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"Elijo escribir exageradamente"

© Berta Sanchez-Casas

Marta Sanz

"Me gusta construir personajes complejos que puedan desdecirse, que tracen círculos, que a veces sean incapaces de salir de su bola de pelusa" dice aquí la española, Premio Herralde de Novela, quien visitará en breve Argentina para participar del Filba Internacional. "Frente al ahorro y la anorexia, yo abogo por escribir feo de lo feo".

Por Ivana Romero.


Marta Sanz escribe mirando por una ventana que da a las calles de Malasaña, el barrio en que vive desde hace veinte años en Madrid. “Me gusta que mi escritura se contamine de los ruidos de afuera. Desconfío un poquito de las personas que no beben nada y también de los escritores que necesitan un silencio prístino para abordar sus textos”, cuenta en una serie de intercambios vía mail antes de llegar a Buenos Aires. Invitada por el Filba, Sanz viene a presentar su novela Farándula, que acaba de ganar el Premio Herralde.
En ese libro, varios personajes del universo del teatro narran historias encontradas desde una perspectiva compleja, exterior e interior a la vez. En esa fisura, la autora indaga la complejidad de los vínculos humanos y la de un momento en el que la crisis económica, social y política se adueña del escenario. Sanz asegura que no está alejada de este alud por más que haya obtenido aquel premio: “Me parece que pocas casas en España en este momento se salvan de los distintos rostros de la precariedad”, afirma cuando se le pregunta si sólo se dedica a escribir. Pues no. Si bien dejó su trabajo académico y docente en la Universidad Antonio de Nebrija, colabora con dos escuelas de escritura: Función Lenguaje y la Escuela de escritores. “Otro de los temas de Farándula es precisamente el de que, dentro de los oficios artísticos, también existen clases sociales. Yo no puedo vivir solo de escribir. Me encantaría porque eso implicaría que los trabajos culturales tengan un reconocimiento social que ahora mismo no tienen”.

—Decías que tus padres estaban en una compañía de teatro de aficionados durante tu infancia en Benidorm y que te daba temor que ella olvidase la letra cada vez que salía a escena. 
—Yo tenía y tengo un vínculo muy especial con mi madre. Somos completamente distintas y completamente iguales: me imagino que eso lo descubrimos casi todas las mujeres que estamos a punto de cumplir cincuenta años. Creo que profundicé en ese vínculo en mi única novela explícitamente autobiográfica, La lección de anatomía. Mi madre era una mujer hermosa y muy fuerte. Un verdadero ícono frente al que yo a veces me sentía como Alicia después de haberse comido una galleta reductora del tamaño. Sin embargo, cuando ella preparaba sus papeles, los memorizaba en casa, yo empecé a sentir miedo de que el público no viese a mi madre como la veía yo. De repente, me di cuenta de que ella era un ser vulnerable, expuesto a miradas no siempre tan amorosas como la mía, y desde ese momento me convertí en una niña temerosa y a la vez sobreprotectora. La fuerza, la violencia, incluso el sentido del humor forman parte de esas máscaras de la escritura que me dejan desnuda. Puede que si algo caracteriza mi estilo es la combinación de lo tierno y lo violento. En cuanto a Farándula, lo bueno y lo terrible del teatro es que no hay escapatoria y que, si uno se escapa, la huida es violenta, soberbia o vergonzante. El teatro está sujeto al error en directo y a la vacilación.
—¿Cómo fue surgiendo la escritura de este libro?
—Fueron aproximadamente dos años de escritura, pero trabajo implicó mucho más porque surge de dos fuentes habituales en mis libros. Por una parte, la prospección autobiográfica en la que podríamos incluir mi fetichismo cinéfilo y la vivencia del teatro a través de lo que conté sobre mi madre, mi percepción de que el espectáculo teatral era algo físico y que por ello comprometía al público de una manera mucho más intensa que otro tipo de representaciones; por otra parte, la observación de la realidad, de la crisis, y de cómo esa experiencia, junto con el tránsito de un modelo analógico a uno digital, transforman de la cultura y la rodean en muchas ocasiones de un aura demagógica que cristaliza en el concepto de cultura popular. Encontrar ese punto de confluencia entre lo interior y lo exterior, entre el texto y el contexto, lleva siempre mucho tiempo. En ese proceso me parece que mis novelas, ensayos y poemas están interrelacionados desde que comencé a escribir o desde que comencé a mirar la realidad y la propia literatura con ese ojo sucio del que se nutren.
—Justamente, la narración se construye a través del ojo de cada personaje, desde un punto de vista contradictorio, aluvional, cambiante.
—El adjetivo “aluvional” posiblemente no existe pero que es muy representativo de una parte de mi escritura. Elijo escribir exageradamente, enumerativamente, en primer lugar porque el hecho de que la calidad en la construcción de un personaje se relacione con que el escritor concentre su personalidad en cuatro rasgos, económicos y expresivos, me parece una de esas opciones retóricas que son ideológicas: responde a un modelo de comodidad lectora que yo relaciono con el consumo más que con la lectura. A mí me gusta construir personajes complejos que puedan desdecirse, que tracen círculos, que a veces sean incapaces de salir de su bola de pelusa, que se contradigan y tengan estados de ánimo cambiantes. Incluso tontos. En cualquier caso, últimamente discuto mucho conmigo misma respecto al concepto de verosimilitud.
—¿En qué consiste esa discusión?
—Sospecho que el sentido del oficio de la escritura es poner en tela de juicio las verdades inquebrantables de nuestro trabajo. Frente al ahorro y la anorexia, yo abogo por escribir feo de lo feo. Y uso la hipérbole porque, a la vez, creo que la hipérbole forma parte de la sátira. En ese sentido, Farándula es una novela falsamente coral. No hay realmente una perspectiva múltiple. Sólo existe la voz de un personaje que se coloca encima de los ojos las máscaras de todos los demás. Esa posición narrativa es coherente con la profesión de los actores. Y con la falsa esquizofrenia de los escritores, también. También porque fue uno de los oficios culturales que más sufrió la precariedad durante esta crisis económica que aún no se ha acabado. En Farándula se habla de teatro, sí, pero sobre todo se habla de literatura.
—En una entrevista te referiste a la trama como un recurso que, cuando resulta forzado, corre el riesgo de reducir un lector a cliente que debe ser seducido. ¿Cómo sería esto?
—Yo he vivido en una época en la que todas las novelas para serlo o parecerlo tenían que ser a la fuerza detectivescas. Aunque no hubiese un detective. Una buena trama, una buena historia, una novela novelesca. Todo eso está muy bien, pero para mí la literatura, además de hacerme pasar unos ratos entretenidísimos, también es un instrumento de indagación. No solo una pista deslizante donde llego rápido del principio al fin. Quizá deberíamos replantearnos el concepto de amenidad y vincularlo al descubrimiento. Pero no al descubrimiento que consiste en sorprendernos mucho porque el conejo sale de la chistera o porque el mayordomo es el asesino, sino al descubrimiento que caracteriza el proceso de leer el relieve, la profundidad del lenguaje literario.
—¿Ese cuestionamiento involucra el afán de aplanar el idioma? Me refiero a la discusión sobre el uso de una lengua neutral, sin demasiados giros idiomáticos que, según algunos imaginarios, permite su circulación entre mayor cantidad de lectores de diferentes países.
—Es que tampoco me interesan las novelas que son fácilmente traducibles en un modelo de lengua “estándaruniversal” que, sospechosamente, nos lleva a pensar a todos en inglés, aunque no lo hablemos… Me interesan las idiosincrasias lingüísticas, los giros y costumbres retóricas resistentes que, en su carácter minúsculo y distinto, son universales. Me gustan los escritores que hablan en porteño o en madrileño o en habanero y no convierten su lengua en un adorno costumbrista, sino en un acto de resistencia y en una búsqueda que parte de la base de lo que Adrienne Rich llamaba “las geografías de la escritura”. Es decir, los escritores, las escritoras, hemos nacido en un corte de la historia, en un país, con un sexo y una opción sexual, tenemos un nivel de estudios, una religión, una ideología política, una raza que nos ha podido marcar históricamente, hemos nacido en una colonia o en un imperio hegemónico... Todas esas cosas se transparentan en la escritura y convierten en autobiográficos incluso los libros más imaginativos. Reflejan la posición en el mundo de quien escribe. Me interesa, como lectora y como escritora, la novela que me hace pensar por cómo está escrita, concebida.
—Tu tesis de doctorado en Literatura contemporánea fue sobre poesía española durante la transición; esto es, entre mediados de los setenta y de los ochenta. Además, publicaste libros de poemas.  
—Mi primera relación con la literatura siempre fue con la poesía. Como lectora, como escritora y como crítica. Mi vocación literaria comienza con una fascinación hacia el lenguaje, su sonoridad y sus juegos. Mi relación “formal” arranca con la publicación de El frío (1995) que no es exactamente una novela, pero sí un texto con aspiraciones narrativas. Ya en ese momento desconfío de las tramas más convencionales y concibo una novela de voces interiores y exteriores, enrarecidas, que rebotan la una contra la otra. Dialécticamente. Para hablar del amor contrariado y de los tópicos eróticos que nos hacen infelices. Luego sigo indagando en el terreno de esas novelas que huyen de lo novelesco, experimento con los géneros y con la posibilidad de sus hibridaciones intentando contrarrestar los hábitos de una literatura que yo percibo como dominante… Esa actitud culmina con la escritura de dos novelas negras heterodoxas: Black, black, black y Un buen detective no se casa jamás. Cuando acabo de escribir un libro tan complejo como Black, black, black, de pronto, un día, después de haber pasado más de veinticinco años sin escribir un poema me salen dos poemarios seguidos: Perra mentirosa y Hardcore. Me siento muy identificada con ellos. También con los que llegaron después: Vintage y Cíngulo y estrella. Eso de sentirme segura con los poemas no me pasa con los textos narrativos donde siempre me encuentro en una cuerda floja. No sé por qué.
—¿Existe un vínculo, entonces, entre narrativa y poesía?
—Claro. En mi caso, ciertos comportamientos retóricos de la poesía se me cuelan en los textos narrativos y esa invasión me parece que es un modo de reforzar el espesor connotativo de la palabra literaria en un género, la novela, donde parece que lo único que importa es quién, qué, cuándo y dónde, pero mareando un poco la perdiz de las coordenadas espacio-temporales para darle misterio al asunto: periodismo con intriga. En las novelas creo que ha de existir una preocupación lingüística que, como tú dices, a menudo se identifica en el ritmo de un texto. Me gustan los poemas que no suenan a poemas, porque huyo de los lenguajes literarios estereotipados, de un supuesto léxico poético que no en pocas ocasiones se solapa con la cursilería y la grandilocuencia.
—Si bien el libro se divide en tres partes, en su interior hay pequeños subtítulos que parecen escenas. ¿Esto es así?  
—Sí, funcionan como escenas que van configurando la psicología de unos personajes que, al final de la novela, se colocan en esa zona de incertidumbre que habitamos casi todos y que es la que, de algún modo, desencadena Farándula: mi incertidumbre y mi desamparo en el presente. Los personajes de la sátira se mueven dentro de sus cuadros, tienen un límite, un marco. Como si estuviesen encerrados dentro de los espejos deformantes del callejón de Gato a los que aludía Valle-Inclán para explicar en qué consistía el esperpento. A propósito de Valle, me gustaría subrayar que en este libro me parece que mis fuentes son marcadamente hispánicas. Valle y Quevedo, con esa caligrafía poderosa llena de neologismos que agrandan las deformidades de la realidad. Las hacen visibles.
—¿Cómo fuiste encontrando al personaje de Ana Urrutia?
—Fue fácil porque Ana es la única que tiene un referente real, reconocible, en las tablas españolas: la actriz María Asquerino. Ella, a su modo, fue un poco nuestra “Doña”, nuestra María Félix. La cita con que se abre la novela salió de su boca y yo creo que la define muy bien: “Tengo aspecto de fuerte e independiente y una voz que proyecto como debe hacer un actor, desde abajo”. Ese cruce de genitalidad y clase social, esa contundencia y ese arrojo, son María Asquerino en estado puro. Ella fue una mujer que pagó con su soledad una vida independiente, en la que se alejó de los estándares de la feminidad que vendía el franquismo. Bebió, fumó, conversó y se acostó con quien le dio la gana. No fue ni mucho menos un ángel del hogar. Y esa libertad dio miedo y creo que, de algún modo, fue castigada.
—El personaje de Valeria Falcón, sobrina de Ana y también actriz, tampoco se siente a gusto con los mandatos que pesan sobre las mujeres y su destino de madres y esposas. Pero, a la vez, se muestra más vulnerable, menos dura y altiva que su tía. ¿Por qué?
—Valeria Falcón es fundamentalmente una mujer compasiva. Una mujer protectora de las que cuidan y sufren. Es un ser doliente en su lucidez. No sabe dar el salto desde el pesimismo del pensamiento hacia el optimismo de la acción. Su cultura le hace daño. Valeria sabe que Ana forma parte de un mundo que se acaba y que posiblemente tenía cosas horrendas, como la sacralización del arte o su elitismo, pero que a la vez también tenía cosas buenas: la asunción de riesgos, la predisposición a escuchar, la creencia de que las palabras pueden transformar el mundo.
—El destino de Ana advierte el desdén con el que se trata a los ancianos en general y a las ancianas en particular, amplificado por la imagen que toma el portero cuando ella debe ser trasladada a un hospital, multiplicada en las redes sociales.
—Desde hace ya algunos años la situación de los viejos y de las viejas —sin eufemismos tranquilizadores— constituye una preocupación constante en mi literatura. Hablaba de una sociedad envejecida en Animales domésticos. Hablaba del tabú de la enfermedad, la sexualidad y la muerte de los viejos en Susana y los viejos. Hablaba del maltrato, el abandono y los engaños de los que son víctimas propiciatorias los viejos en Black, black, black. Y supongo que a medida que yo me vaya haciendo más vieja —¡cruzo los dedos!— estos asuntos me preocuparán todavía más y mis personajes envejecerán igual que sucede con los personajes de los cuentos de Alice Munro. Respecto a las nuevas tecnologías, yo aspiro a no ser apocalíptica, pero a la vez me molesta esa posición claramente empresarial, con la que muchos usuarios se sienten identificados, de recibir todas las novedades tecnológicas como una especie de maná.
—¿Qué es lo que cuestionás?
—Me molesta que se tilde de reaccionario a cualquiera que no diga amén a todo y me inquieta la pérdida de libertad y la estricta vigilancia, en un momento en el que los usuarios, sin embargo, sienten que son más libres que nunca porque pueden dar su opinión sobre la política exterior rusa o el culo de Kim Kardashian. Me estremecen las películas de Jason Bourne y la sustitución de los vínculos fuertes por los débiles. Sobre todo, como te decía al principio, en la política y en el ámbito amoroso. Lo confieso. Además con las redes nos hemos convertido en opinadores profesionales, estilistas, politólogos, cocineros, pero sobre todo nos hemos convertido en publicistas de las propias redes. Les hacemos el trabajo gratis: a las redes, a Internet y a las empresas de moda que consiguen que la gente se haga fotos para mostrar al mundo lo bien que le sientan unos pantalones vaqueros de una determinada marca. Vivimos en el peligrosísimo filo de confundir la democracia con la demagogia, despeñarnos por el barranco de la oclocracia, el linchamiento y la orgullosa exhibición de la propia ignorancia. Vivimos en una sociedad donde estamos emparedados entre un concepto de libertad de expresión que se confunde con el insulto y una sangrante doble moral, pacata e intolerante, que se solapa no pocas veces con el eslogan de lo políticamente correcto. Todo cambia de un modo muy vertiginoso que nos envejece y nos hace preocupantemente nostálgicos. Como si viviésemos en una vertiginosa elegía.
—¿Entonces el tono político de la novela es deliberado?
—Sí, lo veo así. Quería escribir una novela que hablara de la precariedad de los oficios culturales en los tiempos de crisis. De la trasera del glamour. Del millón de cómicos de la legua que hay por detrás de un actor que triunfa. De los cincuenta mil RicardosDarines que nunca llegarán a nada y tienen que vivir en un lugar en el que el oficio de actor cada vez se respeta menos, porque solo se ve el brillo, el privilegio y la lentejuela. Quería hablar de cómo, en los tiempos de crisis, a los actores –y a otros trabajadores culturales— se los culpabiliza por dedicarse a un oficio que les gusta, como si eso neutralizara por completo su capacidad de expresión crítica en el espacio público. A través del personaje de Daniel Valls, un triunfador, quería proponer un diálogo sobre la posibilidad de que, desde el éxito y la centralidad del sistema, alguien pueda ser crítico con el mismo sistema que lo ha aupado o premiado. Daniel es un ser impotente desde su posición de privilegio y se ve a sí mismo como “un débil mental”. Cuando me concedieron el Herralde, a pequeña escala, yo me convertí en una de las víctimas de mi propia sátira y me he visto en la obligación de responder a lo que en Farándula solo era una pregunta: creo que no solo se puede sino que se debe ser crítico desde la centralidad del sistema.
—¿Qué posibilidades abre ganar un premio como el Herralde?
—Salir de un cenáculo de lectores reducidísimo que ya está muy familiarizado con las preguntas que lanzas desde tus textos o completamente de acuerdo con las tesis que alguna vez te arriesgas a formular. Tener muchos más interlocutores. A veces hostiles y a veces dialogantes. Quedarse en una estimulante situación de desnudez similar a la que yo sentí que podía machacar a mi madre cuando hizo de actriz. Empezar a ser vulnerable de una manera distinta. Empezar a ser vulnerable de un modo que no tiene que ver con la pobreza o la desatención, sino con los peligros de la sobreexposición. Empezar a tener la necesidad de buscar un equilibrio entre los privilegios y la sensación de ser un idolillo de barro. Saber que tener éxito en las condiciones actuales quizás es una forma de estar equivocado, pero que a la vez hay que aprovechar ese éxito para decir lo que nunca más se tendrá oportunidad de decir.

 

 

Si querés conocer las actividades en las que participará Marta Sanz, por acá. Recordá que son gratuitas. El programa completo es este

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