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Leer o no leer, según Henry Miller

Consejos de escritura

"Un libro no es mejor que una roca, un árbol, una criatura salvaje, unas nubes, una ola o una sombra en la pared y, por lo general, no tan bueno como ellas. Quienes escribimos no estamos en deuda con los libros, sino con las cosas que impelen a los hombres a escribirlos: la tierra, el aire, el fuego y el agua".

Por Henry Miller.

 

Después de escribir una obra (Los libros en mi vida) que los críticos consideran demasiado larga y desordenada, me resulta un poco difícil decir en pocas palabras lo que no pude decir en todo un volumen. Tal vez lo mejor fuera volver a exponer algunas observaciones relevantes que, al parecer, no dieron en el blanco.

Ante todo, intenté dejar claro que, a consecuencia de más de sesenta años de lectura indiscriminada, ahora deseo leer cada vez menos. (¡Propósito difícil de cumplir!) Todos los días el cartero me trae una tanda no solicitada de libros, la mayoría de los cuales nunca miro. Si hubiera sido lo bastante sensato para seguir el ejemplo que me dio un amigo de mi juventud, Robert Hamilton Challacombe, tal vez hoy tendría mejor vista, mejor físico y una inteligencia más penetrante. Creo que fue en Trópico de Capricornio donde expliqué cómo me instruyó aquel amigo, sin querer, en el arte de la lectura. Hasta la edad de treinta años, él mismo no había leído más de tres o cuatro libros. (Whitman, Thoreau, Emerson.) Aún no he conocido a nadie que pudiera aprovechar tanto los libros o que tuviese tan poca necesidad de recurrir a ellos. Exprimir hasta la última gota el jugo de un libro es un arte, casi tan grande como el de escribirlo. Cuando lo aprendes, un libro surte el efecto de cien.

Lo que deploro no es tanto la influencia de los llamados libros malos cuanto la de los mediocres. Un libro malo puede tener con frecuencia un efecto tan estimulante en el lector como uno de los supuestos libros buenos. Digo «supuestos» porque creo sinceramente que ningún hombre puede decir a otro lo que puede ser un libro bueno o malo... para él. Por otra parte, considero perjudicial una obra mediocre, que es el condumio de la mayoría, porque está producida por autómatas para autómatas y éstos son los que constituyen un peligro mayor para la sociedad que los perversos. Si nuestro destino es el de ser destruidos por una bomba, el sonámbulo es quien es más propenso a hacerlo.

En mi libro subrayé un aspecto que parece haber pasado completamente inadvertido o haberse pasado por alto. Dije que deberíamos comenzar (nuestra lectura) con nuestra propia época, con nuestros contemporáneos. Nuestro sistema educativo en todo el mundo está basado en la falacia de que los jóvenes deben conocer primero todo lo que ha precedido al presente y después comenzar. No puedo imaginar nada más absurdo, fútil o reprensible. No es de extrañar que los supuestos adultos tengan poca originalidad e incluso menos imaginación y carezcan virtualmente de flexibilidad. Lo asombroso es que no seamos todos lunáticos en el momento en que alcanzamos la mayoría de edad.

Cuando pienso en lo que significa simplemente conocer la literatura del país propio, me quedo estupefacto, por no hablar de adquirir algunas nociones de arte, ciencia, religión y filosofía. ¡Qué bien recuerdo el día en que abandoné la Universidad! (Lo hice después de haber permanecido en ella sólo tres meses.) Fue Faerie Queene de Spenser lo que zanjó el asunto para mí. ¡Pensar que se sigue considerando lectura indispensable para cualquier programa universitario esa enorme épica...! El otro día, sin ir más lejos, me volví a sumirme en ella para cerciorarme de que no había cometido un grave error de juicio. Permítaseme confesar que hoy me parece aún más demencial que cuando era un muchacho de dieciocho años. Me refiero —que quede bien entendido— al «poeta de los poetas», como lo llaman los ingleses. ¡Qué lamentable segundo puesto tras el de Píndaro!

No, no me avergüenzo de repetir que de mis compañeros del arroyo aprendí más, conseguí un mayor aprecio de la literatura, que de los pedagogos que atestan nuestras salas del saber. La escuela nunca nos brindó un foro abierto en el que pudiéramos debatir apasionada y libremente los libros y los autores que nos gustaran. Todo ello sirve para recordarme el supuesto sistema democrático de votación. Votamos sólo las figuras seleccionadas: hombres que —ni que decir tiene— no son precisamente la clase de personas inteligentes que nos gustaría ver en el cargo.

Pero tal vez el aspecto que los críticos pasaron por alto al máximo sea el carácter no literario de mis aventuras por la esfera de los libros. Todo el revoltijo y la confusión que tanto irrita a los críticos es en realidad el corazón de mi historia. ¿Para qué sirven los libros, si no nos devuelven a la vida, si no nos hacen beber la vida con mayor avidez? Como algunos sabemos, la propia búsqueda de un libro es a veces más satisfactoria que su lectura.

Lo que quiero decir, brevemente, es que un libro, como cualquier otra cosa, sirve con frecuencia de pretexto para lo que de verdad buscamos. Los libros que nos recomiendan nuestros mentores pueden dar —si resulta que nos llegan en el momento oportuno— el resultado deseado, pero, ¿cómo diablos se pueden predecir semejantes coincidencias felices? Por otra parte, si esos libros—y me refiero a los tesoros de la literatura, ¡y no a la basura!— aciertan a caer en nuestras manos antes de que estemos listos para ellos o cuando estamos saciados o hastiados o, si se nos imponen contra nuestra voluntad, los resultados pueden ser desastrosos. Si «el camino abierto» es el que seguir en la travesía por la vida, lo mismo es aplicable sin lugar a dudas a la lectura. ¡Que sea una aventura! ¡Que ocurra! ¡Bastantes botones se pulsan todos los días a fin de hacer este mundo cada vez menos apropiado para vivir en él!

La esperanza que todos abrigamos, al echar mano de un libro, es la de conocer a un hombre afín a nuestro corazón, experimentar tragedias y deleites que nosotros mismos no tengamos valor para acoger, vivir sueños que hagan la vida más alucinante, tal vez descubrir también una concepción de la vida que nos vuelva más adecuados para afrontar las pruebas y calvarios que nos asedian. Aumentar tan sólo nuestro caudal de conocimientos o mejorar nuestra cultura —signifique eso lo que signifique— me parece fútil. Preferiría ver a un hombre inclinado al crimen, en caso de que no se pueda inclinarlo a otra cosa, que verlo volverse cada vez más libresco.

Pero tal vez el mayor beneficio que se puede obtener de la lectura de libros sea el deseo de comunicar de verdad con el prójimo. Leer un libro adecuadamente es despertar y vivir, adquirir un nuevo interés por nuestros vecinos, más en particular los que son ajenos a nosotros en todos los sentidos. Nunca ha habido tal plétora de libros y nunca ha habido tal indiferencia abismal para los apuros del prójimo o tan poca capacidad para pensar y actuar por nosotros mismos. En conjunto, he de decir que he encontrado hombres mejores —en todos los sentidlos de la palabra— entre los incultos que entre los cultos del mundo. Los crímenes más monstruosos contra la Humanidad son obra todos los días de quienes han tenido todas las ventajas del saber. No podemos decir pecisamente que, al volver más cultas a las personas, estemos volviéndolas mejores ciudadanos.

Un libro no es mejor que una roca, un árbol, una criatura salvaje, unas nubes, una ola o una sombra en la pared y, por lo general, no tan bueno como ellas. Quienes escribimos no estamos en deuda con los libros, sino con las cosas que impelen a los hombres a escribirlos: la tierra, el aire, el fuego y el agua. Si no hubiera una fuente común a la que recurren tanto el autor como el lector, no habría libros. ¿Tanta calamidad sería un mundo sin libros? ¿Es que no podríamos comunicar igualmente nuestros gozos, nuestros descubrimientos, de boca en boca? Si volviéramos a usar los libros, no sería necesario destruir bosques enteros, arruinar el paisaje, ensuciar el aire o embotar las cabezas y los cuerpos de quienes se esfuerzan por brindarnos alimento mental y espiritual en forma de libros.

 

El presente texto fue tomado de Inmóvil como el colibrí, publicado por Navona.

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