabrería» (¿los efectos de la sobreabundancia?).

El segundo data de la primavera de 1961 en una carta a un amigo: «El Condotiero no será nunca publicado, como no sea a título póstumo con prólogo de Monmartineau. He dicho. Ughh. Primero porque es malo. Luego porque lo retomo en el actual, de una manera a mi entender más convincente, más comple- ta, más coherente, más seria, más integrada, menos traída por los pelos, que va más lejos. Al menos eso espero.»

Georges Perec tuvo razón en sentir esperanza. Tardó algunos años más, hasta después de una tentativa (J’avance masqué, 1961; manuscrito perdido) de nuevo rechazada por Gallimard, en «retomarlo en el actual». Pero las obras por venir realizaron el programa propuesto.

E incluso el póstumo Condotiero encontró aquí a su Martineau prologuista.

Henri Martineau (1882-1958) fue, lo sabemos, el escrupuloso y devoto editor de Stendhal –y la voz de Coulonges-sur-l’Autize (Deux-Sèvres).

Artículos relacionados

Jueves 25 de febrero de 2016
Traducir el error y la rareza

El traductor de los Escritos críticos y afines de James Joyce (Eterna Cadencia Editora) intenta reflejar las rarezas, incorrecciones y errores de la escritura de Joyce, con la intención de que el lector experimente algo afín a lo que experimenta quien lee los textos de Joyce en inglés o en italiano. Así lo explica en el prefacio del que extraemos un breve fragmento.

Los errores de Joyce
Lunes 16 de mayo de 2016
Saltaré sobre el fuego
"Alguien que no perdió la sonrisa sabia ni la bondad de fondo incluso al escribir sobre el dolor o sobre la Historia, y en cuyos versos, amablemente irónicos, suavemente heridos, a menudo se adivina una reconfortante malicia cómplice de eterna niña traviesa". El prólogo al libro de la poeta y ensayista polaca, Premio Nobel de Literatura, editado por Nórdica con ilustraciones de Kike de la Rubia. Además, uno de los textos que lo componen.
Wisława Szymborska
Jueves 26 de marzo de 2020
Borges presenta a Ray Bradbury

"¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad?", se pregunta el autor de El Aleph para prologar Crónicas marcianas (Minotauro).

Crónicas marcianas

Miércoles 31 de julio de 2019
El origen de los cuentos de terror

"Edgar Allan Poe no fue el inventor del cuento de terror". Así arranca este suculento repaso por la historia de un género que goza de excelente salud. El prólogo a El miedo y su sombra (Edhasa), un compendio de clásicos exquisito. 

Por Leslie S. Klinger

Jueves 07 de octubre de 2021
Un puente natural entre los debates feministas en el mundo
Buchi Emecheta nació en 1944, en el seno de una familia de la etnia igbo. A los 11 la prometieron en matrimonio, se casó a los 16: Delicias de la maternidad, de la autora nigeriana, llega a Argentina con Editorial Empatía. Aquí su prólogo.

Buchi Emecheta por Elisa Fagnani

Lunes 04 de julio de 2016
Mucho más que nenes bien

"Cada autor cuenta una historia, narra con un lenguaje propio, elige un punto de vista, desarrolla sus personajes con encanto porque no reduce, no simplifica, no aplasta para ajustarse a un molde preconcebido", dice Claudia Piñeiro sobre los relatos de Jorge Consiglio, Pedro Mairal y Carola Gil, entre otros.

Nueva antología de cuentos
×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar