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Beatriz Sarlo: "Todos los buenos ensayistas son escritores"

Siguiendo a Barthes, en este texto magistral la autora argentina se dedica a definir al ensayismo como práctica de lectura y escritura. Tomado de Las dos torres, novedad de Siglo XXI.

Por Beatriz Sarlo.



Todos los buenos ensayistas son escritores, en el sentido que Barthes dio a esa palabra. El ensayo escribe (y describe) una búsqueda. Su modelo podría ser la novela de Proust: escribir para encontrar, para mostrar las maquinaciones y dificultades a las que obliga seguir un rastro, los desvíos y desvaríos; no se escribe para contar lo que ya se ha encontrado: “Veo en mi pensamiento con claridad las cosas hasta el horizonte. Pero me empeño en describir solo aquellas que están al otro lado del horizonte”. El ensayista no dice lo que ya sabe, sino que hace (muestra) lo que va sabiendo; sobre todo, indica lo que todavía no sabe. En el ensayo se dibuja un movimiento más que un lugar alcanzado. Como la flecha del arquero zen, el ensayo es el trayecto más que dar en un blanco. Pero, a diferencia de la flecha, el movimiento discurre en varias direcciones, exploratorio, muchas veces incierto. Si hay alguna seguridad en el ensayo, ella, más que de su argumento, es un atributo de su escritura que se precave de una incertidumbre completa.

A diferencia del “tratado”, el ensayo no puede resumirse en sus partes. Estas se sobreimprimen, reaparecen sin sintetizarse, desapa- recen sin explicaciones. El plan del ensayo debe ser descubierto en sus restos, siempre dispersos a lo largo de un texto que a veces oculta su plan y a veces lo muestra sin cumplirlo. Una forma del ensayo es la pregunta, y su desenlace no necesariamente ofrece una res- puesta, sino una nueva pregunta, bordeando lo que no se sabe, que se ha ampliado como resultado en negativo: después del ensayo, un nuevo horizonte (para usar la palabra de Proust) desconocido. Otra forma del ensayo es la afirmación radical, cuya radicalidad, precisamente, desencaja los pasos argumentativos.

La incompletitud es su regla porque si el ensayo se completara, daría cierre a una forma que, en cambio, se caracteriza por desafiar la clausura, incluso cuando alguien (el escritor, el lector) se ilusiona con un cierre definitivo de la argumentación.

Tomando un famoso ejemplo de los hechos y dichos de la Revolución Francesa, Heinrich von Kleist escribió que pensamos mientras hablamos, no antes de hablar:


Después de la disolución de la última sesión de la Asamblea bajo la monarquía, el 23 de junio, cuando el Rey había ordenado que se disolvieran los Estados Generales, el maestro de ceremonias se apersonó en la sala de debates, donde la asamblea todavía continuaba, para preguntar si habían escuchado la orden del Rey. “Sí”, respondió Mirabeau, “escuchamos la orden del Rey”; estoy convencido de que con esta entrada en materia, llena de cortesía, todavía no se le había pasado por la cabeza la palabra “bayoneta”, que le serviría para concluir: “Sí, señor”, repitió, “la hemos escuchado”. Está claro que todavía no sabía lo que quería decir. “Pero ¿qué le permite a usted”, prosiguió –y justo en este punto se abrió la fuente de ideas no dichas–, “darnos aquí estas órdenes?”. Esto era lo que ne- cesitaba Mirabeau: “Es la Nación la que da las órdenes, y no hemos recibido ninguna de esa fuente”, momento en el cual se lanzó hacia la cima. “A fin de hacerme entender claramente” –y es aquí donde encontró lo que expresaba toda la resistencia de su alma–, “decid a vuestro Rey que no dejaremos nuestro puesto sino por la fuerza de las bayonetas”. Con esto, satisfecho de sí mismo, volvió a sentarse.

Como la famosa réplica de Mirabeau, el ensayo se piensa mientras se escribe o, por lo menos, deja la impresión de asistir siempre a la escena de un pensamiento en el momento en que ese pensamiento se está haciendo: “No somos nosotros los que sabemos; ante todo, la que sabe es cierta disposición de nuestro ser”.

Contrastando ideas opuestas, incompatibles, salteando nexos lógicos y pasos demostrativos, el ensayo es un sistema de desvíos:


Todos los lectores de Simmel, hoy muy numerosos, reconocen ese instante en el que se balancean tantas de sus argumentaciones, en que se desecha la supuestamente última formulación alcanzable, y en que se observa y relativiza el resultado que acaba de obtener situándose en el resultado contrario, en el mundo de las posibilidades.


Esta sería una definición ejemplar, el ideal typus, al que, sin embargo, sería injusto ajustar todos los ensayos. Digamos, por lo menos, que es la cualidad “ensayística”, que habla de la condición del ensayo entre los discursos. Hay ensayo donde se cambia de dirección, se inventan atajos o se dan rodeos. Sobre todo: se improvisa en un sen- tido musical, trabajando sobre un tema hasta alejarse por completo, dar la impresión de que se lo ha perdido y encontrar en ese tema las notas de otro en el que no se había pensado.

Así como no se resume en sus partes, un ensayo no se resume en sus hipótesis. Resiste el resumen y, como la poesía, cuando la cualidad ensayística es intensa, rechaza la paráfrasis. Parafrasear un ensayo es escribirlo mal o escribirlo mejor, nunca exponerlo de nuevo. No hay síntesis posible del ensayo. Puede ser sometido a la “explicación”, pero no puede ser reducido a sus ideas. A diferencia de las Bases, un tratado constitucional y un programa político, Facundo no existe fuera de su escritura.

Se dice que la extensión del ensayo es siempre más breve, pero ¿más breve que cuál otro tipo de texto y por qué? Es más breve porque no alcanza siempre un final, o porque ese final no existe en ninguna parte. Pero hay ensayos que tienen la extensión de un libro; y, en el límite opuesto, están los aforismos, ensayos que todavía no fueron escritos más allá de la frase, que no podrían ser escritos, probablemente. La brevedad fue una cualidad estadística del ensayo (el ensayo inglés, el que publicaban las revistas desde fines del siglo XVIII), pero no un rasgo obligatorio. El idiota de la familia tiene más de mil páginas, y, sin embargo, nadie podría sustraerlo del ensayo por su circularidad, su obsesividad recursiva, su abundancia fuera de todo límite “necesario”. La extensión exagerada de El idiota… reivindica el ensayo como forma de la acumulación. Pero también está el ensayo como demostración que escamotea sus pruebas y no previene las objeciones, que se resiste a presentar un pleno argumentativo.

Entre estas dos puntas, el ensayo trata (essayer, en francés, tiene este sentido) de articular dos rasgos diferentes: el carácter tentativo (exploratorio) de la argumentación y su carácter conclusivo. Tiene, entonces, una relación problemática con la exposición y la prueba, una relación que está tensionada entre considerar la prueba como innecesaria, sosteniéndose en la escritura de la idea, y acumularla con la obsesión benjaminiana del depósito de citas, tantas que vuelvan imposible la escritura, como en el proyecto del Libro de los pasajes. Ensayo y argumentación: el ensayo acepta algunas formas de la argumentación y tiende a expulsar otras. Presenta una condensación: una idea no completamente desplegada (a la cual le falta a veces la historia; a veces, los pasos lógicos). Los recursos del ensayo son la paradoja, la elipsis, la polémica, la metáfora (los desplazamientos y las condensaciones), el aforismo. Una retórica del ensayo podría explorar el plano de estos dispositivos del discurso.

¿Por qué estas figuras y procedimientos son tan típicos del ensayo? A la elocuencia se le planteó la misma pregunta: ¿por qué los discursos deben ser no solo argumentativos, sino poéticos? ¿Por qué la retórica es inseparable de la elocuencia? Preguntas que se hizo Barthes. Bien vistas, todas son formas discursivas abiertas: la paradoja deja un vacío como efecto de una demostración posible e imposible al mismo tiempo; el anacoluto es la fisura que atraviesa el texto, impidiendo que se complete no solo sintácticamente, sino en sus grandes articulaciones; la elipsis atestigua una falta que señala la imposibilidad de lo pleno; la polémica, género dialógico, presupone una respuesta posterior al cierre mismo de la escritura, un futuro de objeciones todavía no escritas; la ironía ensambla un doble discurso que nunca termina de estabilizarse.

El ensayo, como un oxímoron, une la seguridad y la duda. Lo hace de modo muchas veces hábilmente disimulado, presentando una seguridad de la que carece, o recurriendo a la cortesía de una duda que no se experimenta. Hay algo de propagandístico en el ensayo: la decisión de defender o atacar una posición desde la escritura, haciendo de la escritura el argumento principal donde se articula toda otra argumentación. No hay ensayo sin escritura; por eso se puede hablar de una retórica del ensayo, cuando solo en un sentido débil conviene hablar de una retórica del tratado.

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