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"Nunca pensé que yo iba a poder escribir una obra"

Luis Gusmán

Dos reencuentros enlazados: Clubcinco rescató Tennessee, la novela que Luis Gusmán publicó en 1997, y hace pocas semanas 17grises reeditó La música de Frankie, de 1993. "La reescritura siempre es un segundo tiempo", dirá en esta entrevista con Natalia Gelós.

Entrevista y foto Natalia Gelós.

Dos reencuentros enlazados: Clubcinco rescató Tennessee, la novela que Luis Gusmán publicó en 1997, y hace pocas semanas 17grises reeditó La música de Frankie, publicada por primera vez en 1993. Ambas novelas están vinculadas: un territorio, personajes cruzados, época que el autor de El Frasquito relee desde un presente que le hace tomar otras riendas.

Es ese modo de ir hacia su pasado y hacia delante con una sostenida e imparable máquina de escritura y lectura lo que le permite a Gusmán dialogar con su cotidianeidad (encuentros con taxistas, recortes en el diario, llamadas telefónicas, todo sirve), con su literatura y con la de otros para armar su telaraña literaria.

Ahora, en esta mañana de sábado, está sentado en el café de la esquina sobre Avenida Cabildo y toma su habitual mate cocido. Antes de empezar, cuenta con entusiasmo que tendrá una charla con alumnos de secundaria y que eso es un desafío. Recuerda entonces otro momento similar, cuando dio las clases en el Centro Cultural San Martín hace unos años. En aquellas clases repasó sus últimas obsesiones: las moscas, las valijas, los lectores en la literatura. Todo es punta de ovillo para su modo de ser escritor, eso que llama “un oficio sin red, una práctica inestable”.

Tennessee y La música de Frankie forman parte de un determinado periodo de su escritura. En el prólogo, Diego Erlan dice que inauguran un territorio. ¿Es casualidad que se hayan reeditado con tan poca diferencia de tiempo? Gusmán, que ya no es el mismo escritor de entonces, dice que sí. “Ahora estoy mucho más preocupado por la trama y la verosimilitud”.

 

¿Antes no era así?

No. Antes era un disparate. La música de Frankie tenía cosas de trama que me sonaban. Esta versión es mucho más lineal. Antes eran todos esos hermanos que iban por el Riachuelo y tiraban plata falsa de un avión. Una historia totalmente lateral, parecida a la de Jan Potocki en Manuscrito encontrado en Zaragoza; el desvío, el desplazamiento. Lo que me parece es que ni siquiera era buscado. Salía así. Creo que nunca pensé que yo iba a poder escribir una obra. Nunca. Para mí, yo era un escritor de libros que se iban acumulando. Creo que La música de Frankie ganó mucho con respecto a la primera versión. Cuando manda la trama, se pierde cierta cosa lírica. Y creo que en Hasta que te conocí empieza a mandar la trama.

¿Cuándo te diste cuenta de que estabas produciendo una obra?

Ahora, corrigiendo me doy cuenta.

¿Qué libros no reescribirías?

El Frasquito, donde al padre le cortan la mano, la madre muere dos veces, pero entran en el verosímil. Nunca lo corregiría. Y a Villa tampoco. Son lo que son. ¿Cómo se piensa en una ética de la reescritura? Si entendemos por ética una manera de leer lo que uno escribió ―como quien dice, una manera vivir―, es posible pensarlo en esos términos. La reescritura siempre es un segundo tiempo y, por lo tanto, conlleva la lectura de lo escrito en un primer tiempo. Esa reescritura, si pensamos en Leónidas Lamborghini, la podemos situar, como él lo practica en términos de combinación y alteración sintáctica, como una intrusión en el modelo. Por ejemplo, en su libro Verme, y en sus reescrituras de Discépolo. Creo que en prosa, en la mía al menos, está la finalidad de cierta verosimilitud en la trama, de evitar la dispersión metonímica y de que haya un delicado equilibrio entre los personajes y la historia.

¿Te encariñás mucho con los personajes?

Me pasó con Tennessee por primera vez, cuando se hizo la película, dirigida por Mario Levin [Sotto voce, 1996], porque ver un texto hecho película, verlo en carne y hueso, me encantó. Para mí son esos, Lito Cruz y Martín Adjemián, los personajes.

En el prólogo de Tennessee, Jorge Consiglio habla de la amistad. Escribe: “En estos universos implacables, parece que la única posibilidad de redención, la única alternativa factible de pacto tiene que ver con la amistad” ¿Qué vínculo establecés entre literatura y amistad?

Siempre estuvieron cruzadas. Interceptadas y, a veces, cruzadas. En Literal, en un momento, éramos como hermanos con Osvaldo [Lamborghini]. Luego tuvimos caminos divergentes. Con Ricardo [Piglia], con algunas intermitencias, siempre fuimos amigos. En el último par de años estuvimos muy juntos. Sí, siempre la amistad fue para mí importante; la posibilidad de juntarte para inventar, contar, chicanearse. Un encuentro que tiene un segundo tiempo de reflexión.

Decías que cuando no tuvieras más nada que escribir de ficción, escribirías sobre los otros. ¿Cómo va eso de escribir sobre los otros?

Este año sale Esas imbéciles moscas, un libro de ensayos sobre las moscas en la literatura argentina. Otro de ensayos que se llama La valija de Frankenstein. Uno sobre la pregunta amotinada, un corpus donde arrancaría con Leónidas Lamborghini, Libertella y Ricardo como lectores de la literatura argentina.

¿Por qué elegís a esa tríada de lectores?

Me parece que son los que mejor leen la literatura argentina después de Borges. Yo llego mucho después que ellos, con la ficción calculada, pero vos agarrás textos de Ricardo, o Las sagradas escrituras, de Libertella, o de Leónidas, con su seminario sobre la gauchesca, y ves que son los que leen la literatura argentina. Yo de eso hago un corpus. Y hay muchas similitudes y diferencias entre Libertella y Piglia: los dos hablan de laboratorio, de la literatura como desvío, pero les dan lecturas diferentes. ¿Y por qué se dan esas coincidencias? Me parece que el estado de lectura era más o menos parecido. Ricardo quizá leyó más literatura norteamericana y Héctor más la latinoamericana.

Escribís muchísimo, ¿llevás un orden?

Sí, sí, escribo mucho yo. Es mi principal defecto y mi principal virtud.

¿Por qué sería un defecto?

Por los amigos que tengo, que son bravísimos. Con Marcelo [Gargiulo] tenemos un sistema de doble corrección. Él me manda: “Mirá lo que encontré”, una barbaridad mía. Riéndose, con signos de admiración. Me marca la parte en la que dice que una mujer llevaba carne en la cartera para darle de comer a los gatos. Después, yo encuentro lo que ellos no encontraron en mi original. La última que pasó: en Hasta que te conocí, la historia del pesista que está en Tennessee, cuento que un tipo está en un gimnasio en Avellaneda, vive en San Telmo y está en el Barrio Chino, y yo los llamo por teléfono y les digo: “¿Por qué no sacamos la Sube? ¿No les parece mucho?”. Así me divierto mucho.

¿Cómo escribís? ¿Tenés algún ritual en especial?

Últimamente escribo en la cama, como Onetti, solo que sin fumar, sin escuchar tangos y sobre todo sin su talento. Puedo escribir tanto en silencio como escuchando música. No tengo rituales. Puedo escribir en soledad o si hay gente o si suena el teléfono. Interrumpo y después sigo. Como en las novelas de detectives, a veces es bueno que me interrumpan, porque cuando retomo, leo lo anterior y puedo corregir. Un efecto de distanciamiento que está en manos del azar.

 

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