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"Irene Gruss fue-es una de las grandes poetas de la Argentina" 

Llega la biografía de la poeta, fallecida en 2018, por Gog & Magog, escrita por Daniela Pasik.




Por Daniela Pasik.



Termina la tarde, la tele prendida llena el departamento de luces catódicas que le pelean al rosado casi sobrenatural de la caída del sol. En pantalla, el conductor estridente con anteojos estrambóticos y traje con remera que lo hace parecer canchero grita su saludo a cámara. Empieza el programa y a la vez llega Irene desde la cocina con su taza de café y unas masitas finas que sobraron de la reunión de la noche anterior. Había recibido amigos y, como siempre, compró comida demás. Dulce, salado, coqueto, rico. 

Come sin pensar en lo que come y se ríe en voz alta, como si estuviera con alguien, aunque está sola. O no. La acompañan Roberto y Catita, que merodean alrededor de la taza y olisquean las masitas abandonadas. Además de las discusiones sobre los temas del día, el programa tiene un sketch que estrenó hace unos meses. Todos están sobreactuados. Los personajes son demasiado esquemáticos. Dura más que la paciencia de Irene. Igual, no cambia de canal. Piensa en otras cosas. Viaja su mente a algún lugar. Vuelve a la Tierra cuando los panelistas hablan con ira apasionada sobre peleas entre pseudo famosos o en la parte en que alguien que le antepone “licenciado” a su nombre analiza seriamente “el lado psicológico de la realidad”. En eso está, con Roberto poniéndole la cola de bigote y Catita por cazar una mosca, cuando la atraviesa algo. No tiene forma aún, pero es necesario anotarlo. Una versión urgente. Agarra el cuaderno, no la libretita negra para la catarsis, otro, uno de apuntes. 

Irene escribe. Entonces los gatos se calman. Están hechos ovillo en espejo. La poeta, con la lengua un poco afuera, una ceja levemente levantada, aprieta la birome en la hoja. El gesto es serio, pero nada tenso. Salen las palabras. A algunas las tacha. Retoma. Es casi un trance. El cielo, que no ve, ya está violeta. El sonido del televisor no se escucha, aunque nunca bajó el volumen. Pasa un rato. Unos minutos o algunas horas. Imposible de determinar. Algo se afloja. La pantalla vuelve a ser protagonista, los panelistas otra vez gritan cosas. Irene se ríe. 

Roberto se despierta, Catita maúlla algo parecido a una queja. 

“A mí, cuando me dicen ‘no tengo tiempo’, lo tomo como una excusa. Si vos das una vuelta a la manzana por día, o te vas a un café, en blanco, algo pasa. Así te la pases mirando a los que toman café. A mí se me ocurren cosas hasta viendo a Beto Casella, ¿entendés?”, le dijo a Tentoni. No estaba declarando que todo podría ser un estímulo, se refería a “tener la cabeza con esa inquietud de crear”. Es posible oírla, aunque esté escrito, a Irene, con su tono informal, aclarar: “No es decirse ‘Ah, ¡voy a crear!’. No, pasa por otro lado. Es dejar la alienación y la enajenación out”.

Hay un poema que se llama Taller. En su última versión, está publicado en De piedad vine a sentir y comienza así: “Miro a través de esa página de tinta/encolumnada. Miro a través de lo que está/ lo que no dice,/ lo que se dio por sentado pero ahí no está”. Irene Gruss fue-es una de las grandes poetas de la Argentina. Porque cuando escribe, lo que dice y queda siempre claro, es todo eso que no está. El carozo, la textura, es lo que abofetea. “Lo que se dio por sentado pero ahí no está”, escribió ella, mejor. Eso es lo que transmitía como maestra. Lo que le pedía a los poemas de sus alumnos. 


A Gruss se la suele encasillar cuando se hacen análisis literarios. No es una afrenta, suele suceder, porque así se intenta entender las cosas cuando se le teme a no poder definir. La ubican en la ironía y en lo doméstico. La poesía es inquietud, esa es su génesis. Eso hace Irene. Deja algo abierto, sin responder. Lo que importa es la pregunta. La duda que queda en quien lea, que invita a pensar y sentir, por separado o todo a la vez. En este, que tan acertadamente tituló Taller, devela un procedimiento: “Nado en ese lago de lodo como una anguila,/ a la pesca de esa idea en un agua nada/ clara. Me retuerzo en la silla y busco, y apenas toco/esa idea que se daba por sentado”. 

Esa inquietud, presente en lo que escribe y en cómo cuestiona las cosas, es lo que malentiende que ser brava sea algo negativo. Otra casilla en la que la pone cierto entorno. Era brava. Es cierto. Hay mucho más por debajo de eso. Otro intento recurrente de definición: que su poesía dialoga con el coloquialismo. Es verdad, pero a la vez resulta un poco miope pensarla sólo así. El agua se escurre al intentar agarrarla. Como las ideas. “Salta a la vista entonces, no sé cómo pero llega y respira/ en la superficie, después del ahogo, después/ del salto”, fue su letra. Los cortes de verso de este poema respiran diferente a los de la Irene habitual. ¿Lo habría seguido trabajando? Era una versión de otras, como a veces hacía. No hay respuesta. Esa es una inquietud que llega de bonus. Es un agregado triste, implica su ausencia, un cierre que no sucedió. Pero funciona. Dialoga. Irene era, fue, sigue siendo, una voz singular.

Gruss vuela lírica a la vez que se aferra a lo terrenal. Usa la oralidad, a veces incluso el chiste, cita otras voces, poetas, actores, óperas, películas. Parece que es poesía del yo, que habla de ella, pero no. Se usa a sí misma para mostrar algo más que captura del mundo. Hizo una marca desfachatada, precisa, bestia, sentimental, cotidiana, erudita, accesible, conmovedora, divertida, dentro de la poesía argentina. No hay otra así. Genovese, par y congénere, pero más académica que Gruss, la pone entre los “nombres destacados” de la camada de poetas del 80. Sobre ese período, dice: “Se caracterizó por la coexistencia de un sistema de poéticas (neobarroco, neorromanticismo, objetivismo) diferenciado en cuanto a las ideas respecto de la escritura que cada grupo movilizaba y en el que aparece, como espacio desterritorializado de ese sistema de poéticas pero que ejerció una fuerte influencia, ineludible en cualquier mapa que se trace del período, la poesía producida por mujeres”. 

Es sencillo encuadrar a Irene dentro de la generación del 80. Tiene que ver en su forma, tono, temas. Está ahí también por edad y grupos de pertenencia. Pero Gruss trasciende la casilla. Y los grupos. Y las pertenencias. Ella va en contra y a favor de todo eso. Entonces hace otra cosa. Desde hace mucho Genovese le presta atención a sus colegas, que fueron su objeto de estudio para su tesis de doctorado en la Universidad de Florida, Estados Unidos. Ese texto fue después La doble voz: poetas argentinas contemporáneas, con ensayos sobre cinco mujeres de esa generación, entre las que está Gruss, “con un discurso literario masculino codificado a través de la novela policial y de aventuras”. 

Coto, que conoció a Irene en su supuesto apogeo, durante la década en la que el análisis apunta que ellas son sus representantes de estilo, tampoco entra mucho en la casilla. Fueron muy amigas, una suerte de Batman y Robin nihilistas, iconoclastas. Irene expansiva, de voz fuerte, Coto suspirada, medio encorvada. Las dos a las carcajadas. Sin lugar para la pelea. Del mismo bando, en todo. “Ella tenía ciertos principios claros y los mantenía. Con fuerza. Eran con la escritura, pero también con respecto al ambiente literario. Tenía una capacidad para rascarle la pintura a lo que era cartón pintado. Descubría todas las falsedades. Ella ha tenido razón en muchas cosas. Sobre ciertos lugares, sobre ciertas personas, sobre cierta escritura. Yo soy muy tímida o fóbica, entonces no se me da poner todo eso al descubierto, como hacía ella. Pero siempre me sentí, en todo, de acuerdo”, cuenta mientras fuma el cigarrillo número tres, o cuatro. 

Irene tenía esa capacidad de poner al descubierto ciertas situaciones, o ciertas escrituras, que aparecían como una cosa que en realidad no eran. Detectaba la pose. Le molestaba, como en La princesa y el garbanzo, podía sentir la falsedad escondida debajo de cientos de colchones en donde otras dormían cómodas. No podía soportarlo. La ofendía de verdad, en lo más profundo. Ella buscaba, en la charla, el vínculo, la poesía, la reunión, un hueso de verdad. “La forma en que lo expresaba puede gustar más o menos, pero Irene tenía esa cosa de correr el riesgo y decir. Sin miedo”, analiza su amiga.

iconoclastas. Irene expansiva, de voz fuerte, Coto suspirada, medio encorvada.

Las dos a las carcajadas. Sin lugar para la pelea. Del mismo bando, en todo. “Ella

tenía ciertos principios claros y los mantenía. Con fuerza. Eran con la escritura,

pero también con respecto al ambiente literario. Tenía una capacidad para rascarle

la pintura a lo que era cartón pintado. Descubría todas las falsedades. Ella ha

tenido razón en muchas cosas. Sobre ciertos lugares, sobre ciertas personas,

sobre cierta escritura. Yo soy muy tímida o fóbica, entonces no se me da poner

todo eso al descubierto, como hacía ella. Pero siempre me sentí, en todo, de

acuerdo”, cuenta mientras fuma el cigarrillo número tres, o cuatro.


Irene tenía esa capacidad de poner al descubierto ciertas situaciones, o ciertas

escrituras, que aparecían como una cosa que en realidad no eran. Detectaba la

pose. Le molestaba, como en La princesa y el garbanzo, podía sentir la falsedad

escondida debajo de cientos de colchones en donde otras dormían cómodas. No

podía soportarlo. La ofendía de verdad, en lo más profundo. Ella buscaba, en la

charla, el vínculo, la poesía, la reunión, un hueso de verdad. “La forma en que lo

expresaba puede gustar más o menos, pero Irene tenía esa cosa de correr el

riesgo y decir. Sin miedo”, analiza su amiga.

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