Las heroínas de Jane Austen
Por Virginia Higa
Miércoles 09 de enero de 2019
"Se ha dicho todo sobre ella, es cierto, pero no es menos cierto que su obra sigue despertando pasiones, a favor y en contra. Entre estas últimas es famosa la temprana reacción de Charlotte Brontë, nacida un año antes de la muerte de Austen, que detestó Orgullo y Prejuicio y dijo de su autora que no tenía poesía y que desconocía la pasión".
Por Virginia Higa.
Propongamos un desafío de lectura: encontrar una escena en alguna novela de Jane Austen donde dos o más hombres hablen entre ellos sin que haya una mujer observando los acontecimientos. Será difícil, incluso imposible, porque en las novelas de esta escritora inglesa de la que ya se ha dicho todo, solo parece haber relato siempre y cuando un personaje femenino sea testigo de lo que pasa. Esos personajes van tomando diferentes formas, son las famosas heroínas austenianas y también sus amigas, hermanas, parientes, conocidas y rivales. El rol de estas mujeres es doble dentro del mundo de la ficción; no sólo son personajes sino que le prestan sus ojos y oídos a una autora que escribía únicamente sobre lo que conocía de manera directa.
Jane Austen nació en 1775 y vivió en un período de transición entre dos formas de la novela. Las suyas se parecen más a las sátiras sociales y a las comedias de costumbres del siglo XVIII que a las novelas del romanticismo decimonónico que siguió. Se ha dicho todo sobre ella, es cierto, pero no es menos cierto que su obra sigue despertando pasiones, a favor y en contra. Entre estas últimas es famosa la temprana reacción de Charlotte Brontë, nacida un año antes de la muerte de Austen, que detestó Orgullo y Prejuicio y dijo de su autora que no tenía poesía y que desconocía la pasión. También Ralph Waldo Emerson dejó constancia en sus cuadernos de lo mucho que le desagradaban esas tramas que giraban casi exclusivamente en torno al matrimonio y al dinero, a las que les faltaba ingenio y “conocimiento del mundo”. “El suicidio es más respetable”, escribió, severo.
¿Puede ser que unas mentes literarias tan finas la hayan leído tan mal? ¿Es el amor por una determinada prosa, en el fondo, una cuestión de temperamento y un asunto sobre el que siempre será imposible llegar a un acuerdo? Una experiencia reciente me trajo a la memoria esa anécdota: una amiga escritora que nunca había leído Orgullo y Prejuicio se compró la novela a instancias de mi fanatismo, y vino desilusionada a decirme casi lo mismo que Charlotte al pobre crítico que le había recomendado su lectura (y ya que hablamos de personajes masculinos en función de los femeninos no diremos su nombre sino solo que era el amante de Mary Ann Evans, también conocida como George Eliot).
¿Es posible que la aparente limitación de los temas y los ambientes no los hayan dejado ver el humor, la inteligencia, la perspicacia de las observaciones? La perplejidad ante el juicio de Emerson y la Brontë (entre varios otros ilustres detractores) surge porque lo que más nos gusta a los que leemos a Jane Austen es la voz narradora. Su lenguaje, que reconoceríamos de inmediato, incluso en traducciones. Sus inflexiones y su sintaxis. Su uso del discurso indirecto libre. Su música verbal de pianoforte. La voz que narra sus novelas es siempre la misma, una tercera persona que se acerca a uno y a otro personaje y se contamina un poco de ellos, pero que no pierde nunca la compostura y guarda siempre una distancia prudencial. Una narradora firme y elegante que nos saca a bailar una de esas danzas grupales del período de la Regencia y nos lleva de la mano de principio a fin.
En 1853, un crítico anónimo (hay quienes dicen que era la misma George Eliot) escribió que Austen se centraba demasiado en las “pequeñeces y trivialidades de la vida” y se limitaba a los discursos y acciones de gente sosa, ignorante y desagradable y que, en definitiva, “hacía bostezar”. Lo que más criticaba era su falta de imaginación y de experiencia, puesto que “describía solo lo que sabía y lo que había visto”. De nuevo: ¿es posible que lo que unos ven como defecto, para otros —para nosotros, sus lectores— suponga una virtud? Si en las novelas de Jane Austen no hay escenas donde dos hombres hablen entre ellos sin ser observados por una mujer quizás sea por esa misma razón; serían tan extrañas para ella como una escena de guerra o una aparición angélica. Una huella textual de su apego a lo visto y oído.
Quizás sea esa combinación entre un mundo ficcional limitado e híper consistente y una voz narrativa tan sólida y segura lo que hace que sus novelas sean un lugar ideal en el cual sumergirse para escapar del mundo, y lo que genera tantos y tan apasionados lectores en todos lados. Es sabido que, por sus propiedades “reconfortantes”, sus libros se les recetaban a los soldados que volvían con estrés postraumático de la Primera Guerra Mundial, hombres heridos que necesitaban aislarse un rato de su realidad y sumergirse en otra para poder sanar. No deja de ser curioso que Austen, como tantos otros autores a los que se acusa de ese defecto impreciso, mezcla entre realismo y falta de imaginación, ofrezca, a su vez, posibilidades tan intensas de escapismo. O tal vez no sea tan curioso, y simplemente un efecto de las buenas novelas.