A la sombra de los durazneros
Viernes 07 de octubre de 2011
En el prólogo a No develarás el misterio (Ed. El cuenco de plata), el libro que reúne treinta y dos entrevistas realizadas a Marosa di Giorgio entre 1973 y 2004, Osvaldo Aguirre habla sobre las particualaridades de la autora: "Como la obra, el relato de la vida aspira a situarse fuera del tiempo y del espacio".
Por Osvaldo Aguirre.
La entrevista periodística suele ser un lugar donde los escritores se confiesan, revelan aspectos de su intimidad y exponen sus propósitos. Con mayor o menor conocimiento, los cronistas quieren indagar detrás de las obras, reconstruir la historia de los autores según tópicos convencionales: cuándo comenzaron a escribir, cuáles fueron o son las lecturas e influencias determinantes, qué tipo de proceso descubren en el devenir de los textos. Buscan definiciones, en lo posible breves y simples, frases impactantes para un título, claves de interpretación. Y con frecuencia los escritores están dispuestos a dialogar en tales términos.
Hay que abandonar esas esperanzas antes de leer las entrevistas que siguen. Marosa di Giorgio dice y repite que no buscó nada, que no se propuso seguir un camino, que no hubo iniciación literaria, episodio fundante ni suceso que puedan reducir su experiencia a las expresiones habituales del periodismo cultural o la crítica académica. Por más que le pregunten, nunca termina de responder cómo escribe, y no tanto por reserva: si bien hay algo de un misterio que Marosa quiere preservar, el acto de la escritura, tal como ella lo entiende, se despliega como cualquier fenómeno de la naturaleza, y entonces comporta un margen inescrutable, más allá del designio personal.
No es que se desentienda de las preguntas. Marosa relata su vida de la manera en que compone su obra, con sus mismas figuras y procedimientos; la contempla y rehace según el mismo movimiento de transfiguración y fecundidad que anima su mundo creativo, la escribe, y de hecho prefería contestar por escrito, tal vez para que el mismo resplandor de su poesía iluminara los cuestionarios. Pero si la vida no explica la obra, la obra tampoco puede explicar la vida; Marosa rechaza, siempre con amabilidad, las proyecciones que algunos de sus interlocutores establecen a partir de sus relatos eróticos y que no indican sino la extrañeza que provocaba una obra ajena al mito del escritor y a los estereotipos del trabajo intelectual.
Esa extrañeza puede leerse en las preguntas que se reiteran, en una interrogación que insiste porque las respuestas nunca agotan la cuestión. No porque sean insuficientes, al contrario: Marosa dice más de lo que se espera, y lo inesperado lleva a la entrevista a un plano donde encuentra un límite y a la vez otra condición de posibilidad. En vez de cerrar el diálogo con una afirmación lo remite al espacio que le es familiar, el de la ensoñación y el encantamiento de la infancia. Es difícil referir la forma de la obra, su sentido de la construcción poética y de la sintaxis, las criaturas e historias que aparecen con el carácter de visiones, a las ideas convencionales de la crítica literaria. Marosa dice que escribe poesía, pero los textos, observan sus entrevistadores, están en prosa. Cuando dice que escribe novela, cuando se esperaría un relato lineal y con un desencadenamiento más o menos lógico, ofrece imágenes propias de la poesía, procesos donde personajes y cosas están regidos no por relaciones de causa y efecto sino por los haces de un arco iris, el florecer desmesurado, la reaparición multiplicada de lo perdido, la abolición del tiempo y de la muerte. En rigor, las distinciones son improcedentes: Los papeles salvajes pertenecen a la poesía y a la vez, por su unidad, conforman una novela. Las ideas de Marosa, en este punto, son tan sencillas como incontrastables: “Una novela, para ser realmente buena, debe a la vez funcionar como poema”, dice. Y a propósito de las reticencias para ubicar a Reina Amelia en el género: “¿Qué podría hacer poner en duda de que se trata de una novela? ¿Qué? ¿Acaso el lenguaje con centelleos? Pero, se entiende que una novela debe ser también una obra de arte, un acaecer sorprendente”.
Marosa escribe al azar. No puede explicar cómo comenzó, ni siquiera cómo compone un poema. La palabra trabajo le suena demasiado dura. No sigue una rutina, no tiene un momento para ponerse a escribir. “De pronto, percibo que otra rosa cayó del cielo”, dice al respecto: donde la razón periodística exige una revelación, redobla el misterio. En su relato no hay anécdota que pueda inscribir su experiencia en la historia común, ni un proceso de aprendizaje o de formación con los cuales argumentar una filiación u otorgarle un lugar en la tradición o en la literatura contemporánea. Marosa se desmarca hasta de los raros, sitio en el que la colocó una antología de Ángel Rama. Y su historial de lecturas permanece deliberadamente difuso, en una lejanía que parece calculada para contener posibles interpretaciones. Si bien reconoce un parentesco lejano con Alicia en el país de las maravillas, aclara que fue una lectura tardía, cuando su mundo de referencia estaba definido; a la hora de nombrar sus gustos, remite a la literatura universal (La Ilíada, el Quijote) o hace una selección de escritoras tan heterogéneas que no conforman ninguna línea; y por las dudas también se aparta de las escritoras feministas.
Como la obra, el relato de la vida aspira a situarse fuera del tiempo y del espacio. Marosa reconoce apenas dos marcas en su cronología personal. La primera aconteció cuando tenía 4 años: “se produjo un cambio en mi interior” y quedó “como una testigo, sensible y ardiente, de todas las cosas”. Este cambio, o perturbación, agrega más misterio, ya que las circunstancias y los agentes se tornan difusos, y la propia Marosa no puede o no quiere explicar demasiado. El segundo episodio tuvo lugar a los 13 años y refiere a la mudanza de la familia de la chacra natal a la ciudad de Salto. Más allá del recuerdo, son momentos asociados en la configuración de su obra: la separación, la pérdida del ámbito de origen, y la captación no de un registro de memoria sino del principio creativo para reinstalar ese ámbito a través de la escritura de Los papeles salvajes.
El cambio se produjo en el jardín, espacio clave en la poética de Marosa y en su recuperación de la infancia. El jardín es el lugar intermedio entre la casa y el afuera, trasladado bajo la imagen del bosque; una aparición de muchísimas flores anunció allí su nacimiento. Tiene un carácter sagrado, como demuestra su registro en la percepción infantil: en sueños Marosa lo asocia con la Iglesia, pero esta supuesta confusión señala ante todo su devoción y el culto por las cosas y los personajes revelados ante su mirada, las flores que continúan sus ciclos. El primer poema que recuerda haber escrito Marosa fusiona ambos espacios: es un poema sobre la Virgen María, “mezclando los frutos, las flores, el aire libre y el sol, con la estampa blanca y azul de la Virgen”. El jardín, además, se encuentra regido por la figura de la madre, y por extensión de las mujeres de la familia, abuela, tías y hermana; el afuera, el bosque, es el territorio del padre y del abuelo, agricultores, y de los relatos sobre las criaturas maravillosas y algo amenazantes que los recorren.
La mirada de Marosa, esa mirada que define tal vez su escritura, es la del que ve el mundo por primera vez. Así dice escribir, como si aquello que relata sucediera ante sus ojos, familiar y a la vez desconocido. La Creación acontece de nuevo y sigue aconteciendo, transfigurada, “no hay ni arriba ni abajo, lo que está atado volará, lo que está volando quedará fijo”. No hay un mundo cerrado y concluido sino en curso y en vertiginosa transformación. El misterio vuelve a afirmarse alrededor de esa percepción tan intensa que se proyecta en visiones, profecías y apariciones. La historia es inefable, remite incluso a la mitología griega, a cultos secretos, a las fórmulas de la alquimia: Marosa es el nombre de una planta italiana utilizada en rituales druídicos, ella misma es llamada Druida por sus allegados y traía reminiscencias de esa cultura, antes de que le hablaran al respecto, en la casa.
El sentido del tiempo que afirma Marosa es también ajeno a los ciclos del trabajo campesino. No hay un círculo, ni una preparación paciente y calculada de lo que irá a manifestarse. Los objetos, los diversos seres y relaciones que mantienen, se revelan de una vez; son apariciones fulgurantes y plenas, tal vez existían previamente, inadvertidas, pero en ningún caso podrían ser comprendidas en los términos biológicos o físicos convencionales. Del mismo modo se realiza la escritura: “Los textos aparecen y yo los recojo tal como nacieron”. El pasado no sólo forma parte del presente como algo vivo y renovado que imanta e ilumina cada cosa sino que llama desde el futuro, es lo que vendrá; pasado, presente y futuro se reformulan en un tiempo suspendido, de duración inalterable. El nacimiento y la muerte no tienen dominio, ya que el conocimiento y la intuición personal los trascienden.
En ese tiempo las figuras de la madre y el padre, opuestas y complementarias, persisten como presencias tutelares. La reelaboración de Marosa parece preservar sus primeras percepciones. Lo que cuenta el padre, la historia del hombre lobo, su comercio con murciélagos, inscribe el registro de la fábula y de las simbiosis alucinantes; subsiste algo del temor infantil, ya que el padre, en tanto narrador, hace visible a ese hombre lobo, lo encarna. A la vez el padre está ligado al trabajo con la tierra, y a lo que, al permanecer inalterable, alberga al propio ser fuera del tiempo: Marosa añora el regazo, es, dice, siempre la misma niña a la sombra de los durazneros de su padre.
La figura de la madre se proyecta en dos direcciones. Sanciona ciertas prohibiciones (“decía que las niñas no debían leer novelas”) e introduce la poesía en la vida de Marosa. Ella misma es poeta, una extraña poeta que no escribe, que escribe a través de su hija. En la casa natal la madre y las tías recitan poemas, hablan de libros, muestran fotos de Delmira Agustini. La inspiración materna también se encuentra en los gladiolos, las violetas y las rosas del jardín, en los arreglos ante el espejo y en la cocina. Pero no pudo haber tenido efecto sin la asociación con la figura paterna: “Soy los rayos de un remoto centro –dice Marosa-. Los relatos de mi padre, donde vivían el lobo y la nieve, se entrecruzaron y hasta diría se fundieron con las bromelias del jardín de mi madre, hechas con seda y brasas”.
La biografía transfigurada reinstala la ensoñación. Las raíces son en última instancia insondables. Hay algo inasible, dice Marosa, “que yo veo y no puedo describir”. No tanto por incapacidad sino por respeto y un especial sentido del decoro: explicar sería transgredir aquella misión sagrada que anunció un ángel en el jardín. Marosa di Giorgio habla de un misterio que se anuda en cada hilo y en la red que los contiene, que se muestra y antes de ocultarse, en el mismo movimiento, descubre la belleza de un espacio perdurable, un resplandor que cualquier palabra puede señalar y ninguna alcanza a nombrar.