Cinco momentos de la literatura argentina
Por Ariel Luppino
Jueves 19 de abril de 2018
¿Cuál es la línea que conecta a Saer, Aira, Lamborghini, Laiseca y Cabezón Cámara? Una conferencia que el autor de Las brigadas, novela publicada recientemente por Club Hem, pronunció en el Instituto de Literatura Argentina.
Por Ariel Luppino.
Saer y la herencia. Es muy difícil copiar la respiración de Saer sin ser asmático. Frases largas o cortas, separadas por comas. Saer construyó su prosa con una métrica y una cadencia, un ritmo y un tempo propios. Saer inventó una sintaxis para sus novelas y su tono remite a los recuerdos. Saer construyó un fraseo que tiene el tamaño de su respiración. Muchos copian su tópico de pueblo chico, infierno grande (en clave de Faulkner santafesino desprovisto de color local) pero la mayoría tan sólo copia ese fraseo. Saer cuenta el detalle de un detalle, y luego un detalle de ese detalle, de manera recursiva, hasta la exasperación, y así es como escribe lo real. Eso lo toma del objetivismo francés, del neuvau roman (sobre todo de Robbe-Grillete, pero también podríamos nombrar a Sarraute y en menor medida, creo yo, a Claude Simon). A veces fija la prosa y detiene el tiempo en la descripción de un instante. Con ese concretismo Saer produce un desglosamiento psicótico de la realidad. Como dijo William Carlos Williams: “Ninguna idea, salvo en las cosas”. Esto se intensifica con la narración en estado de presente. Y Saer narra en presente del indicativo porque eso produce un efecto: el tiempo parece transcurrir con mayor lentitud, como si dijéramos: más lentamente. Las novelas de Saer son un muestrario, no son novelas. Como todo monómano narra una y otra vez la misma escena, aunque esa escena cambie una y otra vez. Por eso sus relatos no son oníricos sino somnolientos, y en pocas ocasiones se vuelven soporíferos, porque cuentan despertares y no replican la lógica del sueño sino que recrean la atmosfera de la siesta, una escena que se condensa en un lánguido atardecer de verano. Saer acuna y arrulla al lector con su fraseo, y hamaca su prosa en el sinsentido de la ficción.
César Aira, cuentista. Aira escribe con una prosa escolarizada, neutra, casi transparente. Aira no permite que la prosa distraiga al lector pero lo envuelve con la gracia de su fraseo. Aira escribe una poética de lo inasible que no pueden ver quienes copian sus procedimientos. La prosa de Aira es como un vidrio tornasolado que sólo muestra los juegos de la imaginación. Aira escribe sin esfuerzo, o lo oculta a tiempo, y esa es la fórmula de la felicidad que despliega en todos sus relatos. La estructura paradojal de su fraseo produce el efecto de una revelación, y siempre parece revelarnos una verdad, aunque esa verdad sea sólo aparente. Los relatos de Aira no son novelas cortas sino cuentos largos, incluso son cuentos La liebre y Ema la Cautiva, y su tono remite a la infancia. Aira nunca cuenta lo que ha pasado sino lo que va a pasar, pero a veces invierte los roles y cuenta al revés en una fuga hacia delante. Al poner la historia patas para arriba y contar lo que ha pasado como lo que va a pasar puede hacer que todo suceda, y así justifica y redefine hacia atrás lo que contó hacia delante. Pero también tiene ideas, grandes ideas, que son literarias y no pueden tomarse en serio fuera del marco que las comprende. Aira finge pensar para seguir escribiendo, pero sus reflexiones son otra forma de la ficción. Los mejores chistes de Aira tampoco pueden reconocerse como tales, porque, contrariamente a lo que muchos creen, los buenos chistes no hacen reír sino que obligan a pensar. Desde el comienzo Aira logró engañar al mercado metiéndole conejo por liebre, pero su conejo es legibreriano y se presta a la confusión. Aira no inventa nada, no necesita inventar. Como dijo Rose Bertin, una costurera sin viento: “sólo es nuevo lo que hemos olvidado”. Aira es una máquina de sistematizar: de la fuga hacia delante de Copi a la teorización borgeana. No crea sus precursores, más bien los diluye en su escritura y los asimila en su mismidad. Uno de sus secretos consiste en colocar lo conocido en un lugar inesperado para que aparezca como nuevo, un poco a la manera de los surrealistas o de su verdadero maestro, que no es Lamborghini sino Marcel Duchamp: Aira es menos un escritor que un artista, en el sentido clásico de la palabra.
Lamborghini y su biógrafo. Lamborghini tiene una prosa nerviosa y una respiración entrecortada, como un jadeo. Lamborghini vacía a las palabras de sentido para poder desplegar su plasticidad y producir torsiones en la lengua. Parece partir de una pregunta: ¿cómo hacer que una lengua familiar -una lengua materna- se vuelva extraña. “Primero publicar, después escribir” no es un chiste, no es una boutade. “Primero publicar, después escribir” es un programa de escritura. Lamborghini entendió que la escritura se completaba con la edición, no en términos metafóricos sino más bien literales, y por eso pudo preveer el carácter póstumo de una obra: la propia. “Juro que nadie escribe mis novelas” puede leerse de dos maneras, como una jactancia o una resignación. A Lamborghini le hubiese encantado que alguien le publicara las novelas que todavía no había escrito para poder escribirlas. Quizás eso hubiese hecho que valiera la pena la escritura y que la escritura exorcizara la pena de “lo inenarrable”. ¿Pero quién iba a leer aquello que Lamborghini no quería o no podía escribir? “Primero publicar, después escribir”. A través de la edición Lamborghini comprendió el carácter fragmentario de su obra. Si su obra eran “los papeles póstumos de un escritor genial”, Lamborghini primero debía morirse para publicarlos, porque el carácter fragmentario era constitutivo de su literatura, y después de su muerte aquello que fuera “publicado” al fin sería escrito. Como la tan anunciada novelita triste de Lamborghini que finalmente escribió Strafacce. En una carta a uno de sus amigos, Lamborghini escribió lo siguiente: “Desde hace días estoy rescribiendo “La Hija de Hartz” con la esperanza de poder mandártela pronto. Tiemblo: tiene que ser perfecta. Pero me cuesta. Se obstina en no sobrepasar el nivel de lo muy bueno: y ocurre que por razones largas de explicarte, y que se relacionan con lo que yo podría llamar pomposamente mi obra, esta vez debe interrumpir la perfección”. Lo que Lamborghini debe interrumpir no es la perfección sino la escritura, pero justamente debe hacerlo para que el poema sea en verdad perfecto, es decir, inconcluso, y, dentro de esa lógica, para que él pueda publicarlo (primero) de manera póstuma, y después (terminar de) escribirlo. El poema debe hacer serie con los otros poemas, relatos y novelas apócrifos: eso que Lamborghini llamaba “pomposamente” su obra y no eran más que “los papeles póstumos de un escritor genial”. Ya en el 77 Lamborghini le habla a un amigo como si éste fuera su albacea y al mismo tiempo prefigurara la lectura de un biógrafo, o mejor, un cartógrafo que se encargaría de juntar sus papeles, reponer el sentido y dar cuenta de su genio. Ahora bien, para que “La Hija de Hartz” fuera “perfecta” debía permanecer fragmentaria, y eso es lo que finalmente pasó, en este al igual que en otros casos, de una manera extrema: como fragmento sólo quedó el título, y el poema fue “publicado” en la medida que tanto el biógrafo (Ricardo Strafacce) como el albacea (César Aira) lo consideran parte de la obra pérdida o no encontrada de Lamborghini. ¿Y si Lamborghini nunca lo hubiese escrito? ¿Si tan sólo lo hubiese publicado primero para escribirlo después, póstumamente? “Publicar primero, después escribir”. Ante la imposibilidad de escribir, Lamborghini redujo su programa de escritura a la mitad de la frase. Primero lo primero: publicar. Por lo tanto, “juro que nadie escribe mis novelas” podría ser leído ahora de tres maneras, como una jactancia, una resignación o una queja. Una queja que alguien podría escuchar de manera póstuma. Eso explicaría que Strafacce cansado de buscar y no encontrar la novelita triste de Osvaldo Lamborghini haya resuelto escribirla, y publicarla, a la manera de Osvaldo Lamborghini, en todo sentido de la expresión. ¿Pero la novelita triste de Osvaldo Lamborghini no era su propia vida, su Biografía? O bien: ¿Osvaldo Lamborghini, una biografía es una novela paranoica donde el narrador busca desentrañar un crimen (“lo inenarrable”) y encontrar un culpable donde el lector menos lo espera? ¿Y si “lo inenarrable” fuera una pista falsa…? ¿Si Strafacce no hubiese sido lo suficientemente paranoico…? ¿Y si Lamborghini no fuera del todo inocente al momento de interrumpir la perfección…? “Publicar primero, después escribir”. Quizás podamos atisbar una explicación en la reescritura que Lamborghini hizo del Martín Fierro: “Siempre hay encontrones cuando un genio se divierte”.
Laiseca, el genio máximo de la vida misma. Laiseca no es un escritor del delirio. Eso sólo pueden decirlo quienes no lo leyeron o no lo entendieron, o quienes se tomaron al pie de la letra la definición que él dio para su obra: realismo “delirante” aquí debe entenderse como realismo desfasado, desplazado, aunque ese corrimiento es hacia el plano de las hipótesis. Laiseca capta el núcleo delirante del poder y lo despliega hasta sus últimas consecuencias: esas posibilidades son las tramas de sus novelas. Laiseca demuestra que se puede escribir bien a pesar de ser un genio y esto lo convierte en un escritor único. No presenta el problema de Aira y Saer, quienes escriben demasiado bien. Laiseca inventa máquinas raras y escribe en una lengua privada, intraducible, como todo gran poeta. Las novelas de Laiseca son novelas sobre el saber, sobre el conocimiento. Pero hay otro aspecto de su obra que no es menos interesante que su erudición. Laiseca utiliza palabras como leit-motiv, o como un ritornello. Pongo por caso: “conchaza”. Que dispara una asociación: “¡Qué conchaza tenía la vieja!”, y así siguiendo. Es como si Raymond Roussel hubiera roto su programa de escritura y se guiara por la intuición, o por el oído. Pero a pesar de caminar a ciegas nunca falla, y a medida que avanza sus novelas se unen y se confunden en una amalgama indivisible, y todo cobra sentido a sus espaldas. Laiseca escribió la mejor novela de la literatura argentina y El jardín de las maquinas parlantes, una novela redonda de 800 páginas que puede leerse de un tirón. Fue como si quisiera dejar en claro que quién es rico puede arrojarle perlas a los cerdos.
Música cabeza de cámara. Cabezón Cámara construye una métrica propia a partir de la apropiación de formas clásicas. Los octosílabos y endecasílabos resuenan en su prosa como un eco lejano. Cabezón Cámara hizo uno de los desplazamientos más originales de los últimos años: trasladó la cadencia del verso clásico a la narrativa actual, y por eso nadie es más contemporáneo que ella. Cabezón Cámara lleva sus novelas (que en realidad no son novelas sino poemas novelados) a sus orígenes orales. Es como uno de esos rapsodas que recitaban sus ditirambos en un jónico medio cantado, un poco a la manera de los tangos de Goyeneche. El fraseo de Cabezón Cámara tensa la métrica y crece por acumulación. Las frases copulan entre sí y dan lugar a otras frases más largas, casi interminables, que trastocan el sentido y redefinen el rol de la lectura. Cabezón Cámara escribe para ser leída como si fuera escuchada, porque hay una musiquita que atraviesa todas sus novelas de punta a punta, aunque esa musiquita cambia con las tramas. Me atrevería a decir que uno de sus temas es lo musical de un relato: ¿cómo encontrar el tono exacto para narrar una historia que comienza? Aún así, con todas sus variaciones, hay una “música Cabezón Cámara” que persiste, y quién la escucha una vez ya no puede olvidarla. Cabezón Cámara escribe como una muralista y su prosa toma consistencia con los colores, los animales y la vegetación con que arma sus historias. Su última novela plantea una pregunta extrema: ¿cómo puede narrarse la luz? Y esto, paradójicamente, la acerca a Saer y a Aira, aunque su estilo la mantiene a distancia. Cabezón Cámara escribe bien porque piensa mal, o mejor dicho, su literatura va por delante de sus ideas, y por eso cualquier categorización de la crítica se queda corta o llega tarde. Ella nunca está ahí dónde van a buscarla, pero tampoco dónde dice estar.