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Literatura infantil y juvenil

Graciela Montes: "En un momento sentí que ya era suficiente"

Reciente Premio SM de Literatura Infantil

"Para mí lo interesante es esa esgrima con el lector donde estamos parejos y haciendo entre los dos el texto": autora de más de 70 libros para chicas y chicos, traductora entre otros de Perrault y Lewis Carroll, editora de la mítica colección "Cuentos del Chiribitil", cofundadora de ALIJA y ensayista extraordinaria, Graciela Montes está retirada desde hace trece años pero la siguen premiando. Conversamos con una figura clave de la literatura infantil y juvenil argentina.

Entrevista y foto Valeria Tentoni.

 

En el living de Graciela Montes cuelga un colorido y gran tapiz mexicano: es una esquina rodeada por libros cuyas ventanas dan al sol del barrio de Belgrano, en Buenos Aires. En el comedor también hay bibliotecas, y allí conviven enormes cantidades de libros con adornos, recuerdos, antigüedades y chirimbolos de todo orden. “Hay libros por toda la casa”, advierte la ensayista, traductora y narradora nacida en Florida en 1947.

Montes fue una de las fundadoras de ALIJA (Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina) y, entre otras cosas, editora en la mítica colección “Los cuentos del Chiribitil”, donde iniciaron su carrera escritores como Ricardo Mariño y su carrera como lectores miles de chicos y chicas. Autora ella misma de más de 70 libros para niñas, niños y jóvenes, hace poco fue reconocida con el Premio SM de Literatura Infantil, convirtiéndose en la tercera escritora argentina en la lista de ganadores (luego de María Teresa Andruetto y Laura Devetach). No es la primera ni la única distinción que le hicieron en todos estos años, pero la sorprendió porque desde hace unos trece que está retirada.

La traductora de Lewis Carroll sirve té y se sienta en la misma mesa en que corrigió galeras para el Centro Editor de América Latina −uno de sus primeros trabajos en el universo del libro− o se reunió con Ema Wolf a escribir su historia a cuatro manos, El turno del escriba, Premio Alfaguara de Novela. Fondo de Cultura acaba de reeditar ese ejemplar ineludible que es La frontera indómita, y en ese sello también se encuentra El corral de la infancia: los ensayos de Graciela Montes son artesanías hilvanadas con lucidez, belleza y apasionamiento. La suya es una vehemencia muy personal, fruto de su espíritu curioso y exigente, pero a la vez humilde.

 

¿Cómo recibiste el Premio SM en México?

Después de varios años de estar alejada, es un premio que recibo con mucho agradecimiento. Uno piensa que naturalmente deberá ir siendo olvidado, porque no está en actividad, y que pudieran reconocer a alguien que realmente se había retirado del todo me pareció muy bueno. Además me puse contenta porque había ya unas cuantas argentinas que lo habían sacado antes.

¿Hace cuánto que no estás en actividad?

Como trece años, yo diría, que me retiré del todo.

¿Pero seguís escribiendo?

No, tampoco.  

En uno de los ensayos de tu libro La frontera indómita, "Del peligro que corre un escritor en convertirse en Símil Tortuga", trabajás alrededor del riesgo de repetirse a sí mismo, sobre todo al ser vencido por requerimientos más bien del mercado. ¿Tuvo que ver con eso lo que te decidió?

El detonante último no sé cuál fue. En un momento sentí que ya era suficiente. Sí, uno tiene miedo a repetirse; uno tiene miedo a tener que responder a las expectativas de los demás, empieza a pesar mucho el lector, el lector expectante, las editoriales. Y me pareció que ya estaba bien. Y que quería, de algún modo, refugiarme en la vida doméstica, que es una zona que siempre me interesó mucho y que no quiero descuidar. Son etapas.

¿No se te ocurren ideas para cuentos? ¿O se te ocurren y las dejás ir?

No, no, ni lo intento. Si tengo alguna idea, en una de esas charlo con mis nietos o hacemos un juego a propósito de eso, pero nada más.

¿Seguís leyendo?

Sí. Leer, leo. Mucha lectura de información, sobre todo sobre cosas nuevas, que no conozco: los nuevos lenguajes y los conflictos que presentan. Eso me sigue interesando mucho. El tema de la lectura y de cómo se hace para manejarse con la información en este momento. Y algo de literatura, sí: releí muchas cosas, muchísimas, como Moby Dick. La única actividad que sí mantuve en estos años, esporádicamente, es la de la traducción. Traduje algunas cosas para mi nieto mayor, sobre todo. Yo había traducido ya el Huckleberry Finn, traduje el Tom Sawyer, le traduje algunos Verne... Lo íbamos haciendo como folletines, él los iba leyendo a medida que yo los iba traduciendo. Le mandaba de a un capítulo por mail. Y después alguna otra cosa que me parecía interesante he traducido también, pero no para editarla. La traducción siempre me ha interesado mucho, es una zona bien de frontera.

¿Lo primero que tradujiste fue a Carroll?

Carroll, Perrault, esas son las primeras traducciones que hice. Pero después me gané la vida como traductora no literaria muchos años, traduciendo libros sobre cosas como la geología del petróleo, por decir, cosas así pero que me hacían ganar el pan cotidiano. Así que siempre me sentí cómoda en la traducción. Un esfuerzo de traducción grande, y para mí muy fructífero, fue el de Marc Soriano, porque eso me permitió entablar con él un epistolario a medida que iba haciendo la corrección de la edición, que tenía muchos cambios, y fue una muy hermosa amistad. Muy breve, porque él murió cuando todavía el libro no había salido, pero aprendí mucho de esa persona. El libro de él yo lo había leído cuando llegó acá en Argentina, en francés. Lo había comprado en un lugar que se llamaba La oficina del libro francés, que existía en calle Córdoba y donde comprábamos en los tiempos en que yo estudiaba Letras. Nunca pensé que después de muchos años lo iba a traducir. Yo en ese tiempo simplemente era una curiosa de la literatura infantil.

¿Por qué dijiste que la traducción es un ejercicio de frontera?

Porque creo que es una zona, por un lado, de intercambio; es decir, efectivamente de frontera. Entre dos culturas, entre dos lenguajes. Y el hecho de que esté ahí, en ese lugar de transacciones, permite una gran influencia entre ambas culturas. De hecho, los traductores han sido grandes impulsores de la cultura y de las transformaciones. El traductor tiene que poder salirse de su lugar natural y tomar otro punto de vista, mirar las cosas desde otro lado. Si no, no podría traducir. Si fuera chauvinista, no podría traducir. Esa es mi sensación. Entonces traducir te da una agilidad, te da un ida y vuelta y te enriquece muchísimo en tu propio lenguaje. Ilumina tu mirada de tu propio lenguaje.

La ambigüedad siempre fue algo que te interesó, ¿no? Es un tema que regresa en tus ensayos. Y decís que la infancia es el territorio de lo ambiguo, por ejemplo.

Claro, que es un territorio en formación y que es plástico, no es rígido. Yo creo que la frontera o la traducción son alegatos, de alguna manera, que yo trato de hacer en contra de la rigidez. Del estereotipo, del no poder moverse de los esquemas: eso empobrece y automatiza. Solamente si uno puede cambiar de punto de vista, algo puede cambiar. Pero, si no, las cosas se enfrentan sin salida. Y los chicos nunca son rígidos, salvo que estén enfermos, pero si no siempre pueden cambiar, pueden sorprenderse de algo que no estaban esperando ver. Esa es una riqueza, que es la que uno tendría que tratar de no perder a lo largo de la vida, ¿no?

Y mantenerte escribiendo literatura para ellos, ¿creés que fue una opción vital en ese sentido, para quedarte cerca de esa riqueza?

Sí, fue importante. La literatura para los niños fue importantísima para mí. Me enseñó muchísimas cosas, descubrí muy buenas obras para niños que, si no, probablemente no hubiese descubierto. Me pareció, me parece, me sigue pareciendo un territorio interesantísimo. Pero que también es presa de las rigideces, porque en cuanto se convierte en un negocio las que mandan son las reglas del negocio y a veces eso puede endurecerla, quitarle los buenos jugos que tiene.

¿Son los corrales sobre los que hablás?

Son los corrales, claro. Es muy fácil, casi natural que se la acorrale.

Cuando vos empezaste, con tu primer libro, ¿ya había este tipo de corrales que conocemos ahora? Libros separados por edad, por ejemplo.

Era una época más precaria, digamos. Había buenas cosas, había mucha literatura traducida. Aquí se hacían pocas cosas: por supuesto, estaba María Elena Walsh, José Murillo, había gente que hacía cosas interesantes, pero no en el volumen que después hubo. Lo didáctico sí, eso existía, era una época bastante pedagogizante. La literatura que después vino de alguna manera se levantó contra eso. Pero a veces se cae en otras cosas, como la utilidad, lo políticamente correcto; un montón de cosas que vinieron por otro lado pero que también vuelven a ser peligrosas, en el sentido de "hacedoras de rigidez". Supongo que ahora los que escriben seguirán batallando con las mismas cosas… No lo sé, tal vez ya no sean las mismas. A todo este universo digital yo lo llegué a ver en acción apenas incipiente mientras escribía, pero el desarrollo de estos últimos años es inmenso y sería absurdo no integrarlo, no considerarlo. Es riquísimo, tiene muchas posibilidades. El papel es el papel, es cierto, y hasta los youtubers o los blogueros quieren tener su libro en papel, pero de algún modo hay que poder integrar.

Hay algo que decís sobre el lector, creo que refiriéndote al lector en general y no sólo niño o niña, y es que el lector es una persona contestataria, a la que no se puede llevar de las orejas. ¿El hábito lector es algo así como un “superpoder”? 

Me parece que es el poder: la única manera de contrarrestar al otro poder. Para mí no hay más que eso. Si no, es abrumador: si uno se dejara inundar por todo lo que le arrojan encima, sin poder criticarlo como lector, tomar distancia y leer, sería terrible. Sería una especie de hipnosis general, no habría manera de salir. Yo creo que es algo a lo que en educación, por ejemplo, habría que apuntar más que nada. A la crítica, a la posibilidad de tomar distancia.

¿Cuánto te diste cuenta vos, como lectora, de que eso era un poder?

Hay un hito importante, de chica. Fue con el Huckleberry Finn: era una lectura de otro orden. Esa primera persona tan particular que me descolocó completamente, para comenzar, y toda su situación, el modo en que manejaba el lenguaje con los demás, el hecho de que su padre fuera un borracho y lo tratara mal. Y después la presencia del paisaje, por ejemplo, que me impresionaba mucho. Y yo me impresionaba a mí misma, porque leía muy vorazmente cuando empecé a leer, muy compulsivamente: salteaba párrafos cuando me aburría, quería la peripecia, como todos los chicos. La acción. Y ahí, en cambio, por esa particular relación que me producía, yo no salteaba esos tramos de descripciones. Al contrario. El momento en que hablaban del río y los amaneceres era una cosa de una felicidad inmensa como lectora. Y eso sí me puso en otro sitio.

Escribís en otro ensayo acerca del extrañamiento de las palabras; cuando las palabras ya no son lo que son, ¿relacionás la experiencia con eso?

Exacto, como lo que decía Sartre en ¿Qué es la literatura?, hablaba de la diferencia entre prosa y poesía y hacía un símil bastante interesante, algo así como que el poeta, o el escritor que no está usando el lenguaje discursivamente, es como si llegara al lenguaje desde el otro lado del espejo. Desde el lenguaje a las cosas, y no usa el lenguaje como un instrumento. A diferencia de la referencia, que sería el ir de las cosas buscando la palabra para decirla. No usa la palabra como un instrumento, sino al revés.

También te peléas mucho con la idea de productividad, de utilidad de la literatura, ¿no?

Creo que el lenguaje es una herramienta útil, y que con él se aprende, se enseña, se explica, etcétera; pero me parece que tal vez lo peligroso es confundir las dos cosas. Que, por ejemplo, lo informativo, cuando tiene que informar verazmente, se convierta en una construcción símil literaria, ni siquiera de buena calidad. Y entonces uno no sabe bien en qué lugar está. En cambio, la literatura es honesta.

¿Te referís a la crónica?

Por ejemplo, la crónica; no la crónica literaria, porque las que hacía Arlt, por ejemplo, cuando describía el río o la feria o lo que fuera son riquísimas, porque son a la vez verdaderas. Está mirado, y también tiene carga literaria. Me refiero a la cosa un poco más light que se suele hacer. Pero por ejemplo las crónicas de Payró: Payró es excelente contando. Eso es riquísimo. La buena crónica es insuperable, porque junta, justamente, las dos cosas. Y, si no, el lenguaje también es honesto cuando simplemente dice, explica y no pretende poner a la vida, digamos, adentro.

¿Lo que decís es que creés que es un poco tramposo "literalizar" lo informativo, digamos?

Me parece que es un poco tramposo, sí. Es decir, tal vez un buen lector no se confunda, pero un lector no muy avezado puede mezclar las cosas, puede confundirse. No sé si me parece que sea honrado hacer eso. Tal vez una buena pregunta, antes de empezar a escribir, sea desde dónde vas a escribir. Quién escribe. Esa pregunta es muy importante.

Entre tus ideas circula también la de responsabilidad del que escribe.

Sí, eso lo sentí siempre mucho, ese peso. Tal vez el dejar de escribir tiene que ver con eso.

Y yendo al otro extremo, ¿cómo fue que comenzó todo? ¿Cómo te enamoraste de los libros?

Mi papá me compraba un libro todos los sábados en el quiosco del barrio, generalmente de la Colección Robin Hood. Empecé a ser muy lectora, de esos chicos que los padres los retan y les dicen que salgan que el día está lindo.

¿Y ya escribías de chiquita?

No... Yo creo que a los once, doce años garabateé alguna cosa, pero nada importante. Con la adolescencia ya sí.

¿Poesía?

Alguna vez intenté, pero no soy buena. Aprecio inmensamente la poesía y por eso mismo me parece que no me alcanza para ser poeta.

María Negroni alguna vez habló de la poesía y del ensayo como de un monstruo bicéfalo. Y efectivamente hay algo muy poético en tus ensayos.

Hay figuras, sí, la metáfora es una cosa fuerte para mí. Pienso en metáforas, de alguna manera. Pero el poeta tiene además un tema con la cadencia, con el oído, con la música, que no sé si yo sería capaz de manejar.

Sin embargo en tus libros para chicas y chicos hay mucha música, repeticiones, ¿no es algo que consideres?

Quizás haya una música. Sí es algo que me importa.

¿Cómo fueron tus años de estudio de Letras?

En la calle Independencia, y yo agarré justo el golpe del 66 porque entré en el 65 a la universidad. Tuve un par de muy buenos profesores en literatura, como Ana María Barrenechea, pero se fueron. E hice una gran parte de la carrera libre, así que no cursé mucho. No lo tuve a Rest, por ejemplo. Ah, ¡lo tuve a Borges, eso sí! Como profesor de literatura inglesa.

¿Y cómo era?

Y... Borges era Borges. Más que un profesor, era él. Todos íbamos para verlo a Borges. Ya estaba muy ciego así que muchas veces había que ayudarlo a subir, entrar al aula y esas cosas. Me acuerdo que una vez lo acompañé en un taxi cuando salía, porque llovía, y yo tenía puesto un impermeable que tenía manchitas amarillas. Y él se ve que lo que veía era eso, porque me preguntó: "¿Leopardo?". Veía machas, digamos. Le era muy difícil manejarse ya.

Es una literatura justo que te interesó, la que él enseñaba.

Sí, y además era muy interesante, y tuve el honor de una vez leerle un poema de Coleridge, "The rime of the ancient mariner". Él pidió si alguien se lo podía leer, y yo me ofrecí porque además lo había estudiado en el secundario, así que lo conocía. Se lo leí y cuando terminó me dijo: "Gracias, gracias en nombre de Coleridge". Era así. Hablaba exactamente igual que escribe: el pasa de un verso al otro encabalgando siempre, y hablaba así también. Increíble. Traía a colación mil asuntos, tenía una memoria impresionante y había leído el mundo. ¡Se acordaba de tantas cosas! Todo lo que te iba diciendo lo cruzaba con cientos de lecturas de distintos momentos y países. Era muy abarcativo. Estaba siempre conectando y como levantando el horizonte. Siempre más alto y más lejos. Lo hace con toda su literatura también. No es minimalista; parece, pero no. Esa sensación de gran horizonte, siempre en Borges.

Escribiste que la escritura te da la sensación de "disponibilidad del mundo", ¿vendrá de ahí?

Por un lado, es ese abrirte muchas puertas, poder tomar cualquier cosa. Pero también, al mismo tiempo, el libro te da una sensación de intimidad. De estar en tu casa. Mientras estás ahí adentro, estás a salvo. Hay una cosa de hogar o de pertenencia. Podés, de algún modo, encerrarte ahí. El libro te ampara, te ofrece un mundo constituido.

Hablás de la escritura como de un oficio, no como algo sagrado, y además lo vinculás a una artesanía. ¿Por qué?

Sin dudas, pienso que sí. Es muy laborioso y hay una gran alegría en el trabajo con el lenguaje, en esa artesanía. Un espacio que pude disfrutar mucho a dúo fue cuando escribimos con Ema Wolf, nos divertíamos muchísimo. En esa cosa de dar vueltas las oraciones, ver cómo sonaban, buscar palabras. Fueron muchos años de trabajo y de mucho disfrute de la artesanía, justamente.

¿Y cómo hacían?

Nos reuníamos muchísimo, pero además escribíamos y nos lo mandábamos, discutíamos, avanzábamos. Sentadas en esta mesa estuvimos ni sé cuántas veces. Ema me tomaba el pelo porque a veces queríamos encontrar una palabra −las dos sabíamos que no habíamos encontrado todavía la que tenía que ser− y entonces yo iba al diccionario de inglés y ahí la encontraba. Ella se reía y me decía que estaba loca, ¡pero ahí aparecía, desde otro idioma, de pronto, la palabra! Esa parte, la artesanía, es interesantísima. Y me parece que eso es lo que me queda. Es decir, yo no escribo, pero la artesanía la sigo en la cabeza. En la cabeza muchas veces yo estoy desarmando las palabras, armando. Es natural, ya, para mí. Hay un placer muy grande en eso. Y es un placer, como el del lector con la lectura, que te da como cierto poder.

Pienso en ese otro ensayo sobre el slogan "el placer de leer". ¿Es un placer trabajoso, la lectura, dirías?

Sí, yo diría que no sé si trabajoso, pero es un placer que se consigue en esa actividad. Es como un fruto de esa actividad. No viene dado. Me parece que es un placer conquistado, por decir así. También se puede pensar que tal vez somos unos pocos locos que lo vemos así, pero, yo digo, en la educación, ¿no sería útil que los chicos se entrenaran en ese sentido? Como si  fuera una esgrima. Como si fuera destreza. Que pudieran aprender a desmontar el lenguaje, a discutirlo, a abrir las palabras y encontrar las etimologías. El mecanismo de la etimología por ejemplo es lindísimo, conocer qué viaje hizo la palabra hasta mí y cuántas cosas estoy diciendo con una sola palabra. Un mínimo de destreza con el lenguaje me parece utilísimo para las generaciones que vienen.

Más aún porque son generaciones muy vinculadas con los textos: todo es lectura. Todo es texto.

Todo es texto, y el peligro es que el texto se vuelva completamente automático. Yo, por ejemplo, soy muy torpe con las aplicaciones, pero hay una que te corrige, te autocorrige, y me vuelvo loca con eso. Es algo tremendo. Si uno todo eso lo acepta simplemente, así como viene, sin crítica, después...

Ese peligro que advertís sobre la automatización se está concretando; en los medios ya casi no hay correctores, un trabajo que hiciste en su momento, ¿no? ¿Qué valor le das a ese rol?

El corrector es el primer lector, es importantísimo. Es un respeto al que va a leer. Y para el escritor el corrector también es una figura importantísima. El editor también. Tantas veces a uno se le deslizan errores, o en frases hay una cacofonía que ni te habías dado cuenta y el buen lector la ve. Además, sí, me gané la vida con ese trabajo. Empecé como correctora. Mi primer trabajo para el Centro Editor fueron galeras de Los Hombres, de Siglomundo y demás, que como eran de salida semanal de pronto llamaban a algunos correctores para cubrir a otros que estaban de vacaciones, o de licencia. Mi marido ya trabajaba en el Centro Editor, y un día me llama y me dice: "Mirá, se quedaron sin corrector. ¿Querés venir rápido a corregir una galera?". Me quedé ahí horas hasta terminar todo, y ese fue el primero de varios trabajos. Corregí mucho y recién después empecé a trabajar como editora. Fui secretaria de redacción de Siglomundo, cuando estaba Julio Schwartzman dirigiendo, y después trabajé en la colección de Los hombres de la historia en su reedición, y había que corregir los errores. Las correcciones las hacía acá, en esta mesa. Desde que empecé hasta ahora cambiaron enormemente las maneras de hacer un libro. Primero eran películas gruesas y después esa especie de películas finas que se llamaban acetato. Esos acetatos tenían el texto y, pegadas, las películas de las fotos. En los textos había que hacer las correcciones, entonces con un cutter yo tenía que cortar la línea del acetato, y con cinta Scotch pegar la línea nueva que me habían mandado. ¡Eso sí que era laborioso! Y así con toda la colección. Llevaba mucho tiempo, pero siempre tuve paciencia.

¿Primero fuiste autora o editora de la colección infantil? ¿Qué vino primero, Nicolodo?

Primero publiqué Nicolodo: la editora era Delia Pigretti, que falleció al poco tiempo de empezar el Chiribitil. Y ahí Boris Spivacow me preguntó si me quería hacer cargo yo.

¿Y cómo se te ocurrió la primera idea para esa obra infantil? Un libro que además, en principio, había sido rechazado.

Son unos personajes, los odos, que... Mirá [busca una pequeña cartulina celeste, recortada del tamaño de una postal, en la que hay dibujados en lápiz muchos odos]. Estos eran los odos como los dibujábamos mi novio y yo, en ese tiempo, ahora es mi marido. Para la ilustración les mostré esto como modelo, después Julia Diaz hizo su propio odo. Estos de acá son odos cuando están contentos, que dicen A, O, A, O.

¿Cómo se te ocurrió? ¿Y cómo te atreviste, también? Porque hay una idea en tus ensayos que es la del coraje del escritor, de apostar por una idea, llevarla adelante, conseguirle edición.  

Me animé, no sé. En realidad en ese momento en el Centro Editor siempre estaban pidiendo textos, y me dije bueno, pruebo. Pero no sé por qué, por qué la cocina, por qué la cuchara; lo que puedo decir es que los personajes eran chiquititos y vivían en latitas de azafrán, jugaban al fútbol con arvejas y ese tipo de cosas. Tuve esa suerte de que lo publicaran y de recibir algunas buenas críticas.

¿Con qué creés que se abonó todo ese imaginario de los odos? ¿Ya habías traducido a Carroll por ejemplo? Hay algo como lisérgico, ¿no?

No, no había traducido a Carroll todavía, pero de chica sí había leído Alicia en el País de las Maravillas. Pero no, yo creo que la fuente para eso fue otra; era la época de los happenings, del Di Tella. Esa es nuestra juventud, los sesenta. Creo que teníamos, cuando inventamos eso, fuerte influencia de Cortázar. Para nuestra generación fue muy importante. Tal vez uno tenía más admiración por otros escritores, como Borges, pero Cortázar se insertaba en la vida de uno. Tenía que ver con la vida cotidiana, con el lenguaje tal y como se iba quebrando. Y yo pienso que los odos tienen más que ver con los cronopios y famas, si pienso en alguna fuente.

De ahí en adelante, siempre en tus libros para chicas y chicos hubo mucho humor, y una gran complicidad, ¿cómo lo fuiste desarrollando?

Eso creo que sí, en general es lo que me interesa. Y es porque tiene que ver con ese respeto al lector, que por más chico que sea es un uno a uno. Él o ella está ahí, y alerta. Yo no intento seducirlos, ni que adhieran, ni hacerlos sentir miedo. No quiero digitarlos, digamos. No me interesa. Para mí lo interesante es esa esgrima con el lector, donde estamos parejos y haciendo entre los dos el texto. Eso se me hizo muy patente con Otroso, un libro complejo que a algunos chicos no les gustó, me decían que no se entendía. A otros les gustó, lo pescaron en seguida, pero aprendí mucho de esos chicos que se quejaban: me mostraron que yo les estaba haciendo una propuesta de máxima, difícil. Y es que hacer un libro en el que todos estén incluidos y que además no sea paternalista no es fácil.

Hacés hincapié en que la literatura para chicas y chicos es un territorio sencillo, ¿la sencillez es un valor regente para vos?

Sí, eso es importantísimo. La sencillez es importante para no perderlos por el camino. Una especie de economía. A veces me sale, a veces no me sale. Otras veces me gusta y esa es otra cosa a la que no quiero renunciar, por ejemplo; a las frases largas y complejas, con incluidas, con cláusulas, paréntesis, guiones y demás. Y me doy cuenta de que dejo a muchos lectores afuera, y eso también quizás sea una especie de soberbia del escritor. El no poder llegar a la sencillez. Siempre peleé contra eso, pero no siempre me salió.

¿Y en la escritura para adultos esa sencillez se suspende?

Tal vez porque no podemos encontrarle la forma sencilla. Hay zonas más confusas, capas de significación que se apilan, en las que ya es muy difícil un corte neto. Tal vez lo alcance la poesía. La prosa es otra cosa. 

 

 

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