Un paseo por el Barrio de las Letras
Por Mercedes Cebrián
Martes 30 de octubre de 2018
"¿Será que vivo en una escenografía de cartón piedra, en una especie de Cinecittà de bolsillo donde llevo a cabo mis rutinas: las compras básicas de alimentación y productos de limpieza, algunas mejoras estéticas y la obtención de billetes de banco, tan útiles todavía en algunas transacciones económicas?", se preguntaba la poeta en su Ruta de autor para el último Filba, y escribía este texto sobre Madrid.
Por Mercedes Cebrian.
Al igual que en las catedrales se toca y besa el pie del santo o de la virgen que corresponda, y este se va erosionando con el tiempo de tanto roce feligrés, hay cuatro calles de mi barrio que yo vengo horadando de tanto recorrerlas a diario. Son, por este orden: la calle Atocha, el Pasaje Doré y las calles Santa Isabel y León.
¿Será que vivo en una escenografía de cartón piedra, en una especie de Cinecittà de bolsillo donde llevo a cabo mis rutinas: las compras básicas de alimentación y productos de limpieza, algunas mejoras estéticas y la obtención de billetes de banco, tan útiles todavía en algunas transacciones económicas?
Más parecidos con Cinecittà: en el pasaje Doré se encuentra la taquilla del cine de igual nombre, donde cada mes ofrecen un ciclo de películas procedentes del archivo de la Filmoteca Nacional.
El itinerario, que ya tiene dibujadas las huellas de mis zapatos, es el siguiente: bajo por mi calle (cuyo nombre —Amor de Dios– hace las delicias de todo extranjero que me visita) hasta llegar a la calle Atocha, la arteria principal del barrio, por usar la remanida metáfora venosa que llevamos oyendo y leyendo más años de los que quisiéramos. En el cajero automático del banco más cercano me detengo a menudo para sacar un par de billetes, si no está averiado por los golpes que le dan algunos y, dinero en mano, comienzo mi ronda.
Primera parada: la pollería del pasaje Doré. No puedo resistirme a comprar en una tienda que vende huevos de "gallinas criadas en libertad que salen a picotear y a revolcarse en la arena". Así dice el cartel, y siempre que lo leo siento que mi estilo de vida es muy afín al de estas aves, así que procuro elegir sus frutos para mis tortillas de cualquier verdura. Justo enfrente está mi frutería, que suele tener buenos níscalos y enormes pimientos rojos, aunque –lástima– no trabaja el pimiento amarillo. Y en el local contiguo a la frutería racista en cuanto al pimiento, el zapatero remendón. Hasta el año pasado, se trataba de un señor español que regresó de un largo exilio en Chile y se trajo el acento de allí. Ahora el negocio lo lleva alguien de aire más magrebí, pero que repara igual de bien las suelas, y siempre pide una señal antes de aceptar un encargo. Me faltan siglos de ejercer como clienta para que me conozca y acabe fiándome.
Sigo en el callejón, lleno de maravillas: ahí está también Cris Bella, que reforma y repara todo tipo de ropa. Cris Bella, se me rompió la cremallera del vestido, ¿me la cambias? Cris Bella, me queda largo el pantalón, ¿me lo arreglas? Prometo traer la ropa limpia, como pides en el cartel de la entrada.
Junto a las gallinas criadas en libertad y a Cris Bella, está la carnicería de lujo que también vende algunos caprichos alimenticios como kéfir o vinagre aromatizado. Ellos mismos elaboran sus hamburguesas diminutas para fiestas y adoban los filetes de lomo de cerdo. Te envuelven la carne como manda la tradición: con papel encerado donde figura el nombre del establecimiento. Y al atenderte, cuando esperan que sigas añadiendo pedidos a tu lista, siempre preguntan: ¿alguna cosita más?, con ese diminutivo que, viniendo de esos señores recios y castellanos, yo valoro como si se tratase de un pequeño diamantito.
Desde el mostrador de la carne se puede ver la taquilla del Cine Doré. Tres euros la entrada. Dos, si sacas un bono para diez sesiones. No voy tanto a la filmoteca como se esperaría de una narradora. A diferencia de amigos y conocidos, yo no vi ahí El año pasadoen Marienbad, ni El cielo sobre Berlín. He visto más clásicos del cine en mi MacBook que en la pantalla de la filmoteca. Desde la veintena encontré que el lugar tenía un tufillo a intelectualidad tristona de la que no quiero contagiarme.
La calle Santa Isabel se me aparece, como siempre, bulliciosa. Nada más cruzarla llego a la otra pollería con la que a veces engaño al primer pollero si ese día no trajo contramuslos de pollo de corral –de un tono más amarillo, que, confío, sea indicio de que el animal comió algo de maíz durante su vida–. Paso sin detenerme ante el Benteveo, el bar de viejos reconvertido en hipster, para dirigirme al Carrefour, que frecuento por sus horarios flexibles. Pero los aguacates los compro en la frutería de los dos chicos de Bangladesh: los buenos están en una caja y los imposiblemente blandos en otra, a mitad de precio. A pocos metros, el lugar del dolor: el salón de peluquería y belleza donde tantos pelos míos han quedado pegados como moscas a bandas de cera.
Termino con la calle Santa Isabel, sin entrar esta vez al mercado de Antón Martín, al que últimamente le han brotado pequeños restaurantes instalados entre sus puestos. Algunos de ellos, como el japonés Yokaloka, marchan estupendamente, pero hay uno de comida filipina que renquea: tiene pinta de que va a quebrar pronto y me apena, pero al mismo tiempo sé que nunca entraré a probar sus recetas. ¿No era yo una mujer curiosa? Parece que no tanto en relación con la comida del archipiélago de las siete mil islas.
Por encima de mi cabeza, los taconeos de la escuela de danza Amor de Dios, el Cambridge del flamenco en Madrid, me recuerdan que debería hacer algo de ejercicio, más allá de mi recorrido cotidiano por las cuatro calles del barrio.
Vuelvo a Atocha, la cruzo y parece que ya voy directa a mi casa, pero no: antes toca la parada en la calle León para comprar el pan en MOEGA, donde dos jóvenes gallegos neorrurales ofrecen el que elaboran con levadura madre. Y lo cortan en una máquina que produce unas rebanadas de un grosor a mi juicio excesivo.
La última compra la hago en la tienda de vinos, cuyo nombre –"Más que cervezas"– confunde a muchos, y que a pesar de esto se ha ganado mi confianza más que la enorme "Licorilandia" de enfrente. En "Más que cervezas" saben lo que me gusta en cuestión de vinos tintos económicos y yo veo que se alegran, sin fingir, al verme llegar. Ahí sí que tengo el estatus de clienta.
Mientras, en la tiendita que vende cáctus de fieltro, bolsas de tela de algodón con mensajes ingeniosos en inglés y juguetes de latón policromado, oigo quejarse a la dueña: "yo ya no sé cuáles son los hábitos de consumo de la gente. Hoy es sábado y no ha entrado casi nadie".
Ya sí doblo la esquina y llego a casa. En el portal de al lado, el abuelo con boina y garrota al que su hija deposita ahí para que se entretenga viendo pasar a gente durante horas, me hace pensar que vivo en un pueblo de dos mil habitantes, cosa que no descarto.