Apología de la inmovilidad

Viernes 20 de junio de 2025
Jorge Consiglio vuelve al blog para pensar la quietud, escoltado por el gran poeta Joaquín Giannuzzi.
Por Jorge Consiglio.
Uno
Guerra Mundial Z es una película de zombis. La protagoniza Brad Pitt. Se estrenó hace diez años, más o menos. Por algunas razones que puedo precisar y por otras que desconozco, no consigo olvidarla. De hecho, cada vez que hago zapping y me la cruzo, la veo de nuevo. Esta ficción, planteada como una arqueología postapocalíptica, soporta su intriga en un juego de tensiones: el héroe, bajo amenaza, tiene que salvar al mundo de una pandemia de muertos vivos. Si lo no hace, su familia ⎯esposa y dos hijas, resguardadas en un buque de la Armada⎯ será abandonada a su suerte. La trama, clásica para su género, consiste en que el personaje principal, un experto retirado de la ONU, tiene que ayudar a un virólogo de Harvard a encontrar el origen de la plaga. Hallar el brote inicial resulta indispensable para desarrollar la vacuna. De este modo, Brad Pitt y el científico se suben a un Hércules, custodiados por un tropel de marines. Viajan a un país de oriente en el que, supuestamente, se desarrolló el virus. En este punto, Guerra Mundial Z se convierte en un ejercicio de ansiedad: cuanto más tiempo se tarde en descubrir la fuente de la infección, más desgracias ocurrirán en el planeta.
En esta película, hay dos escenas muy poderosas. La primera es altisonante y tiene que ver con el ataque zombi a la ciudad de Jerusalén. Los muertos vivos hacen una montaña humana de, por lo menos, cincuenta metros de altura, para sortear un muro de defensa. La segunda, en cambio, es módica, tanto que puede pasar desapercibida. Creo que a mí me impactó porque es medio ridícula y, sobre todo, por su relación con una idea que vengo bosquejando. La cuestión es así: Brad Pitt escapa de unos zombis que lo corren ⎯en esta película, el regreso de la muerte está disociado de la rigidez⎯, entra a un edificio y se refugia en la casa de una familia latina. El lugar es seguro y ellos están bien abastecidos. Lo lógico sería quedarse guarecidos hasta que los rescaten. De hecho, uno de los latinos se lo comenta a Pitt. Lo notable, lo verdaderamente singular, es que el galán norteamericano le responde en un castellano lleno de hiatos: “El movimiento es vida”. Y se escapa por los techos. De inmediato, la lógica argumental se apura a darle la razón: los latinos son sorprendidos por una barahúnda de monstruos hambrientos y devorados en el acto.
Dos
El movimiento es vida, dice Brad Pitt. En esta afirmación se cifra una certidumbre poderosa, una convicción defendida por la ciencia en general y por parte de la filosofía. Se trata de una evidencia que, podría decirse, forma parte del sentido común de nuestra especie. Aunque hay hechos que demuestran que no es del todo acabada; es decir, la vida se relaciona con el dinamismo, y también, con la quietud absoluta. Tanteo: la fotosíntesis podría ser útil para ilustrar la tesis. Este proceso implica la absorción de luz solar, la conversión de dióxido de carbono y agua en glucosa y oxígeno. Esta mutación sucede en las células de las hojas, en un estado de inmovilidad física; sin embargo, en esa fase de quietud, la planta realiza una actividad esencial para su supervivencia y crecimiento. Repaso lo que escribí y no me siento del todo conforme. Mi ejemplo podría ser impugnado. Un biólogo diría que el proceso en sí es estático, pero depende de sostenes cinéticos.
Otro ejemplo: los insectos conservados en ámbar. Muchos pequeños organismos quedan atrapados en la resina de ciertos árboles que cuando se endurece evita que se descompongan. En otras palabras, los blinda frente al paso del tiempo. El ámbar preserva la estructura, los colores, los sistemas circulatorios y hasta la linfa que recorre los capilares invisibles. Es más, en un estudio de 2006 publicado en Anales de la Sociedad Entomológica de América se asegura que los insectos en ámbar contienen preservado su ADN. Por lo que tengo entendido, esta hipótesis es discutible, pero lo que resulta innegable es que alguno de esos fósiles ⎯cuya antigüedad ronda entre los 35 o 50 millones de años⎯ son el Santo Grial de la paleontología. Mantienen intacta su naturaleza y, además, permiten que la ciencia estudie su evolución, sus hábitats y demás interacciones ecológicas, como instancias de depredación, relaciones mutualistas y conocimiento de los orígenes del comportamiento social en sí. Teniendo en cuenta estas cuestiones, se podría considerar que la asociación vida/movimiento es, por lo menos, inconclusa. En la cristalización perfecta del ámbar, en esa epifanía de la inacción, se cifra también la vida, en una expresión muda pero elocuente, por lo menos para los especialistas.
Tres
El asunto que nos ocupa también puede ser considerado desde otros ángulos más especulativos. Por una parte, el movimiento, por su propia naturaleza, siempre deja algo fuera de su alcance, algo que se fuga de control. Por otra, la vida, como es sabido, es una sucesión de etapas, un proceso de cambios y transformaciones. En este sentido, no puede ser completamente aprehendida por el movimiento, porque su esencia radica, valga la repetición, en lo mudable. La quietud, entonces, no es un obstáculo, sino la condición necesaria para experimentar y comprender la vida en su totalidad, ya que en la inmovilidad se revelan las transformaciones y se visualizan más acabadamente la expresión de los procesos. En este punto, yendo un paso más en esta idea, podemos recurrir a Parménides, quien directamente niega el cambio y el movimiento. La verdadera realidad, dice, es una y eterna, inmutable y perfecta. Para él, el ser es uno, indivisible y sin cambio, y toda apariencia de movimiento o pluralidad es una ilusión. La inmovilidad, en este sentido, no implica ausencia de vida, sino la manifestación de una existencia en su forma más pura y esencial, donde la totalidad se encuentra en un estado de quietud que refleja su perfección inmutable. Creo que, de alguna manera, toda esta digresión ⎯que, a pesar de mis esfuerzos, se torna un tanto confusa, y, por momentos, contradictoria⎯ tiene un único y oculto propósito: celebrar un poema de Joaquín Giannuzzi, que es un autor que me encanta. El texto en cuestión tiene relación con los universos detenidos, nimbados e inasibles, universos que yo, orientado por la potencia de sus imágenes líricas, relaciono con la cristalización de los insectos. Se llama “Uvas rosadas” y pertenece a Nuestros días mortales, publicado en 1958. Lo copio a continuación:
Este breve racimo
de uvas rosadas pertenece
a otro reino.
Yace, sobre mi mesa,
en la fría integridad de su peso terrestre
mientras yo permanezco silencioso
imposibilitado
de oponer mi vida a su carnal exuberancia.
Casi con horror admiro allí
la dura tensión del agua
hacia la piel mortal
como una realidad insoportable.
He aquí un remoto acontecer:
todo transcurre del otro lado, fuera
del rumor insensato
de la existencia humana.
Comprendo que hay un límite
cuyo paso en el tiempo
me está vedado
de modo que el puro conocimiento
sólo cabe en la mera travesura de la mente.
Más allá está la misma tierra
a la que regresamos como extraños;
en el racimo de uvas rosadas yace
la imagen de otro regreso
y este enigmático existir
dulcemente en el rosa
tiende a cumplir el ciclo
que comenzó, radiante, en el verde lejano.
Otros días transcurren
aquí, en otro espacio
que colmó la inutilidad
de una vida ocupada. Ajeno
a la región de las uvas permanece
mi estupor desalentado;
pero nunca la esperanza
tuvo mejor imagen que esto:
la travesía del límite
que da a lo secreto vendrá
de la misma costumbre de la luz
con que las uvas rosadas
van a entrar en la muerte.