Los escritores de la descomposición
Por Matías Moscardi
Viernes 05 de enero de 2018
¿Qué significa el apagón de un párrafo en la novela El limonero real? Saer, Beckett, Faulkner –entre muchos otros– escritores de la descomposición, según los bautiza el autor de Las cosas, "aquellos que se juegan la unidad de la obra en una sola y mínima tirada de dados". El valor del cortocircuito en la obra, o cómo una grieta puede ser columna para la genialidad.
Por Matías Moscardi.
Escribe Walter Scott en sus Diarios (1825-1831): «Hay en todas las bellas artes algo de alma y espíritu que, como el principio vital en el hombre, desafía el análisis del anatomista más crítico. Se siente donde falta, aunque no podamos decir qué es lo que falta». Más adelante, narra la reacción de un pintor ante un cuadro perfecto: «Pues, sí –dijo, titubeando–, es muy inteligente, está muy bien hecho, no puedo encontrar defectos; pero falta algo; falta…, falta…, diablos…, falta ESO». ¿Qué es eso que acosa al pintor que mira el cuadro perfecto? Algo, en la escena que rememora Walter Scott, nos mueve a una sospecha paradójica: ¡faltan defectos! Akira Kurosawa, en Los siete samuráis (1954), le hace decir a uno de sus personajes: «Todo buen fuerte debe tener una falla»; como si el ramaje neurálgico del arte, para funcionar, necesitara de ESO: un cortocircuito en alguna parte. En otro pasaje de sus Diarios, Scott imagina una analogía ilustrativa y sintética: «Las ruedas de una máquina, para que se muevan con rapidez, precisan no estar demasiado ajustadas, pues en ese caso el roce disminuye su ímpetu».
Por alguna razón, estos pasajes de Walter Scott me hacen pensar en formas disruptivas que generan el efecto de una térmica que salta en el cableado de la escritura: me gustaría revisar, desde el enigmático e indeterminado ESO, algunos casos literarios puntuales. El primero es el apagón textual que encontramos, más cerca del final que del comienzo, en El limonero real (1974), de Juan José Saer. Veamos:
¿Qué es ese bloque de tinta negra, parecido a las enormes esculturas geométricas de Tony Smith, que obtura la escritura como un velo? Las onomatopeyas bien podrían responder al desafuero de un lenguaje afásico que derrapa, pero el bloque negro es un fenómeno exclusivo de la escritura: su efecto es, de hecho, netamente visual, casi pictórico, plástico. ¿Qué hace ahí ese muro de sombra en medio de las palabras? La forma dominante de esta novela, un estilo en base a la frase larga hipercorregida y sobrepuntuada, no permite predecir esa emergencia violenta del rectángulo negro: ningún elemento formal parece anticiparlo ni avalar su presencia discordante, cismática, zanjada. Parece una pared que barre el significante: la fila superior comienza con una sucesión de letras z apenas alterada por el contrapunto de dos d; la fila inferior está constituida por la repetición homogénea de la a. En suma: los dos extremos del abecedario: como si ese bloque negro estuviera obliterando la posibilidad de la lengua. Por otro lado, ninguna de las secuencias se obtiene por una proximidad de letras en el teclado –series del tipo «asdf», «ñlkj»–. Por el contrario, los patrones parecen relativamente motivados, como si buscaran un sonido onomatopéyico específico, gutural, rasgado: «zddz…», «agth», «srkk». Lo extraño es que, a la vez que se manifiesta como la marca de una decisión compositiva fuerte por parte de Saer, el bloque negro se pronuncia como una zona fuera de control, precipitada, involuntaria. Sabemos, por supuesto, que Saer, en un punto, elige el bloque negro. Pero lo que quiero decir es que se intuye, de inmediato, que esta elección no equivale a otras, como la de empezar la novela con el ritornelo «Amanece y ya está con los ojos abiertos».
Como el bloque negro y escultórico de Saer, existen otros momentos en donde la marioneta de la escritura parece amenazar con cortar los hilos del titiritero que la mueve. Aunque tampoco me refiero a momentos de cristalización vanguardista, como cuando una especie de extraña partitura aparece en el Ulises (1922), de Joyce; porque en ese caso, y en otros semejantes –pienso también en los Cantos de Pound, escritos entre 1915 y 1962–, el pulso netamente experimental de la escritura habilita, por lo general de entrada, ese tipo de inflexiones, que además se repiten. En otras palabras: esperamos que aparezca un huevo parlante en el país de las maravillas pero no en una novela de Balzac.
El sinsentido, como explica Barthes, es conformista: fácil de comprender. Ante el sinsentido, decimos de inmediato que tal cosa no tiene sentido. De este modo, por supuesto, le asignamos un sentido. Quisiera pensar, por el contrario, en otros famosos momentos de la literatura en donde el sentido adquiere cierta plenitud y, a la vez, alcanza una especie de punto muerto. Las cuatro oraciones finales de Molloy (1951), de Beckett, son un ejemplo magistral: «Es de noche. La lluvia golpea los cristales. No era de noche. No llovía». El argumento de Molloy –quizás en menor medida que el de las otras dos novelas drásticas que conforman la trilogía: Malon muere (1951) y El innombrable (1953)– es sumamente indeterminado: en la primera parte, Molloy narra, en primera persona, cómo llegó hasta el cuarto en donde yace; en la segunda parte, de corte vagamente policial, el detective Jacques Moran es el encargado de encontrar a Molloy. A pesar de que el estilo de Beckett es siempre errático, nómade, y a pesar de que las acciones de los personajes son inerciales y jamás responden a una lógica narrativa causal, esas cuatro oraciones finales descarrilan: ¿a cuál le creemos? ¿A las dos primeras o a las dos segundas? Si las oraciones estuvieran a la mitad del relato, incluso pasarían desapercibidas. Pero ubicadas ahí, a modo de cierre, representan necesariamente una apuesta del todo por el todo, un riesgo radical: el relativismo de cualquier cimiento narrativo, por mínimo que sea; la desconfianza absoluta en la novela como género, en los narradores, en los puntos de vista, en el relato como estructura ordenada de los acontecimientos. Como si detrás de esos enunciados, estuviera la certeza de que quien escribe una cosa puede escribir lo contrario, y más aún: quien dice algo, bien puede decir lo contrario. Ni siquiera estamos ante el formato de la paradoja clásica –expresada en la fórmula «Yo miento»– sino ante una verdadera desestabilización de la enunciación literaria y me atrevería a decir: de la enunciación en general como asidero de la verdad.
Lo curioso es que, en ambos casos, tanto el bloque negro de Saer como el remate de Molloy, implican algo del orden de un deceso, de una muerte: algo se cierra, se clausura en esos pasajes. Por último, hay un momento conmovedor en Mientras agonizo (1930), de William Faulkner, en donde vemos cómo se incrusta en la prosa un pequeño dibujo con forma de ataúd:
No estamos ante una razón técnica: la aparición de ese ataúd no puede provenir del «flujo de consciencia» –matriz compositiva de la novela– porque la forma icónica remite, por el contrario, a la notación, al trazo, a la escritura. El único dibujo que aparece en toda la novela es éste: el hueco mortuorio donde va a parar el corpus, en su doble acepción de cuerpo sin vida y cuerpo textual. De hecho, en un principio, el cuerpo de la madre es colocado al revés, con los pies donde debería ir la cabeza y la cabeza en los pies. El ataúd contiene, por lo tanto, no sólo la muerte sino algo del orden del desarreglo, del desencaje, del disloque. Podríamos decir, la descomposición: figura en donde se solapan la pulsión de muerte y una especie de trabajo contra la composición.
Saer, Beckett, Faulkner –entre muchos otros, claro–, en definitiva, escritores de la descomposición: aquellos que se juegan la unidad de la obra en una sola y mínima tirada de dados.