Mala sangre
Por Leonard Michaels
Martes 04 de setiembre de 2018
Con traducción, selección y prólogo de Hernán Bravo Varela, Zindo & Gafuri acaba de publicar un libro de ensayos extraordinario: Hablar de mí, del escritor estadounidense Leonard Michaels. "Los poetas vuelven erótico al lenguaje. Ésa es su principal diferencia. Lo demás es escándalo, una historia de mala sangre. He aquí algunos momentos".
Por Leonard Michaels.
Desde que Platón dijo que los poetas deben ser expulsados de la República y asesinados si regresaban a ella, las cosas no han estado bien entre poetas y filósofos. Por filósofos quiero decir teóricos más o menos sistemáticos de lenguaje. Los poetas vuelven erótico al lenguaje. Ésa es su principal diferencia. Lo demás es escándalo, una historia de mala sangre. He aquí algunos momentos:
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Goethe se rehusó a leer a Hegel, aunque éste quería ser su amigo.
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Rilke se negó a hablar con Freud.
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Blake odiaba a Bacon, Locke y Newton. “Debo inventar un sistema”, exclama, “o ser esclavizado por el de otro”.
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En su elegía a Stella, Jonathan Swift asegura que ella, alguna vez, le disparó a un ladrón y que podía refutar la filosofía de Hobbes cuando así lo deseara.
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Wallace Stevens dice: “Marx arruinó a la naturaleza”.
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Para Nietzsche, los poetas son vergonzosos porque explotan su experiencia.
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Los libros de Sartre sobre Genet y Flaubert, analíticos y gordos como son, parecen inspirados en una envidiosa codicia.
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Freud piensa que Shakespeare es un depravado, pero dice que sus obras fueron escritas por el Conde de Oxford.[1]
Marx comenzó siendo poeta, fracasó y se convirtió a la filosofía, quizá en señal de autodesprecio. Famosos por autodespreciarse son T. S. Eliot, que escribió una tesis doctoral en filosofía, y Coleridge, embelesado por los Schlegel. Keats también pertenece a este grupo; indiscutible genio poético, se preguntaba si era lo suficientemente filosófico. Platón, que desató esta antigua violencia, era poeta él mismo.
“De lo que no se puede hablar, es mejor callar”,[2]dice el filósofo Wittgenstein en un pequeño y cruel poema contra los poetas. El impulso negativo que va del “no se puede” al “es mejor” cierra la oración de golpe. Wittgenstein dice también que el lenguaje es -suciedad en la superficie de aguas profundas. Dicho de otro modo, algunas cosas son demasiado profundas como para rozarse suciamente con las palabras. En esto, al menos, concuerdan poetas y filósofos. Simone Weil dice que un poema es bello si el poeta se concentra en lo inefable. Nietzsche afirma que sus ideas son menos buenas al escribirlas. Sócrates nunca escribió nada. Platón dijo que un filósofo se traiciona a sí mismo cuando pone sus ideas en palabras. Incluso Blake, un gran y locuaz poeta, acepta que hay algo de lo que no se debe hablar:
No quieras decir tu amor,
el amor nunca se dice;
pues suave se agita el viento,
silencioso e invisible.[3]
Freud convirtió el silencio más profundo en una industria médica basada exclusivamente en la conversación, pero aun así reservó un sitio para el silencio:
Aun en los sueños mejor interpretados es preciso a menudo dejar un lugar en sombras, porque en la interpretación se observa que de ahí arranca una madeja de pensamientos oníricos que no se dejan desenredar (…) Entonces ese es el ombligo del sueño, el lugar en que él se asienta lo no conocido.[4]
Un ombligo mudo aparece en el voluminoso san Agustín. De entre todos los lugares posibles, lo hace en sus Confesiones. Recuerda una conversación en la cual él y su madre alcanzaron lo sublime, libres de palabras:
En medio de nuestro coloquio, cuando más ansiosamente suspirábamos por ella [la Sabiduría], llegamos a tocarla con todo el ímpetu y fuerza de nuestro espíritu, aunque repentina e instantáneamente, y suspirando por aquella eternidad (…) nos volvimos a nuestro común modo de hablar, donde la palabra suena para ser oída y se comienza y se acaba.[5]
Volvieron para hundirse en el miserable sonido. En el poema “Diciendo adiós, adiós, adiós”, Wallace Stevens nos redime del sonido:
Sería como decir adiós, como llorar,
como llorar, gritar, en son de despedida,
adiós en la mirada y adiós en el centro,
tan sólo estarse quietos sin mover una mano.[6]
Este poema es sobre vivir o subsistir, ante la perspectiva de la muerte, sin sonido ni acción. El filósofo, asegura Platón, vive una vida agonizante. “Imaginación muerta imagina”,[7] dice Samuel Beckett.
Cuando murió su madre, san Agustín no mostró tristeza ante los dolientes pero no pudo ocultársela a sí mismo o a Dios, así que fue a los baños y, en la oscuridad de los vapores, dejó que las lágrimas corrieran por su rostro. “Pues, ¿qué era, Señor, aquello que tan gravemente sentía en lo interior de mi alma?”, se pregunta.[8] Maestro de retórica, san Agustín ocupaba “la cátedra de la mentira”.[9]Dice que esta retórica falsa es un misterioso regalo, verdaderamente imposible de enseñar, pero ya que él pretendía hacerlo, era un mentiroso por partida doble. Ya se puede ver por qué deseaba estar exento de palabras. Al morir su hijo bastardo, san Agustín casi no dice nada. Hegel, Byron, Wordsworth y Marx tampoco dicen nada o casi nada sobre sus tristes bastardos que murieron jóvenes o bien desaparecieron. ¿Existe una tradición del silencio entre filósofos y poetas con respecto a los bastardos? Rousseau es una excepción. Despotrica contra los cinco o seis que tuvo, como si no hubiera un lugar en nuestras vidas del que no pudiéramos hablar. Pero ¿quién imagina a Rousseau teniendo bastardos?
Según Hegel, decir lo que sea es arriesgarse a aniquilar tu interioridad. Esto es, hablar es arriesgarse a ser entendido o perderse uno mismo en los demás. De acuerdo con Valéry, tal riesgo no existe pues una palabra hablada nunca dice exactamente lo que significa. De acuerdo con Roland Barthes, el Marqués de Sade no deja nada sin decir. De lo que no se puede hablar, Sade lo hace. Barthes lo pone de este modo: “concebir lo inconcebible, es decir, no dejar nada fuera de las palabras ni conceder nada inefable al mundo: tal parece ser el fundamento de la ciudad sadiana”.[10]
Cuando Wittgenstein dice: “De lo que no podemos hablar, es mejor callar”, hace eco del mandato bíblico “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano”.[11]El Marqués dice: “Tomarás”. Sobre el cuerpo humano, un personaje de Los cuentos de Canterbury dice: “Son, por ambos extremos, inmundos tus sonidos”. Esto puede aplicarse al Marqués de Sade, que identifica literalmente un agujero con otro. Todo este asunto, que implica relaciones entre el discurso y el silencio, aparece en el cuento “Primer amor”, de Beckett:
Ella comenzó a desvestirse. Ambos, en el colmo de su desesperación, se desvisten; lo más sabio de hacer, sin duda. Se quitó todo con una lentitud tal que enfurecería a un elefante, todo menos las medias, tal vez calculadas para hacer hervir mi concupiscencia. Fue entonces cuando noté que era bizca.
Bizquedad quiere decir ambliopía, un estado de visión torcida. Un famoso empleo de ella ocurre en El rey Lear. Él dice: “¿Acaso me miras bizco?”[12] El empleo beckettiano de “bizca” aspira a muchas cosas, entre ellas un estado de la visión del héroe. Cuando la mujer se desnuda, los ojos no pueden mirar hacia su sitio mudo, un sitio que ni siquiera él puede mencionar. Ella está desnuda y él menciona que ella es “bizca”. De lo que no podemos hablar, hacemos una broma. El héroe de Beckett pone la “bizquedad” por delante. Lo alto es bajo; la imagen, poderosa; el héroe, mudo. Aquello de lo que él no puede hablar, su sitio mudo lo denota, eso que está “en el colmo de [la] desesperación” de ella, no de él. Ahora sabemos dónde podría estar el colmo de la desesperación para uno. La “bizquedad”, en tanto doble sentido, habla dos veces mientras que el héroe está mudo. En aquello de lo que no podemos hablar, el silencio descubre una palabra. La Biblia dice que esto fue verdad en el principio. Todos los poetas verdaderos han dicho esto también, y su trabajo entero es una demostración de esa verdad. No nos sorprenda que los filósofos, dado que se han comprometido a demostrar lo opuesto, odien a los poetas.
El héroe de Beckett conoce a la mujer cerca de la tumba de su padre. Es una obvia ironía. La Muerte, el Silencio, el Amor y los Agujeros empiezan a reptar entre las palabras como la sangre lo hace entre las células, acelerándolas. En una palabra, Beckett le hace bizcos al mundo. Ahora escuchemos a Freud, voz de la filosofía, aplicado al tema de Beckett: “Es notable que los órganos genitales mismos casi nunca sean considerados como bellos, pese al invariable efecto excitante de su contemplación…”[13]
¿De veras vale la pena comentar esto?
En una escuela de pintura oriental, es común dejar vacío el centro de los cuadros. El lugar destacado donde los dioses pueden hacer su entrada. Por ello, eso de lo que no podemos o no debemos hablar es concebido por filósofos, poetas y pintores como algo alto, profundo y primordial. ¿Podría también estar en una esquina? Algo alto, profundo y primordial significa que se encuentra en todas partes. Eso de lo que no podemos hablar está dondequiera que estemos.
[1] Edward Vere (1550-1604), decimoséptimo Conde de Oxford, fue un autor y mecenas teatral. Quizá constituya la figura a la que más se le ha adjudicado la autoría verdadera de las obras de William Shakespeare.
[2] En Tractatus lógico-philosophicus (1921) de Ludwig Wittgenstein.
[3] En “No quieras decir tu amor”.
[4] En La interpretación de los sueños (1900). Traducción de José L. Etcheverry.
[5] San Agustín, libro IX, Op. cit.
[6] En “Diciendo adiós, adiós, adiós”. Traducción de Julián Jiménez Heffernan.
[7] Breve narración homónima de Samuel Beckett (1906-1989).
[8] San Agustín, libro IX, Op. cit.
[9] Ibíd.
[10] En Sade, Fourier, Loyola (1971).
[11] Éxodo, 20:7. Traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera.
[12] Acto IV, escena 6 de Rey Lear, de Shakespeare.
[13] En El malestar en la cultura (ver nota 15).