La señorita Markina
Por María Gainza
Martes 17 de octubre de 2017
Una de las actividades del Lado B del Filba tuvo por consigna dar una recorrida por el Malba y escribir sobre una obra: la autora de El nervio óptico fue una de las invitadas y acá el texto magnífico que dejó después de pasar un rato mirando una de las fotos más impactantes de Diane Arbus: una enana Rusa en su cocina, de 1959.
Por María Gainza.
¿Cuánto medís?, me pregunta el médico mientras baja la vara de metal y la apoya sobre mi cabeza.
Estoy en un control de rutina.
“1.65”, anuncio altanera.
Mi altura no me pone nerviosa, no es un dato que pueda arrojar un resultado grave o comprometer un órgano vital. Además, desde los 15 años, mi altura no ha variado.
Pero el doctor está serio.
“Lo siento”, dice. Respira fuerte, un poeta diría que suspira. Lo miro helada. “Lo siento”, repite. “Pero apenas arañás el metro sesenta”.
En un instante todo cambia.
“Es normal”, sigue. “La gente va por la vida creyéndose más alta de lo que es”.
Una enana en medio de una cocina incómoda. Las hornallas a la altura de sus ojos, la silla dos talles más grande, las alacenas, inalcanzables (pasa un buen rato hasta que descubro la escalera escondida debajo de la mesada). Pero aún en medio de ese mundo fuera de escala a ella se la nota satisfecha. ¿Es satisfecha la palabra? No estoy segura. A lo que me refiero es que se la ve bien. No digo que la señorita Makrina —así se llama la mujer— sea un canto a la vida pero tampoco veo en su mirada la tristeza que se le adjudica por default a los enanos. Sonríe, parece pilla, una chica con un secreto. Los chinos decían que los niños eran intermediarios entre los dioses y los mortales y, dado que los enanos parecen niños eternos, ¿participará la señorita Makrina del misterio de lo divino?
Los sábados en mi casa durante la sobremesa, cuando el alcohol alcanzaba interesantes niveles en sangre entre los comensales, siempre alguien volvía a recordar el viejo cuento. “…de modo que el señor Devoto”, decía mi tío arrastrando las palabras, “dejó embarazada a la niñera de sus hijas.” Pero el señor Devoto que no era ajeno a la desgracia humana, le hizo a la chica una propuesta: “Su hijo llevará mi apellido. Llevará mi apellido siempre y cuando nazca varón”.
El bebé nació varón.
El bebé nació enano.
El enano Devoto creció y se convirtió en un hombre encantador que inspiraba devoción en los círculos de clase alta porteña. Siempre me pregunté si el tamaño le habría jugado a favor al enano Devoto. Las clases altas sienten una inconfesable atracción por las clases bajas. Los reyes gustaban de sus enanos.
La señorita Makrina me mira. Un aforismo de Lichtenberg dice que las personas de rostros asimétricos poseen las mentes más agudas; espero que ella lo recuerde al estudiarme. Yo en cambio, ahora que la vuelvo a mirar, noto el brillo. Me doy cuenta que todo resplandece en esa cocina, todo se refleja sobre algo o es reflejo de otra cosa. Volveré sobre este tema más adelante, cuando haya terminado de entender de qué se trata.
A mi mamá cuando era chica la llevaron a visitar una comunidad de liliputienses que había instalado su aldea en La Rural, un lugar que durante otras estaciones del año exhibía toros campeones. Cuando la llamo a pedirle detalles me dice que los liliputienses eran “un sol” y que la aldea parecía comodísima porque todo estaba hecho a medida como en una casita de muñecas. Enanos como juguetes para adultos ricos, eso ocurrió cuando las cortes desaparecieron y los hombrecitos pasaron a tener su propio show en las ferias de fenómenos.
Muchas de mis historias favoritas tienen enanos como protagonistas pero una de ellas se me aparece como el origen de todas las demás. Hace muchos años atrás, cuando Palermo era aún un barrio tranquilo, existió sobre la calle Nicaragua una discoteca que fue en sí misma una leyenda sobre enanos. Se llamó La Nave Jungla y había sido creada por Sergio Aisenstein, un tipo bastante genial que anotaba religiosamente sus sueños en una libreta de almacenero. Entre sus numerosos delirios nocturnos, había registrado uno en el que un grupo de enanos tiraba de un cerdo del tamaño de un mamut y debió haber sido una escena impresionante porque cada tanto su soñador la recordaba y se preguntaba qué hacer con ella. Aisenstein había inaugurado su discoteca hacía apenas unos días cuando en la luz acerada de una mañana se le apareció un hombrecito y le extendió una tarjeta: “Miguel Fontes, Rey de los Enanos”, se leía en letras doradas. Creyéndolo una señal, Aisenstein le contó su sueño y Fontes, que después de todo era el Rey, le dijo que lo dejara en sus manos. Esa noche una docena de enanos se agolparon frente al boliche y Aisenstein les extendió la alfombra roja. Algunos subieron al escenario, otros se instalaron detrás de la barra y a la pista se lanzaron una enana escritora de cuentos porno y un enano matemático que podía resolver logaritmos complejísimos.
A todos nos falta o a todos nos sobra algo. Estoy convencida de que la Nave Jungla me abrió la cabeza al misterio de lo humano. Me acuerdo perfecto una noche cuando acodada sobre la barra, mirando el show de la enana fisicoculturista, eterna prometedora de un streap tease que jamás realizaba, pensé: “Esa enana podría ser yo… pero también podría ser Dios”.
Me gusta pensar que mi fascinación con la gente pequeña no es sólo un asunto de clase sino también una reacción antigua en la historia de la humanidad. Los egipcios pensaban que los enanos eran mensajeros de dios; en Grecia eran parte del culto a Dionisio y en el siglo XVII, en la corte española, el príncipe Baltasar Carlos se pasaba horas discutiendo la existencia de Dios con Sebastián de Morra, un enano que se autodefinía como omnisapiente (supongo que cuando sos pequeño lo único que te queda para ganarle a los demás es el cerebro).
Esa respuesta divina que el príncipe buscaba en su enano, yo creo que Diane Arbus la encontró en la señorita Makrina y su forma de hacerla visible fue a través de la luz. Un fotógrafo del montón se hubiera parado de espaldas a la ventana dejando que la luz cayera sobre el rostro de la fotografiada. Pero Arbus hizo lo contrario y recién ahora termino de entenderlo.
Por la ventana de vidrio repartido entra una luz fuerte, blanca y en cuadrícula. Una luz muy parecida a una pintura de Mondrian. Como la paloma blanca en un cuadro renacentista, Mondrian, el más espiritual de los artistas del siglo XX, es el alma tutelar de esta cocina. Y ese espacio que a primera vista me resultó opresivo, de golpe se expande infinito.
¿Qué ocurrió exactamente? Ah, si, por supuesto, el diagnóstico médico: soy más enana de lo que creía ser. Hasta hace apenas unas semanas iba por la vida mirando todo desde arriba y al ver esta foto la prejuzgué: la creí umbría, monotemática, de fuerza centrípeta. Pero desde que mi altura es otra, mi punto de vista ha cambiado; mirándola desde unos centímetros más abajo la luz de un Mondrian preside la escena y una energía centrífuga hace estallar la cáscara de la realidad. Todas las diagonales de la foto —los barrotes de la silla, las líneas de la heladera, el borde de la mesa, el filo de los cajones, el palo del escobillón— fugan hacia la luz de la ventana como hacia un sol del que todos los rayos parten y al que todos vuelven. En esa cocina cualquier cosa puede pasar, o más bien, pasan muchas cosas en simultáneo. Una de ellas es una batalla.
En “La ronda nocturna”, el retrato de la guardia cívica pintado por Rembrandt, una enana vestida de amarillo aparece bajo una luz dorada; es la única en la pintura a quien las sombras no alcanzan. También la señorita Makrina se para bajo la luz y, escobillón en mano, mantiene al ejército de tinieblas alejado. Hay días en los que creo entender su sonrisa. Me dice, “Ya ves. Al final tu pelea es igual a la mía: el eterno progreso de lo terrenal hacia lo espiritual.”