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El lenguaje que no dice

La microconferencia de Juan José Becerra

El lenguaje pensado como instrumento destinado para no decir. El circunloquio, la barroquización, las vueltas neuróticas, con el último objetivo de no decir la verdad íntima. Sobre todo eso abundó el autor de El espectáculo del tiempo en el segundo Festival Filba que tuvo lugar en La cumbre la semana pasada.

Por Juan José Becerra.

 

“El lenguaje como instrumento pensado para no decir, el circunloquio, la barroquización, las vueltas neuróticas con el último objetivo de no decir la verdad íntima”.

 

Así que el lenguaje es un instrumento pensado para no decir. Pero mirá vos qué interesante. Y además, se ve que también hay usos circunloquiales y barroquizantes del lenguaje; y vueltas neuróticas para cumplir con el objetivo de evitar encontrarnos con nuestra verdad íntima.

No parece ser una idea mía sino más bien una manera de salir del paso cuando me vi obligado a elegir un tema para estar sentado acá (aunque las circunstancias escenográficas de La Cumbre me obliguen ahora a leer parado). Entonces, ¿quién dice esto? Porque si no es una idea mía habrá que estudiar por qué desembocó en mí. Supongo que viene de la idea de Michael Foucault acerca de que “el lenguaje es una composición inatribuible”, por lo que aquel que lo utiliza con una ilusión de particularidad está hablando, en realidad, un idioma de fantasmas anónimos que se hacen oír a coro.

La primera conclusión policial de estos párrafos es que no puede haber verdad íntima de lo adquirido accidentalmente por el recuerdo de una lectura remota de El orden del discurso, de Foucault. Un libro que a simple vista no tiene mucha importancia en mi vida de lector, excepto por esa frase, un aforismo que siembra el terror entre nuestra filas, donde se mueve con arrogancia el concepto de autor, justificación técnica del valor del nombre que aspira a la marca (es decir a la distinción y a la fama), sin poder apartar de la escena su propósito oculto: el principio de propiedad. Una extraña reacción humana contra la evidencia de que nadie inventa las palabras que usa. Aunque no tan extraña: nada más humano que confundir los bienes de uso con los de propiedad (un ejemplo de esta confusión: las toallas de los hoteles).

¿Cómo puede ser que alguien firme con su nombre una composición inatribuible? ¿Eso no se llama usurpación? Pero para no hundirnos tan pronto en las ciénagas de este pensamiento, digamos que el lenguaje no es tan inatribuible. Se lo puede atribuir a las derivas de la cultura y su farsa de totalidad social que el hombre confunde con la naturaleza. Pero pese a los problemas de origen que trae consigo el lenguaje, ese peso al que siempre le faltan cinco centavos, sigue siendo uno de los pocos recursos disponibles (en segundo lugar de mérito después de los actos) para acercarnos a la experiencia de decir.

En Ada o el ardor, Vladimir Nabokov, el “escritor gentleman que siempre cae parado” según el juicio agresivo de César Aira, un personaje le dice a Ada: “Me parece que debajo de la encina esta tu padre”: y Ada le contesta: “No es una encina, es un olmo”. Es una escena que aparenta un uso preciso del lenguaje en su nivel de espectáculo de aire, allí donde el acto de decir, de hablar “bien”, de “pegarla” en el sentido de un tiro que pega en el blanco se reduce a la eficacia de la identidad y a la correspondencia ajustada entre la palabra y la cosa. Por supuesto, la verdad profunda es la que no se dice, la que se esquiva como una piedra en el camino: esa persona no es el padre de Ada; o lo es, y Ada lo niega. La clave está en el “me parece” por el que es interrogada y determina el grado de acercamiento, en puntas de pie, hacia la inminencia de una verdad que permanece trabada. Porque cuando no se dice lo que hay que decir, en lugar de lo no dicho se manifiesta el drama del ocultamiento, el esfuerzo de contención de aquello que no cesa de empujar hacia su derecho a la fuga.   

La experiencia de no poder decir tiene dos vertientes. No se puede por inhibición: me niego a decir; o no se puede por impotencia: el lenguaje no sirve –nunca sirvió, nunca servirá- para la revelación. Mejor quedarse con la idea de que el idioma de la profundidad humana es el silencio (podríamos decir el silencio discursivo). “No tengo palabras” es la unidad mínima, quizás también máxima, de la verdad humana. Arrecia en los velorios, las crisis de amor, los momentos de perplejidad en los que se cortan los cables de las asociaciones mentales ordinarias, etc. Es la frase más modesta desde el punto de vista del uso del lenguaje y la más sabia entre las que relacionan lenguaje y pensamiento (y se manifiesta por reacción).

Dije “barroquización” y dije “vueltas neuróticas”. Qué extraño que lo haya hecho en sucesión como si fueran dos ideas cuando podría haber dicho “las vueltas neuróticas de la barroquización”, o la “barroquización es la neurosis del arte” (valga la redundancia), o “la neurosis es un acto barroco”, etc. Pero siempre hay tiempo para acomodar el lenguaje. Sus operaciones tienen mucho de mudanza reciente, en la que todavía no queda claro dónde van los muebles, es decir donde todavía no se tomaron las decisiones de destino.

Entre las cuestiones de decir o no decir se asoma rastrero el problema de la literatura. ¿Qué hace? ¿Dice o no dice? Entretanto, avanza en el desacuerdo. Becket y Kafka, por dar un ejemplo de un dueto de mudos, encuentran en el acto negativista de no decir la vía regia para hacerse entender a los gritos. Que el silencio sea un idioma más profundo que la lengua es la prestación más profunda de la aplicación Becket. De la aplicación Kafka se deduce que el único discurso es el del sistema, y  habla a través de sus escenarios, sus pausas, sus repeticiones, todos términos de una sintaxis del “vení mañana”, cuya bandera enarbolan todas las burocracias. En cambio, los medios hermanos Proust y Celine son más bien de decir, aunque está por verse si han podido llegar a sus verdades profundas. En realidad, llegar llegaron, pero no sabemos si extrajeron todo lo que su profundidad les ofrecía, por lo que podemos decir de ellos lo que vale decir para el todo el mundo: desconocemos lo que ocultan.

Estamos peor que al principio. No sólo no sabemos quién dice y quién no sino que también ignoramos qué significa decir. Y en cuanto a la lectura actual, ¿qué dirá de la literatura que recibe? Si cierta literatura argentina dispuesta a decir va a presentarse como un problema, entonces algo dirá. También está la que oculta. Lo vemos en las “literaturas” bien terminadas, de just on time, industriales, de registro diplomático, amigables, vehículos de velocidad crucero llevando “temas” de estación que podrían pasar sin problema como conferencias en una Asamblea General de las Naciones Unidas.

Por otro lado, estamos en la era en la que se dice todo en apariencia. “Te lo dije”, “se lo dijo”, “no se lo mandó a decir”, “digo lo que pienso”, “a mí no me van a callar”: son los clichés con que la época se elogia a sí misma describiendo por vías indirectas las maneras de mostrarse y mezclando –por mareo narcisista- el acto de decir con el de hacerse ver.

Quizás haya que resignarse a no decir nunca más nada, sobre todo si en reemplazo de la experiencia de decir llega para quedarse la fiesta de florearse con eufemismos. Wittgenstein, el último filósofo, fue quien le dio un ultimátum a la voluntad optimista de decir en el sentido de ir hacia un más allá de lo dicho. En su Diario filosófico 1914- 1916, escrito mientras se tiroteaba con las fuerzas enemigas en la Primera Guerra Mundial (nunca más permitamos, por favor, que alguien nos diga que no puede hacer dos cosas a la vez), dijo, como si se burlara de sus lectores del futuro, dos frases separadas por un abismo ideológico y a unas cien páginas una de otra, aunque unidas por el mismo amor a la verdad: “Los hechos no se pueden nombrar”, “Vivan felices”.

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