El escritor y la extranjería
Lejos de casa
Jueves 29 de diciembre de 2016
Vivir en otro país, habitar otra lengua: escritores argentinos fuera de casa, y escritores extranjeros en Argentina para pensar una versión local de cierta tradición que incluye autores como Nabokov, Joyce y Adorno. Una nota a cargo del escritor chileno en Buenos Aires, Gonzalo León.
Por Gonzalo León.
¿Cómo decirlo apropiadamente: escritores-migrantes, escritores y migrantes o escritores extranjeros? Este es el primer interrogante que surge antes de hacer un breve repaso de los escritores que han vivido esta experiencia y que muchas veces ha incluido no sólo vivir en otro país, sino además habitar otra lengua. Vladimir Nabokov fue uno de los tantos migrantes: llegó a vivir a Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, tres semanas antes de que el Ejército alemán entrara a París. No le fue fácil instalarse en aquel país, de hecho tuvo que abandonar su idioma, lo que definió como una tragedia: “Mi tragedia privada, que no puede ni debe, en verdad, interesar a nadie, es que tuve que abandonar mi idioma natural, mi libre, rica e infinitamente dócil lengua rusa por un inglés mediocre”. Como en un intento por seguir conectado a su lengua, se obsesionó con ubicar a Gógol en el lugar que le correspondía, no como autor realista, ni satírico, y a traducir bien al inglés a Pushkin.
Otro intelectual que por entonces había llegado a Estados Unidos fue Theodor Adorno; lo había hecho dos años antes, y entabló relaciones con otros exiliados (migrantes forzosos): Marcuse, Schöenberg, Brecht, pero sobre todo con Thomas Mann, a quien frecuentaba —de hecho, hay una rica correspondencia entre ambos—. Pero primero Adorno llega a la Cuba de Batista: “Para vivir, Cuba es probablemente mucho más agradable, pero lo responsable —le escribía a Mann— es no dejar pasar la oportunidad de inmigrar a Estados Unidos”. Él también tuvo que acostumbrarse a un idioma nuevo; es una época donde el inglés lo satura todo, ya que los emigrantes alemanes evitan hablar su idioma en público.
En Fuga de materiales, Martín Kohan tiene un texto dedicado a la migración donde parte con un hecho anecdótico, trivial: cuando divisa a Toni Negri en Migraciones del aeropuerto de Ezeiza. Anecdótico y paradójico, además, porque el propio Negri había proclamado en un libro suyo la caducidad de las fronteras, y ahí, haciendo los trámites, verificaba la existencia de esas fronteras caducas. Kohan se detiene: “El sentido de la emigración depende de la manera en que se defina la pertenencia. Los viajes me ponen, no solamente más porteño, sino también más judío”. Más adelante habla de sus héroes: su héroe literario es Esteban Echeverría, que vivió más tiempo fuera de Argentina que dentro, y que pese a ello fue fundador de las letras argentinas; el héroe patrio, para Kohan, es San Martín, quien “vivió como emigrado y murió como emigrado”.
Hay una idea de Adorno que aparece en este ensayo y que se parece a la que da Juan José Saer, en El concepto de ficción, para referirse a Witold Gombrowicz, y es que al emigrado —sobre todo si es artista o escritor— se le permite “ver desde afuera la cultura”. A esto Saer lo llamó "la perspectiva exterior", para luego señalar que buena parte de la literatura argentina, sobre todo la del siglo XIX y principios del XX, fue escrita por extranjeros: “Cuando todavía no teníamos literatura, ya viajeros europeos, marineros, científicos, comerciantes, aventureros, incluso espías, repertoriaban en informes, cartas, relatos, memorias, las características de nuestro suelo, de nuestro paisaje, de nuestra sociedad”. Saer afirma que la literatura de viajeros es contemporánea a la aparición de la nación, y entrega ejemplos de autores que escribieron sobre Argentina: Félix de Azara, Woodbine Hinchliff. W.H. Hudson y Alfred Ebelot, quizá el más interesante, porque era un ingeniero francés que vino a construir la Zanja Alsina, y que cada tanto escribía crónicas que publicaba en la revista francesa Deux Mondes: “Gombrowicz se inscribe en un lugar destacado de esta tradición (…), la evolución de su literatura es inseparable de su experiencia argentina, y esa experiencia penetra y modela la mayor parte de su obra”. Los juicios de literatura polaca, que abundan en las primeras cien páginas de su Diario, pueden, según el autor de La Mayor, “aplicarse en bloque a la literatura argentina”. De este modo, Gombrowicz cuando juzga la literatura de pertenencia habla también de la cultura y de la literatura a la que llegó. Es lo que dice Kohan cuando afirma que “el sentido de la emigración depende de la manera en que se defina la pertenencia”, y la pertenencia lentamente en el caso de Gombrowicz, que estuvo en Argentina un cuarto de siglo, va siendo doble en un sentido negativo (no es polaco y no es argentino) y afirmativo en uno solo (es inmigrante).
Pero no sólo Ebelot fue un escritor migrante, sino que también lo fue Paul Groussac, además destacado intelectual y director de la Biblioteca Nacional por casi cincuenta años. Groussac, admirado por Borges, al igual que Gombrowicz, llegó a la Argentina sin saber el idioma. En su libro Los que pasaban, publicado en 1919, a través de cinco perfiles va contando parte de la historia política e intelectual desde su llegada hasta el estallido de la Primera Guerra. Los perfiles son de José Manuel Estrada, Pedro Goyena, Carlos Pellegrini, Nicolás Avellaneda y Roque Sáenz Peña; con algunos se distancia por diferencias ideológicas que tenían que ver con si la Iglesia Católica debía tener una participación activa en la vida política y social del país y con otros la admiración y el respeto permanece intacto. Con todo, en este libro se puede apreciar la impronta de un intelectual liberal y laico. Groussac fue el encargado de inaugurar el antiguo edificio de la Biblioteca Nacional, hoy Anexo Groussac-Borges, ubicado en San Telmo, y fue, obviamente, Borges quien escribió la necrológica de su muerte. Lo que no puede dejar de llamar la atención es que Ebelot, Groussac y Gardel nacieron o murieron en Toulouse.
Más allá de las coincidencias, se puede observar que muchos escritores han llegado, por alguna razón, a la Argentina. Y que también este movimiento ha sido a la inversa; es decir, muchos escritores argentinos han sido o todavía son migrantes: Piglia, Wilcock (casi italiano), Cortázar, Borges, Sánchez, Molloy, Gelman (considerado mexicano por los mexicanos), Bignozzi, Pizarnik, Lamborghini, Perlongher, Libertella, Kamenszain, Caparrós, Fresán, Chejfec, Schweblin, Pron. Hay una reflexión que hace precisamente Caparrós en su Echeverría que sirve para explicar esta extranjería: “Claro que somos extranjeros: los argentinos somos extranjeros esenciales, siempre extranjeros, hijos de extranjeros, padres de extranjeros, buscadores voluntarios o involuntarios de la extranjería, condenados a la extranjería, tan extranjeros como aquellos primeros, esos colonos que vinieron a vivir así de lejos de sí mismos”. Al parecer no hay vuelta para el escritor argentino: que viva en su patria o fuera de ella, siempre será un extranjero, allí radica esta extranjería. Y quizá esto mismo hace que los escritores extranjeros sean acogidos como uno más.
Algunos lo saben, otros lo habrán intuido, pero soy extranjero, y en esa condición participé hace un mes de una mesa sobre la Buenos Aires extranjera en la librería del Fondo de Cultura Económica; me acompañaron la narradora estadounidense Maxine Swann y el francés Thibault de Montaigu, y la moderación estuvo a cargo del ensayista mexicano Rafael Toriz. Fue curioso ver cómo la charla fue derivando hacia experiencias con la lengua (el característico subjuntivo del castellano, por ejemplo, que lo hace ser menos categórico que el inglés), la vida cotidiana y si esa vida cotidiana sirve como experiencia literaria. Fueron tres relatos sintetizados en uno: cómo vivir la extranjería en esta ciudad siendo escritor.
No estoy seguro de si lo dije en aquella oportunidad, pero si no lo hice, lo hago ahora: cuando estaba escribiendo la última novela que publiqué en Chile me di cuenta de que el castellano rioplatense, es decir el coloquial, no sólo había permeado mi coloquial chileno, sino que había penetrado en mi castellano escrito. Ninguna de esas frases que suenan categóricas en mi país, como los típicos versos de Enrique Lihn (“Nunca salí del habla que el Liceo Alemán /me infligió en sus dos patios como en un regimiento /mordiendo en ella el polvo de un exilio imposible”), me hacían sentido, porque efectivamente había salido del habla que el Liceo, pongamos, mi colegio y mi juventud me habían infligido. De pronto otra lengua se colaba por mi mente y no podía sentirme otra cosa que un traidor. Lo curioso es que esta novela se trataba justamente de la inmigración y por tanto no debía sentirme así, al contrario, que una lengua permee a otra tiene que ver con la esencia del proceso de emigración.
Marcelo Cohen, otro escritor argentino que vivió afuera, afirmó en Música prosaica que había que dejar atrás el español internacional o neutro, ese español que está hecho para traducirse y que no opone resistencia alguna. Según Cohen, el uso de la lengua tanto del traductor como del escritor va de lo internacional a lo local, de lo neutro a la jerga, pero le llama la atención en este registro Russell Hoban, un escritor estadounidense afincado en Inglaterra, cuya obra maestra Riddley Walker, “escrita en un delicioso inglés neoprimitivo”, no se vende para la traducción: “Fiel a su ímpetu extremista, recalcitrante en el mundo de la circulación colectiva, la literatura se adhiere a la localidad y la enriquece; vuelve a empezar desde la diáspora de las lenguas”. Lo más probable es que a Hoban no se le hubiera ocurrido escribir esta novela en Estados Unidos, pero su realidad de migrante, es decir la extranjería, lo hizo posible.
De más está decir que James Joyce maduró la idea del Finnegans Wake viviendo en París, y no en su Irlanda natal. Se trataba de crear una lengua nueva mezclando decenas de lenguas, entre las cuales estaba la irlandesa, de la cual aprovechaba cualquier oportunidad para escucharla y sentirla. De especial ayuda fue su compatriota, el artista Arthur Power, quien plasmó la relación con él en el libro Conversaciones con James Joyce. Es curioso cómo en esta extranjería los compatriotas, para bien o para mal, ayudan a tener una mejor comprensión de la patria, estableciendo una doble extranjería: la más obvia es la del extranjero en un país ajeno y la segunda es la del extranjero en el país de origen. De este modo el emigrante pasa a ser siempre un extranjero. Borges agregó una tercera extranjería que a su vez consideraba como ventaja, esto es, la de hacer innovaciones dentro de la cultura donde actuaban: pasaba eso con los irlandeses , cuya extranjería les permitió innovar más fácilmente en la literatura en inglés. Pasaba con los judíos en su relación con la cultura occidental, aunque Deleuze y Guattari en Kafka: para una literatura menor demostraron dicha extranjería con los judíos de Praga, y pasaba también con los sudamericanos y en especial con los argentinos.