Carson McCullers y el sentido del horror
Según Tennessee Williams
Lunes 25 de setiembre de 2017
"Cuando el libro que precede a una segunda novela recibe grandes alabanzas, como ocurrió con El corazón es un cazador solitario, existe cierta predisposición en la crítica a retirarte su apoyo", escribía el dramaturgo estadounidense en el epílogo a Reflejos en un ojo dorado (Seix Barral), identificando allí a la escuela gótica, el sentido del horror y lo morboso en la pluma de McCullers.
Por Tennessee Williams.
Este libro, Reflejos en un ojo dorado, es una segunda novela, y aunque su valoración ha mejorado de forma regular durante los ocho o nueve años que han pasado desde su publicación, en aquel entonces fue considerada tan decepcionante como habitualmente lo son las segundas novelas. Cuando el libro que precede a una segunda novela recibe grandes alabanzas, como ocurrió con El corazón es un cazador solitario, existe cierta predisposición en la crítica a retirarte su apoyo, una tendencia tan inmediata y natural que casi podría formularse como una ley física. Pero las razones que pueden ayudarnos a evaluar adecuadamente el fracaso de esta segunda novela van mucho más allá de los obstáculos habituales que temporalmente suelen encontrarse todas las segundas novelas, y tengo la sensación de que analizar estas razones resultará mucho más útil a fin de proponer una nueva lectura.
Citar directamente de unas reseñas que aparecieron hace décadas es casi imposible desde Roma, donde me encuentro mientras escribo estas notas, pero creo estar en lo correcto al dar por hecho que era la identificación del autor con una determinada escuela de escritores norteamericanos, procedentes del sur en su mayor parte, lo que constituía el fondo de la más potente línea de ataque.
Incluso en el libro anterior, algunos lectores debieron de detectar una alarmante predisposición hacia ese tipo de elementos que popularmente se conocen como «morbosos». Hubo sin duda algunos críticos, así como también algunos lectores, que no comprendieron por qué Carson McCullers había decidido tratar un asunto tan malsano como la relación amorosa entre un sordomudo y un deficiente. Sin embargo, la ternura del libro los desarmó. La profundidad y la generosidad de su compasión resultó tan evidente que, al menos durante un tiempo, las acusaciones de degeneración hubieron de moderarse. Ese comedimiento duró poco. El velo de ternura subjetiva, una cualidad a la que McCullers ha recurrido de forma a veces un tanto excesiva, se levantó en su segunda novela. La joven autora reveló las esotéricas marcas de su pertenencia a esa hermandad de escritores que los intelectuales «humanistas» consideran la más abominable y la que con mayor urgencia debe ser ridiculizada y atacada.
Como no soy un lector habitual de revistas literarias, no sé muy bien cuál es la denominación que sus displicentes críticos han otorgado a este grupo de escritores, pero para facilitar las cosas me referiré a ellos como «la escuela gótica». El de esta escuela es un linaje antiguo, pero nuestra rama local sólo empezó a descollar con la aparición de las primeras novelas de William Faulkner, que aún sigue siendo su más célebre y recalcitrante miembro. Hay algo en esta región, algo en la sangre y en la cultura del sur que, por alguna razón, lo ha convertido en el corazón de la escuela gótica de escritores. Es evidente que su auge es el resultado de factores mucho más importantes que la influencia de un único artista, Faulkner en este caso, de igual manera que el movimiento existencialista en Francia, es, sin duda, producto de fuerzas mucho más significativas que la influencia personal de Jean-Paul Sartre. Existe, por cierto, un nexo común entre ambas escuelas, la francesa y la americana, aunque, en principio, la francesa nace de un impulso intelectual y filosófico mientras que la americana es de una naturaleza más bien romántica y emocional. ¿Cuál es ese nexo común? En mi opinión, se podría definir simplemente como la sensación o la intuición de que hay un horror subyacente a la experiencia moderna. La pregunta que con más frecuencia le hacen a uno sobre los escritores de la escuela gótica es ésta: «¿Por qué escriben de cosas tan horrorosas?»
Se trata de una pregunta que está no sólo en las bocas temblorosas de esas madres respetables que, como consecuencia de algún descuido o de alguna diablura de su bibliotecario, acaban de toparse con el extraño universo de William Faulkner, sino también, y casi con la misma frecuencia aunque con mayor trascendencia, en las plumas de los críticos literarios más eminentes. Si fuera única y exclusivamente una manifestación de filisteísmo, intentar responder a ella no tendría ni sentido ni finalidad, pero el hecho de que se haya incorporado a una importante línea de ataque por parte de ciertos elementos con los que los artistas tienen que relacionarse, como críticos, editores y distribuidores, por no mencionar a los lectores, lo convierte en una cuestión que es necesario responder con rigor o, al menos, intentar comprender.
El principal obstáculo para la comprensión, y también para la comunicación, reside en el hecho de que aquellos a quienes se nos hace esta pregunta y aquellos que la formulan no habitamos el mismo universo.
No hace falta que me digan que esta afirmación rezuma esnobismo de artista, un tipo de esnobismo tan desagradable como cualquier otro. (Si los artistas son esnobs, lo son en buena medida a la humilde manera de los locos: no porque deseen ser diferentes, ni tampoco porque lo crean o lo esperen, sino porque cada día les golpea en plena cara la ineludible realidad de su diferencia, lo cual les produce tanto desasosiego y tanta soledad como para que decidan responder a la llamada del arte.)
En ocasiones, me parece que fuera de eso que E. E. Cummings llamaba «nuestra supuesta realidad» sólo existen dos tipos de personas: los artistas y los locos. También están, por supuesto, aquellos que sin haberse dedicado nunca al arte ni haber sido ingresados jamás en un manicomio poseen estas dos cualidades, la visión o la locura, en cantidad suficiente como para poder alejarse de «nuestra supuesta realidad» y descubrir o disfrutar de una perspectiva exterior a ella. Pero creo que el señor Cummings ofreció un argumento bastante razonable al señalar, al menos implícitamente, que «esta realidad cotidiana y rutinaria que nos contiene a ti y a mí, y a millones y millones de otros hombres y mujeres» está hecha de espejos, y que esos espejos son los millones de ojos que se miran entre sí y al resto de las cosas sin más capacidad de penetración que la que permiten los sentidos. Si son conscientes de que hay algo que explorar más allá de la supuesta realidad, prefieren suponer cómodamente que está contenido en las melodiosas notas del órgano dominical.
En razonamientos de este tipo es a veces útil inventarse a un antagonista para tus argumentos, como hizo el señor Cummings al elaborar los comentarios que he citado. Ese antagonista imaginario me diría en este momento algo parecido a:
—He leído alguno de estos libros, también éste del que hablamos, y creo que son un disparate enfermizo. ¡No me explico por qué querría nadie escribir sobre unas criaturas tan trastornadas, depravadas e increíbles y presentárnoslas como si fueran dignas representantes de la raza humana! Eso es lo que yo creo. Pero yo también tengo, tanto como usted o como cualquier otro, esa sensación de la que hablaba antes, esa sensación de que hay algo horrible o como quiera llamarlo. Leo los periódicos y siento que todo es aterrador. Pienso que la bomba atómica es terrorífica y pienso que el caos en el que se encuentra el mundo es terrorífico. Pienso que el cáncer es horrible y desde luego que no me seduce la idea de morir, que también resulta espantosa. Podría seguir así, enumerando las cosas que me aterran, toda la vida o por lo menos un buen rato. ¿No es eso prueba de que tengo esa Sensación del Horror?
Mi dubitativa respuesta sería:
—Sí y no. En general, no. —Y después me extendería un poco más, con mi habitual torpeza argumentativa—: Todas estas cosas horribles que enumera son fenómenos visibles y sensibles que forman parte de la experiencia y el conocimiento de cualquier persona, pero la verdadera sensación del horror no es una reacción a algo sensible o visible, ni siquiera lo es a algo estrictamente material o cognoscible. Se trata, más bien, de una intuición espiritual acerca de algo hasta demasiado increíble o asombroso como para que pueda transmitirse, y que subyace a eso que hemos llamado las cosas. Es ese algo inefable al que bien podríamos dar el nombre de misterio lo que inspira tanto pavor entre estos escritores modernos de los que hemos estado hablando.
Después me detendría, miraría a mi interlocutor a los ojos con la esperanza de encontrar en ellos el atisbo de alguna predisposición a creerme, y añadiría:
—¿Me explico mejor?
—Tal vez. ¡Pero veo que le resulta difícil!
—Mi querido amigo, me tiene usted entre la espada y la pared.
—En todo caso, aún no ha explicado por qué tienen esos escritores que hablar de gente desequilibrada que hace cosas terribles.
—¿Se refiere al envoltorio que utilizan?
—¿Envoltorio?
—Está usted criticando los símbolos que han escogido.
—¿Es eso lo que son, símbolos?
—Claro. El arte está hecho con símbolos, de igual manera que su cuerpo está compuesto de tejidos.
—Entonces ¿por qué tienen que usar…?
—¿Una simbología grotesca y violenta? Porque un libro es corto y la vida de un hombre, larga.
—Eso es lo que no entiendo.
—Piénselo un momento.
—¿Para que todo esté más concentrado?
—Efectivamente, para condensar lo horrible.
—¿Pero no puede un escritor conseguir el mismo efecto sin emplear unos temas tan condenadamente horribles?
—En mi opinión, hubo un escritor que lo logró. El más grande de nuestro tiempo, James Joyce. Él consiguió captar esa sensación del horror sin recurrir a un envoltorio que se alejara demasiado de lo cercano y lo cotidiano. Pero, para conseguir una cosa así de complicada, escribió libros muy extensos y empleó un recurso conocido como monólogo interior que sólo él y otro gran escritor contemporáneo supieron usar sin resultar increíblemente aburridos.
—¿Qué otro escritor?
—Marcel Proust. Pero Proust nunca se atrevió a transmitir del todo esa idea del Terror Absoluto. Era demasiado cobarde. La atmósfera de sus obras es casi uterina. Su necesidad de protección resulta bastante evidente.
—Me parece que estamos divagando. ¿No debería volver al tema principal del que estaba hablando?
—Pues casi había acabado, pero gracias.
—¿No va a hacer una última declaración a modo de resumen?
—¿Así a vuelapluma? Bueno, quizá deba intentarlo. Aquí la tiene: Reflejos en un ojo dorado es una de las obras más puras y potentes de cuantas han sido creadas bajo el influjo de ese Sentido del Horror que es la podredumbre en la raíz de todo arte contemporáneo relevante, desde el Guernica de Picasso a las ilustraciones de Charles Addams. ¿Está bien así?
—Renuncio a seguir discutiendo con usted. Hasta siempre.
Es cierto que este libro carece de la profundidad temática del Chasseur Solitaire, pero hay un aspecto igual de importante en el que resulta superior.
La primera novela tenía cierta tendencia a desbocarse en determinados lugares, como si el virtuosismo de la joven escritora no lograra controlarla por completo. Pero en la segunda hay un absoluto dominio de la composición. Su estructura está construida con una precisión minuciosa. Es más, creo que logra crear con mayor perfección su propia realidad, levantar su propio mundo, y esto es lo que por encima de otra cosa distingue la obra de un artista de la de un simple escritor. Es posible, quizá, que en este libro no haya un fragmento que sacuda la sensibilidad de una forma tan brutal como esa escena de la primera novela en la que el sordomudo Singer aguarda de noche frente al apartamento que compartía con el trastornado y ahora agonizante Antonapoulos. La aguda sensibilidad trágica de escenas como ésta se encontraba con más frecuencia en El corazón es un cazador solitario. La atmósfera narrativa es ahora más sobria. La tragedia está más concentrada: cierta pureza griega la contiene y, a la postre, el efecto más poderoso es de naturaleza intelectual. La clave de esta premeditada diferencia está implícita en el mismo título del libro. Los críticos perspicaces deberían haberlo considerado todo lo contrario a una decepción, ya que en él estaba el único rasgo que no había aparecido todavía en el impresionante repertorio de habilidades de Carson McCullers: la habilidad para poner bajo control el lirismo juvenil. Añadiré, sin embargo, que esta segunda novela no es su mejor obra; es superior Franky y la boda, la tercera, en la que se mezcla la desgarradora ternura de la primera con la destreza casi escultórica de la segunda. Pero este libro es a su vez superado por una obra de menor extensión. Estoy hablando de La balada del café triste, que se halla sin duda alguna entre las obras maestras de nuestra lengua en el género de la novella. Sólo ha aparecido, hasta la fecha, en las páginas de una revista de moda y en una antología, por lo demás bastante mediocre, que ahora está descatalogada. En estos días únicamente se puede conseguir rebuscando a conciencia en los estantes de las tiendas de saldos y revistas antiguas. Pero confío, mientras escribo estas notas, en que pronto será reeditada en alguna compilación de relatos.
Durante los dos años que he pasado en el extranjero, me ha impresionado lo diferente que es la reputación de la que goza McCullers en casa y en Europa. La traducción ha funcionado como una criba. Los talentos inferiores y secundarios que han inundado nuestra escena literaria, con reputaciones infladas por políticos y por astutas campañas promocionales, han dejado en segundo plano a talentos mucho más originales de nuestro país. Pero en Europa, Carson McCullers ocupa el lugar que merece, entre las cuatro o cinco figuras más prominentes de las letras americanas.
Carson McCullers no trabaja con rapidez. No se siente presionada por esa idea ridículamente popular según la cual un buen novelista debe sacar un libro al año. Entre su segunda y su tercera novela pasaron casi cinco. Tengo entendido que ha empezado a trabajar en otra. No puede haber noticia más feliz para todos aquellos que, como me pasó a mí, encontraron en su obra esa intensidad y nobleza de espíritu que no veíamos en nuestra prosa desde Herman Melville. Mientras tanto, debería sentirse reconfortada por las cada vez más abundantes pruebas de que el trabajo que ha realizado hasta ahora, incluida esta obra, no sólo no se ensombrecerá con el tiempo, sino que resplandecerá cada vez más.