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¿Quién era Steve Jobs?

Una biografía 

A cinco años de su muerte, Malpaso Ediciones publica una nueva biografía a cargo de los periodistas Brent Schlender y Rick Tetzeli alrededor de ese hombre que "podía ser muy intransigente y nunca aprendía algo de un modo fácil o superficial, pero siempre aprendía".  

Por Brent Schlender.

«Usted es nuevo aquí, ¿verdad?» Aquéllas fueron las primeras palabras que me dirigió. (Las últimas, veinticinco años después, serían «lo siento».) En un instante había vuelto las tornas. Después de todo, yo era el reportero. El que debía hacer las preguntas.

Me habían advertido que entrevistar a Steve Jobs era un reto descomunal. La noche anterior, entre cerveza y cerveza, mis nuevos colegas de la oficina del Wall Street Journal en San Francisco me habían dicho que fuera a aquel primer encuentro con un chaleco antibalas. Uno de ellos comentó (sólo medio en broma) que las entrevistas a Jobs se parecían más a combates que a diálogos. Estábamos en abril de 1986 y Jobs ya era una leyenda en el Journal. Por la oficina corría la anécdota de que había abroncado a un reportero del periódico formulándole esta 

sencilla pregunta: «¿Pero entiendes en lo más mínimo, en lo más mínimo, de qué estamos hablando?».

Había tenido más de una experiencia con auténticos chalecos antibalas durante mis años de reportero en Centroamérica a principios de los ochenta. Pasé gran parte de esa época en El Salvador y Nicaragua, donde entrevisté a todo el mundo, desde camioneros que cruzaban las zonas de guerra hasta asesores militares norteamericanos instalados en la selva pasando por comandantes de la Contra emboscados en sus escondrijos o presidentes arrellanados en sus palacios. Para otras misiones periodísticas me reuní con multimillonarios tan explosivos como T. Boone Pickens, H. Ross Perot o Li Ka-Shing, con nobeles como Jack Kilby, con estrellas del rock e ídolos del cine, con polígamos renegados e incluso con abuelas de aspirantes a asesinos. No me dejaba intimidar fácilmente. Sin embargo, durante los veinte minutos de coche entre mi casa de San Mateo, California, y la sede de NeXT Computer en Palo Alto, le di muchas vueltas al asunto: ¿cuál era la mejor manera de abordar a Jobs?

Parte de mi inquietud se debía a que, por primera vez en mi vida profesional, debía entrevistar a un prominente hombre de negocios más joven que yo. Yo tenía treinta y dos años; Jobs tenía treinta y uno y ya era una celebridad aclamada mundialmente (junto con Bill Gates) por haber parido la industria de los ordenadores personales. Mucho antes de que Internet empezara a producir prodigios cada semana, Jobs era la superestrella original de la tecnología, la eminencia con el historial más formidable y pasmoso. Las placas base que él y Steve Wozniak montaron en un garaje de Los Altos engendraron una empresa de mil millones de dólares. El ordenador personal parecía tener un potencial ilimitado y, como cofundador de Apple Computer, Steve Jobs era la cara visible de esas posibilidades; pero de pronto, en septiembre de 1985, se vio forzado a dimitir poco después de anunciarle al consejo de administración que estaba cortejando a algunos empleados clave para lograr que se unieran a él en una nueva empresa dedicada a las «estaciones de trabajo». Fascinados, los medios diseccionaron minuciosamente su partida y tanto Fortune como Newsweek llevaron el ignominioso drama a sus portadas.

Los pormenores de su nuevo proyecto se mantuvieron ocultos durante los seis meses siguientes, en parte porque Apple presentó una serie de demandas judiciales para impedir que Jobs contratara a sus empleados. Al final, sin embargo, se retiraron esas demandas. Ahora, de acuerdo con la relaciones públicas que llamó a mi jefe en el Journal, Steve estaba dispuesto a conceder unas cuantas entrevistas a las principales publicaciones económicas. Estaba listo para iniciar el estriptis mediático donde revelaría al detalle en qué consistía la aventura de NeXT. Yo estaba realmente encantado, pero no menos receloso: no quería que el muy carismático Jobs me diera gato por liebre.

El trayecto desde San Mateo hasta Palo Alto es un viaje a la historia de Silicon Valley. Abandonas la Ruta 92 para tomar la Interestatal 280, una «bucólica» ocho carriles que bordea la Laguna de San Andrés y el Crystal Springs Reservoir, embalse que almacena para San Francisco el agua procedente de la sierra; dejas atrás el hábitat insípidamente ostentoso forjado por los capitalistas de riesgo a lo largo de Sand Hill Road en Menlo Park; atraviesas al bies el acelerador lineal de Stanford, un surco que raja una milla de paisaje pasando por debajo de la carretera; divisas el radiotelescopio de Stanford, las vacas hereford de cabeza blanca y los frondosos robles que salpican la pradera a espaldas del campus universitario. Las lluvias de invierno y primavera habían resucitado la hierba en las colinas, casi siempre amarillentas, mas ahora tan verdes como campos de golf moteados con manchas de flores moradas, amarillas o naranjas. Un espectáculo efímero. Llevaba tan poco tiempo en el Área de la Bahía que aún no había advertido que aquélla era la mejor época del año para conducir por esos caminos.

La última carretera que tomé, Page Mill Road, servía de domicilio social a Hewlett-Packard, a ALZA Corporation (una empresa pionera de biotecnología), a «facilitadores» de Silicon Valley como Andersen Consulting (ahora Accenture) y a la firma de abogados Wilson Sonsini Goodrich & Rosati. Pero antes pasas por el Stanford Research Park, propiedad de la universidad, con su floresta de laboratorios rodeados de espaciosas zonas verdes. También por el famoso Palo Alto Research Center (PARC) de Xerox, donde Steve vio por primera vez un ordenador con ratón y una pantalla con interfaz gráfica matricial. Ése era el lugar que Jobs había elegido para la sede de NeXT.

Una joven de Allison Thomas Associates (la agencia que llevaba las relaciones públicas de NeXT) me acompañó por los pasillos de aquel cúbico y acristalado edificio de dos plantas hasta una pequeña sala de conferencias con vistas a un aparcamiento medio lleno. Apenas se veía otro panorama. Steve me esperaba allí. Saludó con un leve cabeceo, despachó a la agente y, antes de que pudiera sentarme, me arrojó la primera pregunta.

Ignoraba si Steve quería una respuesta lacónica o tenía verdadera curiosidad por saber quién era y de dónde venía yo. Supuse esto último, así que empecé a enumerar los lugares y negocios sobre los que había escrito para el Journal. Concluidos mis estudios en la Universidad de Kansas, el periódico me mandó a Dallas para escribir sobre aviación, líneas aéreas y electrónica, ya que Texas Instruments y Radio Shack tienen allí su sede. Por aquel entonces adquirí cierta notoriedad gracias a un reportaje sobre John Hinckley, el hijo de un magnate del petróleo texano que disparó al presidente Reagan en 1981.

—¿En qué año terminó secundaria? —me interrumpió.

—En 1972 —le contesté—, y estuve siete años en la universidad, pero nunca me saqué el máster.

—Yo acabé el instituto ese mismo año —intervino—, así que debemos de tener la misma edad.

(Más tarde supe que se saltó el sexto grado.)

Entonces le conté que había pasado dos años en Centroamérica y otros dos en Hong Kong escribiendo sobre cuestiones geopolíticas para el Journal, y luego un año en Los Ángeles antes de conseguir por fin el empleo de mis sueños en San Francisco. Llegado a ese punto empezaba a sentirme como en una entrevista de trabajo excepto por el hecho de que Jobs apenas reaccionaba a ninguna de mis respuestas.

—Entonces ¿sabe algo de ordenadores? —preguntó interrumpiéndome de nuevo—. Quienes escriben para los principales medios nacionales no saben un carajo de ordenadores —añadió sacudiendo la cabeza con un estudiado aire de desdén—. ¡El último periodista que escribió acerca de mí para el Wall Street Journal ni siquiera sabía distinguir entre la memoria de la máquina y un disquete!

En ese instante pensé que pisaba un terreno algo más firme.

—Bueno, formalmente estudié inglés, pero programé algunos juegos simples y diseñé bases de datos en la computadora central de la universidad —puso los ojos en blanco—. Durante un par de años trabajé por las noches procesando las transacciones diarias de cuatro bancos en un miniordenador NCR —empezó a mirar por la ventana—. Y me compré un pecé de IBM justo cuando salieron a la venta. En el Businessland de Dallas. Su número de serie comenzaba con ocho ceros. Primero le instalé el CP/M. Sólo le puse el MS-DOS cuando lo vendí antes de mudarme a Hong Kong porque eso es lo que quería el comprador.

La mención de los antiguos sistemas operativos fabricados por la competencia lo animó.

—¿Por qué no compró un Apple II? —preguntó.

Buena pregunta. Pero en serio... ¿por qué iba a dejar que aquel tipo me interrogase?

—Nunca tuve uno —admití—, pero ahora que estoy aquí he conseguido que el Journal me compre un Fat Mac —había convencido a los capitostes de Nueva York de que si iba a escribir sobre Apple era mejor que me familiarizase con sus últimos cacharros—. Llevo un par de semanas usándolo y por ahora me gusta más que el pecé.

Había abierto el candado.

—Pues espere a ver lo que haremos aquí —me dijo—. Querrá deshacerse de su Fat Mac.

Por fin habíamos llegado al meollo de la entrevista, al destino que Steve había buscado todo el tiempo, al punto donde podría decirme cómo pensaba rebasar a la empresa que él mismo había fundado, cómo arrollaría a los individuos que lo habían desterrado del reino, en especial al consejero delegado John Sculley.

Había llegado el turno de mis preguntas, aunque no siempre me respondería con claridad. Me intrigaba, por ejemplo, aquel fantasmagórico edificio vacío. ¿De verdad iban a montar ordenadores allí? Estaba claro que aquel espacio no olía precisamente a fábrica. ¿Sufragaba él todos los gastos o había reclutado a otros inversores? Había obtenido unos 70 millones vendiendo todas sus acciones de Apple (menos una), pero esa cantidad no bastaba para financiar una empresa tan ambiciosa. A veces se desviaba hacia regiones completamente inesperadas. Mientras hablábamos bebía agua humeante en una jarra de cerveza. Me explicó que un día se le acabó el té y se dio cuenta de que también le gustaba el agua caliente sin más añadidos.

—Relaja como el té —dijo.

Al final condujo la conversación hacia su principal objetivo: la enseñanza superior necesitaba mejores ordenadores y sólo NeXT podía proporcionárselos. La compañía colaboraba estrechamente con Stanford y Carnegie Mellon, universidades con departamentos de informática muy prestigiosos.

—Serán nuestros primeros clientes.

Pese a las maneras evasivas y a su voluntad de ceñirse a un único mensaje, Jobs era un sujeto cautivador. Mostraba tal confianza en sí mismo que yo sorbía cada una de sus palabras. Hablaba con frases cuidadosamente elaboradas, incluso cuando respondía a una pregunta inesperada. Veinticinco años más tarde, en su funeral, la viuda de Steve aludiría a los «sólidos principios estéticos» que poseía desde muy joven. Las respuestas delataban esa enorme confianza en su propio juicio, en sus propios gustos. Algo que se hizo aún más patente cuando, en el curso de la conversación, observé que, a todos los efectos, él me estaba entrevistando a mí, estaba poniéndome a prueba para ver si «captaba» lo que había de especial en lo hecho hasta entonces y en lo que pensaba hacer con NeXT. Después comprendería que Steve actuaba así porque quería que todo lo escrito sobre él y su trabajo estuviera a la altura de sus propias exigencias. En esa etapa de su vida opinaba que él mismo podía hacer mejor el trabajo de cualquiera, una actitud que, por supuesto, exasperaba a sus empleados.

La conversación duró cuarenta y cinco minutos. Los planes que expuso eran demasiado vagos; como se vio después, aquello era un aviso temprano de los problemas que NeXT experimentaría con los años. Hubo, no obstante, algo tangible sobre lo que deseaba hablar: el logotipo de la empresa. Me dio un sofisticado folleto que explicaba la evolución creativa del exquisito símbolo ideado por Paul Rand. Éste también había diseñado aquel opúsculo de hojas lujosamente traslúcidas que separaban las gruesas páginas de color crema donde se narraba paso a paso cómo había concebido una imagen que se expresaba en «múltiples lenguajes visuales». El logotipo era un cubo «balanceado en un ángulo de veintiocho grados» con las letras de NeXT en «bermellón sobre cereza y verde, y en amarillo sobre negro (el contraste cromático más intenso posible)». Rand era entonces uno de los diseñadores gráficos más celebrados de Estados Unidos; era famoso por haber creado, entre otras, las identidades visuales de IBM, ABC Television, UPS y Westinghouse. Por aquel panfleto y por una única propuesta de logotipo («lo tomas o lo dejas»), Jobs se había desprendido alegremente de 100 000 dólares. Ese derroche, aunque fuese en aras de la perfección, era una cualidad que no beneficiaría mucho a NeXT.

No escribí un reportaje después de aquella reunión. El vistoso logotipo de una compañía en pañales no era clasificable como noticia al margen de quién lo hubiese encargado y quién lo hubiese diseñado. (Además, el Wall Street Journal no publicaba fotos por aquel entonces; de hecho, no imprimía nada en color, así que, incluso si hubiera querido escribir sobre la flamante chuchería de Steve, su etérea belleza metafísica se habría desvanecido por partida doble ya que a los lectores del Journal no les preocupaba mucho el diseño en aquella época.)

No escribir un artículo fue la primera descarga en los veinticinco años del largo forcejeo que marcó nuestra relación. Como ocurre entre la mayoría de los periodistas y sus fuentes, había un buen motivo para nuestra conexión: cada uno tenía algo que necesitaba el otro. Yo podía suministrarle la primera página del Wall Street Journal o, más tarde, la portada de la revistaFortune; él era dueño de una historia que mis lectores querían y que yo deseaba contar antes y mejor que los demás periodistas. Él quería que yo escribiera sobre un nuevo producto; mis lectores deseaban saber de él tanto como de ese producto (si no más). Él quería cantar las excelencias del objeto o el ingenio puesto en tan hermosa creación; yo quería correr el velo para mostrar los vaivenes comerciales de su empresa. Aquél era el subtexto en la mayoría de nuestras transacciones: cada uno esperaba embaucar al otro para obtener un trato ventajoso. Jugábamos partidas de cartas, pero un día pensaba que éramos una pareja de bridge y al siguiente que yo era el pánfilo engañado al póquer por un tahúr. Con razón o sin ella, casi siempre percibía que se estaba llevando el gato al agua.

A pesar de que el Journal no publicó nada, Steve le dijo a Cathy Cook, una veterana de Silicon Valley que entonces trabajaba para Allison Thomas, que la entrevista había ido bien y que yo era «bueno». De vez en cuando le pediría a Cathy que me invitara a NeXT para ponerme al día, pero, francamente, no había mucho que rascar, al menos a ojos del Journal. No escribí mi primer gran artículo sobre NeXT hasta 1988, cuando Steve desembaló por fin su primera estación de trabajo. Pero las visitas eran siempre estimulantes.

Una vez me llamó para jactarse de que había convencido a Ross Perot de que invirtiera veinte millones en NeXT. A primera vista formaban un dúo insólito: Perot, antiguo oficial de Marina rapado como un recluta, ultraconservador y patriota intachable, financiando a un exjipi vegetariano que aún prefería ir descalzo y no creía en el desodorante. Sin embargo, ya conocía a Steve lo suficiente para entender que él y Perot, a quien había entrevistado un par de veces, tenían mucho en común: al fin y al cabo eran dos autodidactas idealistas y excéntricos. Le dije que debía visitar sin falta las oficinas de Electronic Data Systems (la empresa de Perot) en Dallas, aunque sólo fuera para ver su tremebunda colección de águilas esculpidas y la columnata de banderas americanas que flanquea el camino de entrada a la sede. Steve se echó a reír arqueando las cejas con sorna: «Ya lo he hecho, he estado allí». Me preguntó si pensaba que estaba loco por simpatizar con Perot.

—¿Quién no simpatiza un poco con Perot después de conocerlo? —le contesté.

—Tienes razón, es un tío muy gracioso —dijo entre carcajadas—, pero ahora en serio, creo que puedo aprender mucho de él.

Con el tiempo, el hecho de que tuviéramos la misma edad se convirtió más en un puente que en un obstáculo. Steve y yo habíamos vivido similares ritos de paso en la adolescencia. Podría decir lo mismo de Bill Gates, sobre quien también he escrito mucho, pero él no procedía de la clase trabajadora ni había estudiado en una escuela pública como Steve y yo. Los tres nos libramos de ir a Vietnam porque el servicio militar obligatorio ya se había abolido cuando cumplimos dieciocho años. En cualquier caso, Steve y yo, más que Bill, éramos verdaderos productos de la contracultura, de la generación que quería hacer el amor y no la guerra. Nos encantaba la música, nos entusiasmaban los gadgets y no teníamos miedo a probar nuevas ideas o experiencias por muy extravagantes que fuesen. Steve había sido adoptado de niño y a veces hablábamos de lo que ello suponía para él, pero ese aspecto de su vida nunca pareció tener más peso en su desarrollo intelectual y cultural que el entorno sociopolítico (y el jardín tecnológico) en el cual creció.

Steve tenía un motivo importante para cultivar nuestra amistad durante aquellos primeros años. En el cambiante mundo de la informática que bullía a finales de los ochenta, crear una tensa expectación en torno a su próximo gran artilugio era crucial para atraer a los clientes e inversores potenciales. Y él necesitaba sin remedio a estos últimos porque NeXT tardaría casi cinco años en producir un ordenador operativo. Siempre tuvo muy claro el valor táctico de la prensa, un elemento más de lo que Regis McKenna (tal vez su principal valedor en los primeros años) llama el «talento natural de Steve para el márquetin; ya con veintidós años intuía su función». De acuerdo con McKenna, «entendió perfectamente dónde estaba la fuerza de Sony o Intel y quería ese tipo de imagen para lo que iba a crear».

Sabiendo que Apple era una de las empresas que yo cubría para el Journal y después paraFortune, durante los años siguientes me llamaría a menudo de forma inopinada y en apariencia casual para brindarme «información reservada» oída a excolegas que allí seguían o, simplemente, para exponer sus opiniones sobre el interminable culebrón ejecutivo de su antigua empresa. Con el tiempo observé que era una buena fuente para adentrarse en el gallinero de Apple a principios de los noventa y también que aquellas llamadas no eran en absoluto fortuitas. Siempre había un móvil oculto: a veces esperaba averiguar algo acerca de un competidor; a veces buscaba mi opinión sobre un producto suyo; a veces quería reprocharme algo que había escrito. En este último caso también podía jugar al escarmiento y la postergación. A finales de los noventa, después de su regreso a la empresa que había fundado, le envié una nota para decirle que ya era hora de escribir otro artículo sobre Apple para Fortune. Yo había estado inactivo durante varios meses debido a una operación a corazón abierto (él me llamó al hospital para desearme buena suerte), pero ya estaba listo para saltar sobre otra presa. La respuesta que apareció en mi pantalla fue tajante: «Si mal no recuerdo, el pasado verano escribiste una historia más bien infecta sobre mí y Apple. No he olvidado cómo heriste mis sentimientos. ¿Por qué escribiste algo tan infame?». Unos meses más tarde, sin embargo, se aplacó su ira y cooperó en otro artículo de portada sobre la compañía.

La nuestra fue una relación larga, compleja y, en general, gratificante. Cuando tropezaba con él en algún sarao de la industria, Steve me presentaba como su amigo, lo cual era halagador, extraño, cierto y al mismo tiempo falso: todo en el mismo paquete. Durante el breve período en que tuvo una oficina en Palo Alto, junto al despacho de Fortune, de cuando en cuando nos encontrábamos por la ciudad y charlábamos un rato sobre todo tipo de cosas. Una vez lo ayudé a comprar un regalo de cumpleaños para su esposa. Visité su casa en muchas ocasiones, siempre por motivos de trabajo, pero me trataba con una naturalidad que nunca he visto en otros altos ejecutivos. Sin embargo, nunca hubo un minuto donde los términos básicos de nuestra relación no fueran claros: yo era el reportero, él era la fuente y el tema. Le gustaron algunos de mis artículos y otros (como el causante de aquel correo electrónico) lo enfurecieron. Mi independencia y su reserva o su sigilo marcaron los límites de nuestro vínculo.

Esta necesaria distancia aumentó durante los últimos años de su vida. Ambos contrajimos graves enfermedades en los primeros años del siglo. A él le diagnosticaron un cáncer de páncreas en 2003 y en 2005 yo volví de un viaje a Centroamérica aquejado de endocarditis y meningitis, dolencias que me tuvieron catorce días en un estado semicomatoso y que prácticamente me dejaron sordo. Él sabía más sobre mi enfermedad que yo sobre la suya, por supuesto. Aun así, de cuando en cuando revelaba algún detalle: una vez incluso comparamos cicatrices quirúrgicas como hacen Quint (Robert Shaw) y Hooper (Richard Dreyfuss) en la película Tiburón. Durante las semanas que pasé recuperándome en el Hospital de Stanford me visitó en dos ocasiones cuando iba a los chequeos regulares con su oncólogo. Me contó chistes horribles sobre Bill Gates y me fustigó por seguir fumando a pesar de sus incesantes admoniciones. Le encantaba decirle a la gente cómo debía comportarse.

Después de su muerte se desató un vendaval de tópicos o banalidades en artículos, libros, películas y programas de televisión donde a menudo se resucitaban viejos mitos, estereotipos nacidos durante los ya lejanos ochenta, cuando la prensa descubrió al niño prodigio de Cupertino. En esos primeros años, Steve se recreaba con la adulación de los medios, así que abrió su empresa y su persona a los periodistas. Pasaba entonces por su época más turbulenta y desapacible. Resultaba obvia su inmensa capacidad para ingeniar productos innovadores, pero el desdén y la intolerable mezquindad con que trataba a empleados y amigos eran también notorios. De modo que, cuando comenzó a limitar el acceso a la prensa y a cooperar con ella sólo cuando necesitaba promover sus productos, los cuentos de aquellos primeros días en Apple se convirtieron en clichés sobre su personalidad y su manera de pensar. Tal vez por eso los comentarios póstumos reflejaron esos estereotipos: Steve era un maestro del diseño, un chamán cuyo poder narrativo podía generar algo mágico y maléfico llamado «distorsión de la realidad» o un necio presuntuoso que menospreciaba a todo el mundo en su obsesiva búsqueda de la perfección. Pensaba que era más listo que nadie, desoía cualquier consejo y fue un inmutable semigenio/semicretino desde la mismísima cuna.

Nada de esto cuadraba con mi experiencia. Steve siempre me pareció más complejo, más humano, más sentimental e incluso más inteligente que el hombre retratado en la mayoría de las publicaciones. Unos meses después de su muerte empecé a revisar las viejas notas, cintas y archivos de los artículos que había escrito sobre él. Había olvidado un montón de cosas: notas improvisadas, historias escabrosas contadas en entrevistas que no pude usar en su día para no herir sensibilidades, cadenas de correos electrónicos y hasta cintas de audio que nunca había transcrito. Hallé una copia de la casete que le había dado Yoko Ono, la viuda de John Lennon, con todas las versiones de «Strawberry Fields Forever» grabadas durante su larga composición. Tenía todo aquello guardado en mi garaje y exhumarlo liberó numerosos recuerdos enterrados. Después de hurgar en aquellas reliquias personales durante unas semanas decidí que no bastaba con gruñir contra los mitos unidimensionales que se estaban fosilizando en la opinión pública: quería ofrecer una estampa más completa y profunda del hombre a quien había observado con tanto empeño, algo que no había sido posible cuando estaba vivo. Escribir sobre Steve había sido fabuloso y, en cierto modo, dramático. La suya era una historia shakespeariana llena de arrogancia, intriga y orgullo; de presuntos villanos y bobos ineptos; de suerte descomunal, buenas intenciones y consecuencias nunca imaginadas. Hubo tantos altibajos en tan poco tiempo que mientras vivió fue imposible plasmar la sinuosa trayectoria de su éxito. Deseaba trazar un retrato cabal del personaje sobre el que tanto había escrito, del hombre que me consideraba su amigo.

La pregunta básica sobre la carrera de Steve es ésta: ¿cómo pudo un individuo tan voluble, insolente, grosero, impulsivo y terco (tanto que acabó expulsado de la empresa por él mismo fundada) convertirse en el venerado jefe que reconstruyó Apple y creó un novísimo abanico de productos revolucionarios que marcaron una época, transformaron su compañía en la más valiosa y admirada del mundo y alteraron la vida cotidiana de miles de millones de personas pertenecientes a todos los estratos socioeconómicos y culturales? No era ésta una cuestión que preocupara a Steve. Se trataba, sin duda, de un hombre introspectivo, pero no tenía inclinaciones retrospectivas: «¿De qué sirve mirar atrás? —me dijo en un correo electrónico—. Prefiero mirar hacia delante, a todo lo bueno por venir».

La respuesta a esa larga pregunta debería mostrar cómo cambió, quiénes influyeron en esos cambios y cómo aplicó lo aprendido al negocio de los grandes dispositivos informáticos. Mientras examinaba mis viejos documentos recordaba una y otra vez los tiempos que muchos han descrito como su etapa «salvaje», los doce años transcurridos entre su primer mandato en Apple y su regreso. Es fácil pasar por alto el período que va de 1985 a 1997. Los fallos no son tan estrepitosos como los estallidos de su primera estancia en Apple y los éxitos no son, por supuesto, tan emocionantes como los que obtuvo en la primera década del siglo XXI. Aquéllos fueron tiempos confusos, complicados, poco propicios para los buenos titulares. Pero son, de hecho, los años críticos de su trayectoria. Fue entonces cuando aprendió casi todo lo que facilitó los logros posteriores y cuando comenzó a moderar y canalizar sus impulsos. Pasar por alto esa etapa es caer en la trampa de celebrar únicamente el éxito. Podemos aprender tanto, si no más, del fracaso, de los caminos prometedores que se convierten en callejones sin salida. La visión, la sagacidad, la paciencia y la sabiduría que caracterizaron la última década de Steve se forjaron en los ensayos de esos años intermedios. Las derrotas, los amargos reveses, los problemas de comunicación, los errores de juicio, el énfasis en valores equivocados (la caja de Pandora de la inmadurez) eran requisitos previos para la claridad, la moderación, la perspicacia y la firmeza que mostró después.

Al final de esa década peliaguda y a pesar de los muchos desatinos, Steve, contra todo pronóstico, había salvado tanto a NeXT como a Pixar. El legado de la primera aseguró su futuro profesional y el triunfo de la segunda le dejó una fortuna. La experiencia en ambas compañías le enseñó lecciones que, vistas a posteriori, determinaron el futuro de Apple y ayudaron a configurar el mundo donde vivimos. Steve podía ser muy intransigente y nunca aprendía algo de un modo fácil o superficial, pero siempre aprendía. Expeditivo y curioso incluso en las circunstancias más adversas, era una máquina de aprender que asimilaba todas las experiencias.

Nadie trabaja en el vacío. Casarse y formar una familia cambió a Steve profundamente y tuvo un impacto muy positivo en su trabajo. A lo largo de los años atisbé muchos episodios de su vida privada y estuve con Laurene y sus hijos varias veces, pero yo no era un amigo íntimo de la familia. Cuando empecé a preparar este libro, a finales de 2012, supuse que no averiguaría mucho más sobre su evolución personal. Apenados por su muerte y dolidos por algunas historias que se habían publicado sobre Steve, muchos de sus colegas y amigos más cercanos se negaron a hablar conmigo, pero eso cambió con el tiempo. Las conversaciones con sus colaboradores y amigos más estrechos, incluidos los cuatro empleados de Apple que asistieron a su entierro (los únicos), revelaron un aspecto de Steve que yo había intuido, pero no había entendido plenamente, una faceta sobre la cual nada se había escrito. Steve dominaba la compartimentación de un modo extraordinario. Esa destreza le permitió mantener a su regreso un perfecto control de las diferentes piezas que componían una entidad tan compleja como Apple. Le permitió centrarse pese al guirigay de alarmas Podía ser, en efecto, un hombre difícil incluso al final de su vida. Trabajar a su lado era un infierno para algunos. La fe en el valor de su misión lo condujo a racionalizar comportamientos que muchos de nosotros bien podríamos deplorar. Pero también podía ser un amigo leal y un mentor incansable, un ser cordial, amable y genuinamente compasivo. Fue un padre atento y cariñoso. Creía a ciegas en el valor de lo que quiso hacer y esperaba que los más próximos creyeran con la misma intensidad en el valor de sus propios trabajos. Para ser un hombre que tanto «se desvió de la norma», como afirma su amigo y colega Ed Catmull, presidente de Pixar, tenía virtudes, flaquezas y sentimientos profundamente humanos.

Lo que siempre me ha gustado del periodismo económico y lo que he aprendido de los mejores compañeros es que en el mundo aparentemente calculado de los negocios siempre hay un imprevisible lado humano. Sabía que esto era cierto en el caso de Steve cuando aún estaba vivo: ninguna de las personas sobre las que he escrito sentía tal pasión por las creaciones de su empresa. Pero sólo al escribir este libro he comprendido hasta qué punto la vida personal y la vida empresarial de Steve Jobs se solapaban y lo mucho que una informaba la otra. No puede entenderse cómo Steve se convirtió en el Edison, el Ford, el Disney y el Elvis de nuestra generación, todos en uno, hasta que se entiende esto. Es lo que hace de su reinvención una gran fábula.

Al final de nuestra primera entrevista, Steve me acompañó hasta la salida por los relucientes corredores de la sede. No cruzamos ni una palabra más. Por lo que a él se refería, nuestra conversación había terminado. Ni siquiera dijo adiós cuando me fui. Se quedó allí contemplando a través de los cristales el aparcamiento de Deer Creek Road, donde un equipo de obreros instalaba una versión tridimensional del logotipo de NeXT. Mientras mi coche se alejaba continuó absorto en su logo de cien mil dólares. Sabía en su fuero interno (como él habría dicho) que iba a hacer algo grande. En realidad, naturalmente, no tenía ni idea de lo que estaba por venir.

 

El presente prólogo fue tomado de El libro de Steve Jobs, de Brent Schlender y Rick Tetzeli. Malpaso ediciones, 2016. Traducido por Gabriel Manuel del Manzano y Murillo-Gibert

 

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