Formas del silencio
Jueves 09 de enero de 2025
“Silencio y dilema son dos partes esenciales de la obra artística”: como parte de la cata de libros del último FILBA, el editor Juan González del Solar visitó la librería y dejó estas recomendaciones.
Por Juan González del Solar.
Recomendar libros es algo que nunca termina de convencerme; prefiero, en cambio, recomendar libreros. Con un librero uno puede desarrollar una relación, construir una forma de leer, de buscar libros, etcétera. En lo personal, creo que en muy buena medida me formaron más los libreros que los maestros: Alejandro, Sandro y Fernando en Librería Norte —hoy dispersos en parte— y Pablo Pazos, hoy en Arcadia.
No obstante, intentaré recomendar algunos libros y, tal vez por sobre todo, ofrecer una forma de leer y de relacionar las lecturas a partir del comentario de libros; mencionaré obras, me detendré en algunas, dejaré, espero, títulos y autores para que luego ustedes investiguen si acaso llamaron su atención.
Comencemos por el tema de este año para el FILBA, el silencio, que enseguida nos lleva a la pregunta: ¿qué obra no podríamos relacionar con el silencio? El silencio es constitutivo del arte, el arte necesita del silencio porque necesita que el espectador complete la obra, y eso convierte al silencio en una potencia. De hecho, podríamos incluso decir que arte sin silencio, sin espacio no dicho, no es arte sino objeto, algo cerrado en sí mismo con una misión operativa, ya sea de uso físico o decorativo.
Por el contrario, el arte debe ser siempre una máquina de producción singular; el artista calla —algo— para que hable —se hable— el espectador en su psique —o en su neura—. En definitiva, decir «de pronto todo fue silencio» es en buena medida decir «de pronto todo fue posibilidad».
Y en este sentido, como posibilidad productiva, funciona el dilema: no sé qué hacer, qué decisión tomar, qué me está diciendo la obra, qué entiendo yo de la obra, qué me ocurre a mí con la obra.
Silencio y dilema son pues dos partes esenciales para la obra artística, y una —la segunda— sucede a la otra: callo, abro el espacio, el lector penetra, el lector completa, y en buena medida lo hace una y otra vez de manera diferente. Arte sin dilema es una contradicción entre términos, y lo mismo ocurre con el arte sin silencios.
Elegir el silencio como tema en tiempos en que todo es información y respuesta —siempre desde el afuera, el adentro está corroído de inmediatez— resulta algo muy necesario; hoy, lo explícito parece tener una aceptación preponderante, incluso cuando se disfraza de alegoría.
Para hablar del silencio, como cabe imaginarse, hablaremos del sonido, su opuesto complementario tanto como lo es la luz de la sombra —con perdón por los lugares comunes—. En buena medida, el sonido es la única realidad —material al menos— de la cosa por fuera de la cosa.
Dicho esto, que desde ya no pretende descubrir nada sino partir de una mirada o de una definición, «qué decimos cuando decimos silencio en relación con el arte», comencemos a repasar aspectos del silencio en diferentes obras artísticas. Y, para finalizar estas palabras introductorias, les dejo esta cita del sublime libro de Pablo Gianera, editado por Adriana Hidalgo, Persecución de la belleza:
«Podría decirse también que la obra se completa interiormente al exteriorizarse. Es la exteriorización lo que propicia la ilusión de la interioridad, de la misma manera que la superficie conjetura una profundidad. Sin embargo, eso exterior es lo único que tenemos, y quien quisiera perforar lo exterior no haría más que cortar una hoja con una tijera.
La pregunta “qué es lo bello”, como la pregunta “qué es la verdad”, no puede responderse con palabras (Juan, 18,38). Lo bello es presencia. No hay en lo bello referencia alguna a algo que no sea lo bello. Lo bello no es signo, no es alegoría, no es símbolo».
Para comenzar, he resuelto traerles un caso que siempre me ha interesado y que, tengo claro, no pocas veces cae antipático: la polémica encuesta que eligió hace unos años a La niña con globo de Banksy como la obra más querida del Reino Unido.
Al respecto, el crítico Jonathan Jones declaró que «ha reducido el arte a un tuit: lo ves, lo entendés»; es decir, arte sin silencio, sin dilema, todos vemos lo mismo porque todo está contado, tanto la causa —la obra— como el efecto —la recepción en el lector—, como en una alegoría.
Por el contrario, considera que la segunda obra elegida, The hay wain, de Constable, muestra una escena de la campiña donde uno puede quedarse por horas reconstruyendo de qué nos habla la imagen.
Y ni hablar —esto corre por cuenta propia— de la que quedó cuarta, The fighting Temeraire, de Turner —les recomiendo la biopic que hizo Mike Leigh con Timothy Spall—.
El caso, desde ya, es muy muy complejo y las artes plásticas, lo sabemos, son especialmente difíciles de analizar —mucho más para los que no sabemos—; no obstante, me gustaría dejarlos con esta cita de Jones: «Esto es lo que me asusta y deprime de Banksy. La total falta de arte en su arte es lo que lo hace popular. El arte real es elusivo, complejo, ambiguo y, a menudo, difícil». Podríamos agregar que (casi) todo objeto artístico debe poseer la capacidad de ser ambivalente.
Quién tiene razón no es algo a lo que podemos acceder porque (creo que) tal cosa no existe, pero sí podemos tal vez coincidir en que, para que el espectador pueda participar de la recreación íntima de la obra, es necesario el silencio en la obra, que haya algo no dicho.
En palabras de Byung-Chul Han en La crisis de la narración: «El cuadro invita al observador a la demora contemplativa. Se entrega a la libre asociación del observador cuando este se pone delante de él. De este modo, el espectador de un cuadro está centrado en sí mismo».
En este ensayo, dirá al respecto de Jeff Koons:
«Un artista como Baudelaire, que causa horror sin pretenderlo, hoy resulta no ya solo obsoleto, sino casi hasta grotesco. El tipo de artista actual es Jeff Koons. Un artista así resulta inteligente y refinado. Sus obras reflejan el pulido mundo del consumo, que se opone diametralmente al shock. Lo único que Koons le pide a quien contempla sus obras es un simple “Wow!”. Su arte es intencionadamente relajante y cautivador. Lo que busca más que nada es gustar. Por eso su lema es “abrazar al observador”. Nada en su arte debe aterrar o amedrentar al observador. Su arte está más allá del shock. Pretende ser, como el propio Koons dice, “comunicación”. También podría haber dicho: el lema de mi arte es “me gusta”».
En cine, tal vez nadie explora más y mejor esta dimensión que Alain Resnais (lamento no poder detenerme en el caso ahora, pero quiero intentar dejarles el interés): casi todo su cine parte del silencio y del poder que tiene el artista sobre ese espacio en parte vacío y en parte ocupado; quisiera recomendarles la obra maestra El último año en Marienbad, donde los mismos personajes se hacen las preguntas como espectadores de sí mismos: ¿te conozco?, ¿estuviste acá antes?, ¿quién eras entonces?, ¿te recuerdo?, ¿quién era yo entonces?
Desde otra óptica, sin llegar al cine mudo, dejaré también una breve recomendación para un maestro del silencio, Aki Kaurismäki.
Pero vayamos de una buena vez a la literatura, que es en definitiva lo que nos convoca hoy.
Les traje un fragmento de El mar, de John Banville, una obra que no me ha fascinado —de hecho, no he podido terminarla—, pero que nos ofrece esta imagen que tan bien narra el silencio —al menos en la forma en que lo estamos proponiendo ahora—:
«Aquí abajo, junto al mar, el silencio posee una cualidad especial por la noche. No sé si esto es cosa mía, es decir, si esta cualidad es algo que yo aporto al silencio de mi habitación, e incluso a toda la casa, o si se trata de un efecto local, debido al salitre del aire, quizá, o al clima costero en general.
(…)
Qué pequeño recipiente de tristeza somos, navegando en este apagado silencio a través de la oscuridad del otoño».
Soy un recipiente navegando entre lo oscuro, entre lo no dicho. Como hay silencio, hay espacio para el desarrollo de mi psique, el silencio es a la literatura lo que la luz es a la vista: todas las puertas son posibles porque todas las puertas están en nuestra imaginación. El personaje se pregunta si aquella cualidad que siente «se trata de un efecto local» —es decir, algo del exterior— o si, en cambio, se trata de algo que él «aporta al silencio». ¿Cuál es la realidad del personaje? Él la desconoce y, en este desconocimiento, multiplica sus posibilidades a partir del espacio que aparece libre para completar desde la subjetividad.
En el libro Silencio —no podía soslayar un libro con este título—, que recoge diferentes textos y conferencias de John Cage, él cuenta que entró una vez en una cámara sorda (el nombre es «anecoica»), es decir, en un cuarto donde no había ningún sonido del exterior. Dentro, se encontró con dos sonidos, uno agudo y uno grave; como le explicaron luego, el agudo era su sistema nervioso en movimiento y, el grave, su sangre. Paso velozmente por esta anécdota porque es muy probable que la escucharan antes (de hecho, aquellas personas que estuvieron en la apertura de este festival lo hicieron por boca de Pablo Katchadjian) y no merece mayor aclaración luego de lo que ya comenté antes, pero aun así me gusta porque nos da pie a recordar la pieza de este autor conocida como 4’33’’, la cual consiste en tres movimientos en los cuales el pianista comienza cada uno de ellos cerrando la tapa del piano y lo culmina abriéndola —en YouTube tienen una interpretación de esta obra—.
Y ahora la pregunta: ¿es necesario contar así el silencio?
Cuando Cage presentó su obra, un músico —perdón por la imprecisión, escuché la anécdota en la radio hace muchos años y no sé quién es este músico— declaró que a él, para contar el silencio, no le bastarían tres orquestas militares.
Pero: ¿es lo mismo que eso lo haga John Cage, un compositor consumado, un investigador, que una persona que no sabe de música o no tiene su recorrido?
Volveremos sobre el caso. Por el momento, los dejo con esta cita del mismo libro: «Pregunta: He observado que escribe unas duraciones que están más allá de la posibilidad de interpretación. Respuesta: Componer es una cosa; interpretar, otra; escuchar, una tercera. ¿Qué tienen que ver entre sí?».
Hablamos recién de orquestas militares, vayamos entonces a la guerra y sus silencios.
Tal vez no haya un lugar en el cual el sonido externo ocupe un lugar tan contundente para nuestras vidas: un avión rasante nos informa de que nos han visto, una alarma nos cuenta de un ataque, un grito nos lanza a la batalla o nos tira cuerpo a tierra… y cuestiones tan precisas como el zumbido de una bala nos llevan a determinar qué hacer en el paso que sigue sin necesidad de que alguien nos instruya al respecto: saco la cabeza y disparan, así que por el momento me quedo. En la guerra, contaba un excombatiente, se siente más patente el ruido que la imagen; ¿qué oculta tanto ruido? En el mismo sentido, el silencio en la guerra augura la inminencia del ruido que solo puede traer las peores noticias.
Narraciones que den cuenta de esto hay infinitas y casi en todas aparece esta idea que estoy proponiendo en esta charla: afuera hay mucho ruido, tanto ruido se convierte en un cúmulo de silencio; finalmente, el verdadero ruido está en aquello que pasa por mi cabeza: ¿viviré?, ¿avanzo?, ¿dónde están?
Les traje ahora esta escena del libro 14, de Jean Echenoz.
Los pongo en contexto: las tropas, en este caso francesas, se abisman a la batalla. Las autoridades concuerdan en que el conflicto no pasará de dos semanas, incluso uno de los comandantes les dice a sus soldados que todos volverán vivos, pero que cuiden su limpieza personal porque tienen más posibilidades de morir de una infección que de una bala. Las cuentas, como todos sabemos, salieron mal…
«Asunto de quince días, había diagnosticado Charles tres meses atrás bajo el sol de agosto. Lo mismo que dijo luego Monteil, y lo mismo que muchos creían por aquel entonces. Salvo que quince días después, treinta días más tarde, al cabo de más y más semanas, cuando comenzó a llover y los días pasaron a ser más fríos y cortos, las cosas no se desarrollaron como estaba previsto».
Es por ello que, a medida que el grupo avanza y, contra todo pronóstico, no reciben órdenes de volver a sus hogares —estamos hablando de personas que no se habían nunca dedicado a la guerra, que tenían, por el contrario, múltiples oficios— sino de seguir adentrándose en territorio enemigo… la cuestión se va complicando. Entonces, escuchan por primera vez el sonido pluriestético de la guerra:
«Poco después de trabar conocimiento con el eco de la fusilería entraron bruscamente en plena línea de fuego, en una ondulación de terreno a escasa distancia de Maissin. A partir de entonces tuvieron que enfrentarse a los hechos: allí comprendieron realmente que tenían que entrar en combate, montar una operación por primera vez, pero, hasta el primer proyectil que impactó cerca de él, Anthime no se lo creyó de verdad. (…)
»Después les gritaron que avanzaran y, más o menos empujado por los demás, se encontró sin saber muy bien qué hacer en medio de un campo de batalla de lo más real. Primero se miraron él y Bosis, Arsenal se ajustaba una correa detrás de ellos y Padioleau se sonaba con un pañuelo menos blanco que él. A continuación, tuvieron que lanzarse a paso de carga, al tiempo que aparecía en segundo término, a su espalda, una veintena de hombres que, con la mayor tranquilidad del mundo, formaron un corro sin prestar atención aparentemente a los proyectiles. Eran los músicos del regimiento, cuyo director, alzando la batuta blanca, elevó para dejar caer a continuación los acordes de ‘La Marsellesa’, con los que la orquesta procedió a ilustrar valientemente el asalto. (…).
»…al poco comenzaron a caer algunos hombres no lejos de Anthime; le pareció ver brotar dos o tres chorros de sangre, pero los ahuyentó con firmeza de su mente, al no tener la certeza ni el tiempo de asegurarse de que aquello fuese sangre que brotaba ni tampoco de haberla visto hasta ese día, menos de ese modo y de semejante forma. Por lo demás, no poseía lucidez suficiente como para pensar, tan solo para disparar sobre todo aquello que pareciera hostil y, en especial, para intentar ponerse a cubierto dondequiera que fuese».
La escena sigue, siguen las balas, siguen tocando mientras pueden los músicos —luego irán cayendo de a uno— y todo se convierte en un ruido tan atroz que termina convirtiéndose en silencio, un silencio que funde a uno con el todo y con uno mismo. Ese sonido se convierte en el vehículo para el silencio que mi individualidad requiere para escucharse. En la escena que vimos, el personaje primero se silencia, y luego medita: ya no importa lo que le dicen afuera, ahora él comienza a desarrollar su individualidad en esta guerra que no es como la esperaba ni como se la habían contado (igual que en la vida).
Aun cuando la materia de todo texto está construida de palabras —lo opuesto en buena medida a la cámara anecoica—, en la literatura el silencio está detrás de las palabras y nos ofrece el vehículo necesario para desplegar algo callado en nosotros; se convierte así la literatura en estado especular pleno, lo que leemos es todo espejo, es todo excusa, y por eso la buena literatura (y el arte en general) necesita generar espacios para el silencio, para que aquello que cuenta se convierta en algo personal, íntimo, subjetivo.
Por el contrario, la literatura que solo persigue el entretenimiento no reverbera en nosotros, no abre preguntas, sino que es instantánea, efímera, y nos saca de nosotros, nos mete en una historia en la cual no somos parte desde la singularidad sino desde la emocionalidad más banal —dicho esto no como una crítica, desde ya, sino como una descripción—: «siento» algo, no «vivo» algo íntimamente, no salgo de mí para volver a mí modificado por la obra de arte; vivimos esas historias ajenos a nosotros, vamos con ellos, y luego las cerramos y no nos hacemos preguntas. Y está muy bien, desde ya, depende para quién y depende del momento: muchos de nosotros utilizamos hoy esos mecanismos a partir de las series: no es lo mismo ver Netflix que mirar Mubi, y no siempre estamos para mirar uno o el otro.
En definitiva, volviendo a 14, la guerra, en buena medida, es tal vez el espacio ideal para la escucha plena de uno mismo: satura el afuera hasta inhibirlo, llena todo de ruido hasta que solo queda el silencio; una vez más, recurrimos a Gianera, «la obra se completa interiormente al exteriorizarse».
En la guerra, como en la sociedad, el afuera me abruma de tal manera que me abisma a dos caminos posibles —en cuyos grises tendemos a transitar—: o asumo el personaje que me viene de afuera y cumplo con él, o intento encontrarme con aquel que soy, como ocurre con Cósimo, el personaje de la entrañable novela de Italo Calvino El barón rampante, que dice que uno solo puede aspirar «a ser uno mismo con todas sus fuerzas» y, en el camino, se lleva todo puesto.
Bien, hasta ahora hablamos en buena medida de silencios figurados, de silencios que aparecen por oposición: todo lo que me cuenta el afuera me lleva a preguntarme cuál es la información que me falta, ya sea mirando el mar, frente a un piano cerrado o en medio de la guerra.
Pero quisiera ahora centrarme más en la recomendación de algunos libros —siempre, desde ya, en relación con el tema del festival, que es el silencio—. Me gustaría disculparme de antemano por las muchas limitaciones, de tiempo y capacidad personal, que impedirán que ahonde en las obras que comentaré a continuación.
Vayamos a una forma lingüística del silencio, a una forma primigenia: el silencio del idioma.
Y veamos la primera novela de Hernán Díaz, A lo lejos, que fue finalista del Booker y del Pulitzer, premio que ganó con la segunda novela, Fortuna; es decir, a Díaz le va bien.
La historia cuenta que el protagonista, un niño de Suecia de unos diez años, se abisma junto a su hermano, unos años mayor, hacia los Estados Unidos y que, al llegar al puerto en Inglaterra, se pierde y toma en soledad el barco equivocado, gracias al cual en vez de llegar a Nueva York —como estaba previsto— llega a la costa oeste. En definitiva, el niño llega a tierras muy lejanas sin conocer el idioma y comienza su camino hacia la otra punta del país, donde espera —sueña— reencontrarse con su hermano.
Lo primero que hará será preguntar cómo llegar al otro lado como quien pide indicaciones para ir de un barrio a otro; a cambio, como pueden imaginar, le ocurrirá de todo. Pero comencemos por el nombre, Håkan, que se pronuncia algo así como «Joc can», lo que en inglés sonaría como «el halcón puede». Y esto será fundamental, porque en algún momento de su siempre fallido viaje el niño crece, se convierte en una especie de monstruo de una altura descomunal y, luego de un evento donde muestra su fuerza el ahora hombre se convierte en un mito, el mito del halcón.
Håkan se escapa de la civilización y, luego de un tiempo largo e impreciso —todos los tiempos son largos e imprecisos en la novela, daría para otra charla el tema—, cuando pretende reinsertarse, se encuentra con que todos «saben quién es». Es decir, en su ausencia, han construido su historia a partir de relatos de otros —falsos, desde ya— y él, imposibilitado de contar su historia porque carece del idioma —en realidad, carece de mucho más que del idioma—, debe asumir la identidad que le es dada, la del misterioso halcón gigante y asesino.
En consonancia con lo dicho: se genera el silencio, el otro completa y, luego, impone su narración sobre el protagonista, que nunca puede revertir esta sentencia —salvo frente a unos pocos casos—. Sobre el final, que se cuenta al principio de la novela, él podrá contar su historia —primero a un coterráneo y luego a una audiencia mayor— y entonces logrará elegir en libertad su destino —ciertamente, muy borgesiano—.
Este es, desde ya, un resumen muy somero, injusto e impreciso, pero que nos sirve para volver sobre el tema planteado: el otro construye en sí la narrativa de mí, y cuanto más calle —y callar puede incluir contar en exceso— más el otro completará la información que considere faltante. Håkan no sabe de quién le hablan cuando le hablan de él, pero cuando logra acceder al encuentro de sí mismo toma parte de ese discurso y lo encarna —este mecanismo es muy usual, lo hacemos siempre—; finalmente, avanza hacia su destino de silencio, como no podía ser de otra manera. «El halcón puede, ¿el halcón puede qué?», le dirán, y, como el halcón es primariamente silencio, puede todo lo que el otro se imagine que puede.
Bueno, ahora los quiero llevar a uno de mis autores más más queridos, Joseph Roth, un autor que suele tener fanáticos, hay montones de libros suyos y montones sobre él, un personaje fascinante. La ausencia de información, el silencio, está en todos sus textos, y es probable que esto se deba a que la primera ausencia de información estuvo en su padre y, por extensión, en su patria.
Joseph Roth nació en 1894 en Brody, un pueblo que hoy está dentro de Ucrania y que entonces era parte del imperio austrohúngaro, un imperio que desaparecería con la Gran Guerra y que, para muchos, nunca tuvo una verdadera unidad, pero que sí la tuvo en la imaginación de Roth.
Su padre, el arquetipo de la identidad heredada —si la identidad es el tema más recurrente en la literatura, el padre es la encarnación más recurrente de este tema—, desapareció antes de que cumpliera dos años.
Roth nació judío, pasó por el comunismo, incluso en algún momento se convirtió al cristianismo, fue (esto casi invariablemente) imperialista…
Fue, en algún momento, todo, siempre buscando un límite, un margen determinado dentro del cual moverse: añoraba una patria y un padre que no había conocido, añoraba una unidad y una dirección que nunca había recibido, añoraba ideas como «patria», «identidad» y afines, y las persiguió durante toda su vida. Si no tengo un modelo al cual seguir, me lo invento, pero lo persigo hasta el final y esta búsqueda fue la gran constante en la vida de un autor brillante que vivió, como no podía ser de otra manera, desilusionado (y alcohólico). En palabras del querido y muy recordado Edgardo Cozarinsky, autor de Variaciones Joseph Roth —pueden escuchar una conferencia en YouTube sobre el tema, imperdible—: «Eligió al padre imaginario en el emperador»; tenía sentido, ¿qué mayor padre que aquel que representa la ley, la patria y la tradición en grado sumo?
En el mismo tono, dice Albert Camus en El primer hombre, un libro que habla esencialmente de un padre ausente y de cómo surgir desde ahí: «Un niño no es nada por sí mismo, son sus padres quienes lo representan. Por ellos se define, por ellos es definido a los ojos del mundo».
Pero lo cierto es que el silencio del padre no se construye desde fuera, no se traslada a una idea de patria, como fue el caso de Roth y de Camus, es mucho más íntimo, y si no lo podemos componer desde dentro, de alguna manera —aun imperfecta—, siempre será un silencio de carencia muy doloroso.
Camus resume todo esto en esta frase perfecta —que utilicé como epígrafe para mi primer libro, Tomas familiares—: «No había conocido a su padre, pero solían hablarle de él en una forma un poco mitológica y siempre, llegado cierto momento, había sabido sustituirlo».
«Sustituirlo», dice, y entonces el relato se centra en el señor Bernard, su maestro de primaria, quien refiere a su maestro Louis Germain, a quien le escribe una muy famosa carta de agradecimiento luego de que ganara el Nobel.
En definitiva, hay silencios que deben sustituirse, completarse, que no pueden quedar así, y tal vez el silencio que debe completarse por antonomasia sea el de los padres porque es muy difícil avanzar cuando no se tiene de dónde partir; a modo personal, les dejo esta reflexión que me decía una psicóloga mía: «Nuestros padres son nuestros puntos de llegada, no de partida».
Es probable que ningún tema haya aportado más a la literatura que este; me gustaría, en relación con la familia, recomendarles muy enfáticamente los cuentos de Ann Beattie que publicó Chai —una editorial excelente—, La casa en llamas: no puedo ahora detenerme en ellos como merecen, pero me gustaría hacer mención a una forma de narrar que considero admirable: tenemos una historia que, por lo general, atraviesa varios días, situaciones y personajes, y no podemos contar todo. Beattie, entonces, como si filmara, se detiene en escenas clave y luego pasa todo lo que está en medio a modo informativo, para ubicar al lector, pero dejando en claro que no es ahí donde debe detenerse… Este es un análisis muy superficial, desde ya, y pido las disculpas del caso, pero quería traerlo porque considero que es una excelente muestra de cómo toda familia, y los cuentos de Beattie están atravesados por este entorno, se construye a través de silencios —esto es central en autores de teatro como Ibsen y O’Neill, donde siempre hay algo en el pasado que obstaculiza el presente y que, finalmente, desarrolla la trama—: decir y ocultar es obviamente parte de lo mismo, el arte está en la selección que se hace de cuándo recurrir a cada uno.
Estas omisiones en Beattie obligan a los personajes, y a los lectores, a completar la historia hasta darle un sentido, el que fuere, el posible, pero un sentido. ¿No lo hacemos acaso todos en nuestras casas?, la familia es siempre un silencio imposible de resolver. Recomiendo muy enfáticamente, sin detenerme en él, el cuento El niño perdido, de Thomas Wolfe: cómo se ocupa en una familia un espacio irrecuperable.
«Es pues un enamorado el que habla y dice…», y a partir de ahí Roland Barthes en su precioso libro Fragmentos de un discurso amoroso comienza a trabajar el discurso del enamorado en diferentes obras. El amante dice, el amado escucha, y se despliega a partir de ahí esta relación siempre despareja, equívoca, plagada de suposiciones y, principalmente, de deseos —recordemos la cita de Cage: se compone, se interpreta y se escucha, qué tiene eso que ver entre sí—. Otra vez, podríamos quedarnos acá un par de horas, pero quiero utilizar la excusa de este libro para mencionar una novela breve de Joseph Roth —volvimos a él— llamada Abril, editada por Buchwald —otra editorial fabulosa que merece toda la atención—.
El protagonista de Abril es un ser muy singular: aparece, se mueve, mira, no terminamos de entender ni sus deseos ni sus intenciones, pero de pronto ama, y consigue el amor de su amada, llamada Anna, hasta que se enamora de una mujer que ve en la ventana del director del correo, Käthe, sobrina del funcionario. No sabe nada más de ella, solo que está en esa ventana, que lo mira, que de pronto le sonríe, y que le parece el epítome de la belleza. Esta relación de miradas crece y él quiere hablar con su tío, pero se le hace imposible hasta que… Anna le declara que ella no sale de la ventana porque está moribunda. ¿Qué hacer? No quisiera ahondar en qué hará este personaje, pero los dejo con esta cita: «Escribí esta historia solo por esa mirada».
En palabras de Barthes, el enamorado toma «el lugar de alguien que ama en sí mismo, amorosamente, frente a otro (el objeto amado), que no habla». De alguna manera —y es importante esta aclaración, «de alguna manera»—, hay un objeto de amor que nos lleve a accionar de cierta forma; ese objeto, en muy buena medida, está construido de silencios que completamos internamente. Y acá una licencia personal: cuando digo «te amo» estoy diciendo, tal vez por sobre todo, «amo»; el lugar del otro en esa relación varía en cada uno: el amor nace de un silencio íntimo y se construye a partir de ahí, en mayor o menor medida, junto a un otro. A fin de cuentas, dice Barthes, «todo el discurso amoroso está urdido de deseo, de imaginario y de declaraciones» —se compone, se interpreta, se escucha…—.
Para finalizar esta cata, voy a recomendar un libro de la muy querida editorial Híbrida (era «muy querida» antes de publicarme, aclaro), y de la muy querida autora Candelaria Frías, un libro que leí por primera vez hace muchos años en una versión lejana y que ya entonces me resultó absolutamente genial, Mórbida.
Volvemos a la familia. En este caso, tenemos a la protagonista, Titania, una obesa mórbida que padece el incesante agobio de sus padres, que pasan del dolor por su condición física a su desprecio con la misma celeridad; en realidad, es siempre desprecio. Como primera medida, cuando va ganando peso, es silenciada de las imágenes: ya no hay fotos con ella; luego, de la palabra: está prohibido decir «que está gorda». Finalmente, deciden ignorarla y, en algunas ocasiones, accionar sobre ella —por ejemplo, cuando le llevan a otro obeso mórbido para que se relacione o cuando la internan en una clínica para personas de su condición—.
Elegí este libro para cerrar esta «cata de libros y recomendaciones» porque, en buena medida, recoge temas que hemos visto a lo largo de esta charla: la guerra, la familia, lo no dicho, el afuera que nos abruma. Titania vive situaciones despreciables que la van llevando a la única opción posible, «construirse una muralla de carne», construir su propio silencio. El afuera nos mata, necesitamos el silencio, el encuentro y el descanso íntimo; a veces, en las familias, es necesario recurrir al silencio como una forma de olvido y protección. De hecho, ¿no es acaso lo que hace el artista, que transforma el ruido en silencio y este en obra? Y a más, porque estoy seguro de que muchos de los presentes son artistas: ¿no tendemos a ser los artistas los que muchas veces sacamos del silencio aquello que se oculta en nuestras familias? Titania, por ejemplo, comienza a sacar fotos, ¿de qué?, de las revistas pornográficas del padre, entre otras cosas. Valga como muestra este fragmento:
«Cuando me hicieron desaparecer de las fotos, empecé a fotografiarlos a ellos sin que se dieran cuenta. Le pedí una cámara de fotos de regalo a mi abuela y emprendí mi tarea con gran dedicación. A veces, reptaba por el piso para que no notaran mi presencia. Me ocultaba detrás de las cortinas, debajo de las mesas y hasta me olvidaba de mi tamaño y de las dificultades físicas que, por lo general, tenía para desplazarme u ocultarme. A pesar de mi volumen, había desarrollado un talento para hacerme invisible, era un arte en el que me iba entrenando de a poco.
»En las fotos, dejaba evidencias de las miserias familiares y eso me daba alivio. Cualquiera que hubiera visto la foto de mamá cerrando el candado de la heladera se habría dado cuenta de qué clase de mujer era. Me parecía que había que inmortalizarlos en todas sus facetas».
A modo de corolario, quiero volver sobre el inicio de esta charla: del mismo modo que la sombra ilumina la luz, como da cuenta Junichiro Tanizaki en El elogio de la sombra —un libro esencial que podríamos comentar y analizar completo en función del tema de esta tarde—, el silencio, la ausencia de información, nos aleja el objeto en tanto sí mismo y nos lo acerca en tanto proceso subjetivo: «No dar explicaciones hace que aumente la tensión narrativa», dice Byung-Chul Han en el libro que mencioné antes, donde denuncia de qué manera el exceso de información en el presente anula la historia, que es donde se contiene la narración; este breve ensayo me resulta muy interesante para ver de qué manera toma, o pierde, volumen la memoria narrativa, especialmente desde el surgimiento de las redes.
Necesitamos del silencio en el arte para hacer propio el objeto artístico; de otra manera, somos meros espectadores pasivos.
Bueno, llegamos al final, hablamos —o intentamos hacerlo— esencialmente del silencio, y para ello recurrimos a John Cage y a discusiones sobre el arte en general, y recomendamos —como auguraba el encuentro— varios libros: El mar, de John Banville, 14, de Jean Echenoz; A lo lejos, de Hernán Díaz; El primer hombre, de Albert Camus; Abril, de Joseph Roth; y Mórbida, de Candelaria Frías; también mencionamos —con ferviente ánimo de recomendación— El barón rampante, de Italo Calvino, La casa en llamas, de Ann Beattie, La crisis de la narración, de Byung-Chul Han, Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes, y El elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki. Pasaron también Cozarinsky, Ibsen, O’Neill y Resnais, de quienes nada puedo agregar más que mi total admiración y sugerirles que, quienes no lo hayan hecho, aborden con pasión a estos autores.
Como mencioné al comienzo de este encuentro, espero haber incentivado algunas lecturas: he preferido el eclecticismo y la sugerencia antes que el detenimiento y el análisis profundo —Tanizaki estaría muy en desacuerdo con esta elección—.
El momento nos permitió «una más». Entonces continuamos unos segundos:
Si cabe, sobre este cierre, quisiera recomendar dos libros más que me hubiese gustado mencionar: Como si existiese el perdón, de Mariana Travacio: no he podido encontrar el tiempo que merecía, tal vez, porque hace un trabajo tan profundo y sólido sobre lo no dicho que debería haberle dedicado un espacio del cual carecía. Solo me gustaría destacar un trabajo brillante desde la estructura, que administra la información con una precisión verdaderamente extraordinaria sin recurrir en ningún momento al ocultamiento forzoso ni a romper el pacto de lectura.
Y una obra maestra que, atento a que trabaja sobre el nonsense, parte en todo momento de la reconstrucción subjetiva de la obra: Una oportunidad, de Pablo Katchadjian, de quien recomiendo casi toda su obra: que quede este nombre como última mención ayuda a que se lleven de este momento la referencia a un autor absolutamente memorable; para mí, de los más importantes de nuestro país en la actualidad.
Por último, ahora sí, aprovecharé que está entre nosotros Luis López Carrasco y les leeré este tan a tono fragmento de su novela El desierto blanco, ganadora del Premio Herralde.
«“Perder altura produce un mareo dulce, como si alguien te cantara una nana”, recuerdo esas palabras de Jimena al teléfono, pero no puedo saber si su rostro al decirlo expresaba calidez o frialdad, y yo imagino una nana de pesadilla, temblor y muerte cuando el avión se precipitó hacia el mar. Alguien chilló de nuevo y fue rápidamente acallado por los pasajeros, necesitados de algún tipo de certeza en el silencio. Así, sigilosos y suplicantes, los pasajeros y la tripulación del vuelo Emirates 202 encararon un aterrizaje de emergencia en una isla desconocida en algún punto del océano Índico. Fue entonces cuando se produjo la explosión del motor izquierdo y el ruido lo protagonizó todo».
Espero que la hayan pasado de la mejor manera, ha sido un viaje veloz por un montón de lugares; a fin de cuentas, quise compartir con ustedes una forma de leer y de transitar las relaciones entre temas y hechos artísticos.
Muchas gracias a todos los presentes por ser parte de este momento tan especial para mí.