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El radar en los pies

Bitácora de cierre

Una crónica de Tamara Tenenbaum sobre el baile y la noche porteña, siempre con apariciones inesperadas: visitó La Grande junto al escritor belga Fikry El Azzouzi, también invitado al último Filba Internacional en Buenos Aires. Una bitácora sobre cómo cruzar la tercera lengua puente y también sobre cómo escribir al volver de ese cruce. 

Por Tamara Tenenbaum.

 

Hablar una segunda lengua se siente como usar esa ropa que abandoné alguna vez en el fondo del placard: en teoría también es mía, pero hay algo en la caída que no cierra, una costura que se apoya en la curva incorrecta, una etiqueta que raspa. Con Fikry El-Azzouzi  la cosa es peor: los dos estamos hablando un idioma que no es el nuestro. La metáfora que se me ocurre para eso no es con ropa: es como si estuviéramos caminando por una vereda porteña. En general nos entendemos, pero cada tanto se nos enredan los pies en algo roto. No pregunto cuando no entiendo: sería como esos conductores que putean en cada bache que se comen. Cuando me pierdo contesto con una sonrisa dura. Encima Fikry es bastante más alto que yo -como todo el mundo- y ya en la calle me doy cuenta de que me quedan lejos sus palabras. Con la música fuerte no tengo ninguna esperanza.

Insisto con las imágenes sobre pisadas y tropiezos porque vamos a una fiesta. “Tenés una responsabilidad muy grande”, dice la hija adolescente de una amiga, “porque la noche porteña es mundialmente famosa”. Yo no elegí la fiesta, pero conozco la escena de La Grande; de hecho uno de los chicos más cancheros con los que fui a la universidad va a estar pasando música ahí hoy. No creo ser la persona indicada para mostrarle a nadie la noche de ningún lado: de chica me gustaba salir más que el dulce de leche, o eso decían mis amigas, pero nunca fui la reina de las fiestas, y lo sé, porque sí soy otra cosa, una gran avistadora de las reinas de las fiestas. Lo poco que sé sobre bailar lo traigo de ahí: mi talento es encontrar bien rápido a la persona que hay que copiar. Un par de horas más adelante comprobaré que todavía tengo el don de seguir los pasos. Pero todavía es temprano, y hay que remar unas quince cuadras de conversación hasta que lleguemos a Santos 4040.

Tenemos algo en común, le digo a Fikry en ese idioma del fondo del placard, porque yo soy judía y vos debés ser musulmán. Intento explicar la frase a ver si queda un poco menos mal que lo que suena: judía ortodoxa, quise decir. Yo me crié en una comunidad ortodoxa, en un barrio que hay acá, que se llama Once, es un barrio comercial, donde se venden telas. Fikry me contesta con algo que podría bien ser cortesía o miedo. Me dice algo sobre ser inmigrante marroquí. ¿Vos sos marroquí? Mis padres. ¿Tus padres? Mi mamá es argentina, mi papá también era. Mis bisabuelos vinieron de Europa del Este.

¿Y te criaron en mezquita y todo? Ya tiré definitivamente la toalla de la delicadeza, en inglés no me va a salir: aprendí el idioma mirando series donde todo el mundo dice exactamente lo que piensa para que el espectador lo sepa. Sí, yo iba a la mezquita, con mis hermanos. ¿Cuántos tenés? Ocho, somos nueve en total. Ah, no, claro, mucho más musulmanes: nosotras íbamos al templo y no usábamos pantalones pero somos solo tres. ¿Alcohol tomás? Rara vez. Pero hoy puedo tomar.

Hay lío en la puerta. El nombre que tengo no es el nombre de la lista. De este lado de la soga ni siquiera se puede tomar algo mientras esperamos instrucciones. Bueno, supongo que esto también es la noche porteña: de hecho, si pienso en la época que fue de mis 14 a mis 24, los años que más salí, debo haber pasado muchas más horas esperando que bailando. No debo tener en el cuerpo menos de cien o doscientas horas acumuladas de espera, la cola fría contra el cordón de la vereda porque la pollera era demasiado corta para taparla, no eran polleras pensadas para estar sentada. La noche porteña es eso también pero odio explicárselo a los europeos. Están acostumbrados a otro fluir de las cosas, realidades que se acomodan a su alrededor, escaleras mecánicas que funcionan, alfombras que se tienden a su paso. No, me dice Fikry, esto pasa todo el tiempo en Bélgica, en los clubs. A muchos chicos no los dejan entrar. No no, pero esto no tiene que ver con nuestras caras. Nos falta un nombre nada más. Igual eso pasa también acá, al hijo de una amiga que es medio morocho le pasó una vez; ella terminó yendo a hacer la denuncia por discriminación en la comisaría. El pibe estaba muerto de vergüenza, más de la madre que de la policía. Conseguimos el nombre y entramos. 

La banda todavía no arrancó. Fikry me señala el trago de la pizarra y me dice que va a tomar eso; me cae bien que prefiera tomar cualquier cosa antes que pedirme que le traduzca la carta. Creo que evitarle problemas a otro es la forma más elevada de afecto que existe. Le digo que voy a tomar lo mismo, como un gesto de camaradería: partir el pan. Hacemos tres filas distintas antes de ponernos en la correcta, la de pagar, y después hay que hacer la otra fila: “it’s a bit of a soviet system here”, le digo, aunque no sé si le va a causar gracia. Ya estoy nerviosa, así que cuando llega el trago -que es una patada de ron blanco, ron dorado, campari y no sé qué más- me lo tomo en dos sorbos agradecida. Las perspectivas mejoran; o todo me importa menos, podría ser eso nomás.

Arranca La Grande y es todo lo que debería ser. Es quizás demasiado latina y percusiva como para representar a “la noche porteña”, pero mejor, que quedemos más caribeños. Otra cosa no porteña que sucede en estas fiestas tan amorosas: los varones, con rastas y camisas semiabiertas, bailan con tanto entusiasmo como las chicas. Se agachan, se levantan, ondulan el torso y las manos sin pudor, quiebran las muñecas, literalmente, rodeados de pibas preciosas que bailan moviendo mucho el pelo. Es un tipo muy heterosexual de varón deconstruido que circula en los ambientes hippies desde mucho antes que el sintagma “varón deconstruido”. Me caen bien. Al fondo hay ping pong y metegol. Todas las mesas están tomadas: en ningún centímetro de la fiesta veo a alguien que no se esté divirtiendo. Lo encuentro extraño: ¿desaparecieron los tímidos de los rincones? ¿O es que aprendieron a camuflarse mejor? “Me gusta que haya gente muy joven y muy vieja toda mezclada”, dice Fikry, y tiene razón, nunca había reparado en eso. Le digo que debe ser porque nuestras carreras universitarias son demasiado largas.

Justo cuando sentí que nos estábamos entendiendo diviso una cara conocida. Es Mariano Recalde, acodado en la barra con un trago igual al mío; creo que nunca lo había visto en vivo, tiene casi mi altura. Él sonríe, la gente lo saluda, y estoy a punto de explicarle a Fikry que es un político famoso del gobierno anterior cuando varios grupos chicos diseminados por el salón empiezan a cantar espontáneamente “vamos a volver”. Decido tratar de explicar directamente esto: we’ll be back, that’s what it means.

Who’s we? Back from where?

Retiro mi trago número tres y vuelvo a la pista. Noto que Recalde vino solo. Qué genio. A mí me da cosa hasta estar de a dos en una fiesta, me siento un poco desamparada sin un grupo grande de personas. Bailo como tratando de ocupar mucho más espacio, como llenando el silencio del aire vacío entre Fikry y yo. Recalde en cambio va y viene entre saludos, abrazos y selfies que le piden, aplomado, con los pies pesados en el piso, los hombros blandos. Quizás los famosos nunca están solos. La mirada de los demás los ataja como un colchón portátil en todos lados.

La banda termina. Tengo hambre, pero nada de ganas de hacer las filas soviéticas otra vez. Recuerdo mis responsabilidades y le pregunto a Fikry si quiere algo, pero él es el clásico “como vos quieras”: voy a tener que hacerme cargo de mi propio deseo. El chico canchero con el que cursé en la facultad toma las bandejas: mezcla y toca percusiones al mismo tiempo, y me reconoce, me tira un beso. Ahora usa el pelo de un color de fantasía y esas ganas de parecer chico lo hacen ver más viejo. Ya no me anda el cerebro, pero tampoco hace falta. Mis antenas mágicas ya recibieron las ondas de una morocha de pollera blanca y piel reluciente que marca la síncopa con la cadera mejor que nadie más en todo el lugar. Es algo articular, algo en la relación entre sus rodillas, sus hombros y sus crestas ilíacas.

 

 

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