La muerte en la literatura infantil
LIJ y tabú
Jueves 03 de noviembre de 2016
¿Desde cuándo la muerte es tabú en los libros para chicos? ¿Cómo hacer para distinguir historias literarias de novelas o cuentos “fabricados” para un mercado que consume temas que inquietan? Sandra Comino deja una guía generosa de lectura alrededor de este tema.
Por Sandra Comino.
Siempre en la literatura (y en la vida) hay temas que inquietan, y la inquietud tiene conexión directa con lo que nos saca de la comodidad. Cuando de libros para chicos se trata, aquello que molesta (a los adultos, claro) tiene que ver con los miedos, con lo que es tabú, con lo que no se puede tolerar. Queda claro que no a todos nos “afligen” las mismas cuestiones, pero a veces omitimos historias que abordan la muerte, el abandono, el suicidio, el abuso o la violencia.
La pregunta, entonces, sería: ¿hay temas que inquietan o son las maneras de contarlos? Si un tema inquieta según el género, pareciera ser menos peligroso. El terror tiene todos los permisos para hacerlo. Pero, ¿qué pasa cuando la literatura es de corte realista?
La muerte “tolerable”
En 1973, Tomie de Paola con La abuelita de arriba y la abuelita de abajo incursiona en el tema con un cuento en el que el protagonista, Tomás, pregunta qué es morirse. Su madre le responde entonces: “Quiere decir que la abuelita de arriba se ha ido y no estará más con nosotros”. Se trata de un libro para chicos muy chicos, que pone el consuelo en una estrella fugaz y le cuentan al niño que quizá ahí fue un beso de la abuela. Tres décadas después, Yves Nadon y Cèline Màlepart con Mi perro Gruyère hablan de la muerte de una mascota desde el punto de vista de un niño: “Murió muy suavemente, cerca de mí”. Tanto desde el texto como desde la imagen refuerzan cierto optimismo, con la adquisición de otro perro, aunque el narrador deja en claro que le hablará de Gruyère, quien estará con él toda la vida.
En Argentina, uno de los pioneros en escribir sobre la muerte para chicos chicos fue Gustavo Roldán a mediados de la década del 80. En el cuento “Como si el ruido pudiera molestar”, muere un tatú. Si bien el cuento no le escapa a la tristeza, pone el énfasis en la muerte por motivos de vejez, y es así como el sapo les cuenta a los demás animales del monte que el tatú no está triste —aunque sabe que va a morir— porque “jugó mucho… Jugó todos los juegos”, y se va contento.
Existen libros literarios que tratan sobre la muerte de los padres —Los agujeros negros de Yolanda Reyes— o de una abuela —Cómplices, de Lydia Carreras, y El pulover azul de Florencia Gattari—. Los tres títulos lo hacen con un tono fuera de todo drama, aunque hablar de la muerte siempre lo sea. Reyes crea una abuela presente que en principio protege con el silencio, hasta que se da cuenta que su nieto necesita saber la verdad. Gattari narra desde la ternura y rescata el recuerdo. Carreras describe situaciones muy cotidianas con algún personaje malo (una tía), peleas y silencios familiares que culminan con la muerte de la abuela, hecho que los reúne a todos. La muerte y el entierro se mezclan con la inocencia y hasta la picardía de un niño que guarda un secreto.
La muerte “insoportable”
Rosa Blanca de Roberto Innocenti cuenta la historia de una niña que vive en un pueblo de Alemania y cierta mañana de niebla decide ir a ver a dónde los soldados llevan a los chicos. Se detiene cerca de un alambrado. No hace ruido. Sin embargo los soldados, que no veían nada, igual disparan. El libro triste, de Michael Rosen e ilustrado por Quentin Blake, describe la tristeza que un padre siente ante la pérdida de su hijo. Ambos cuentos son recomendados para niños a partir de nueve años, aunque son historias que incluyen e involucran mucho al adulto.
Claudio Ledesma, en Olga y los pájaros, se atreve a remarcar el vacío y la ausencia de la muerte desde la estética y el lenguaje. El narrador es un niño que se despide de su amiga, que está enferma. La ausencia, desde lo visual (el libro deja en blanco el espacio destinado a ilustraciones) remarca el vacío de la muerte. Estamos ante un texto poético que echa mano de las elipsis, logrando gran profundidad.
En Los amigos extraordinarios, Silvia Camossa y Ana Terra nos cuentan la historia de Ana, Sofía y Olegario. Los tres estaban siempre juntos hasta que, “cierto día, en la tibieza de la madrugada, Ana ya no despertó”. Los amigos extraordinarios, entonces, “guardaron la alegría en un baúl”. Es un relato que se mete de lleno en la elaboración del duelo.
Los más arriesgados
Graciela Cabal, allá por 1987, escribió Barbapedro, la historia de un viejo tío marinero que vivía en el Riachuelo contando cuentos y un día decide “marcharse”. El que se da cuenta de la muerte es Barbangelito, así como también percibe la depresión de su tío. Es un cuento que se hermana con la novela Mi amigo el pintor, de Lygia Bojunga Nunes. Un niño es amigo de un pintor que vive en el departamento de arriba y muere de manera inesperada. Antes le había dado una carpeta donde en las primeras hojas solo existían colores, advirtiéndole que “más atención le prestaba la gente a un color, más cosas salían de él”. Se trata de dos narrativas que se introducen en el tema del suicidio.
Finalmente, dos novelas para lectores un poco más grandes, con una escritura que atrapa al lector sin golpes bajos: Chacharramendi de Juan Guinot, y Solo tres segundos de Paula Bombara.
En Chacharramendi, un niño va al sur con sus padres a ver a su primo que está enfermo. El viaje será significativo. Es una novela escrita desde la ternura, con un fondo musical que también narra (las letras tienen que ver con lo que ocurre). En el no decir también se cuela información que permite ingresar a lo que sucede con más lentitud. Hay una construcción de mundo que sostiene ese dolor en la infancia, y elementos fantásticos que mitigan la ausencia.
En la novela de Bombara, quizás la más osada en toda la historia de la LIJ argentina y universal, la muerte sorprende a varios chicos en un accidente automovilístico.
Nicolás cambia de colegio. Sus amigos se llaman Leo, Julieta, Felicitas y Zoe. Lo que ocurre hace que la vida termine para algunos e inevitablemente deba seguir para otros. Felicitas reconstruye la vida de sus amigos y la propia gracias a la memoria y el recuerdo. Es una historia conmovedora, que se lee sin pausa, donde hay una elaboración del duelo a través de la escritura de la protagonista.
En todas estas historias hay una infancia (o adolescencia) y un contexto atravesados por la muerte. A la vez, son lecturas que rescatan, refugian y, por qué no, salvan. Por mi parte, me declaro a favor de los temas que suelen ser tildados de “inquietantes”, si es que de verdad inquietan.