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¿Qué curioso, no?

Por Horacio Cavallo

"William Faulkner trabajó como cartero, y lo despidieron porque, según cuentan, leía las cartas antes de entregarlas", lista el autor de El marinero del canal de suez (Pípala) y de los Poemas para leer en un año (Calibroscopio) uno de los invitados al último Filbita que cruzó el río desde Uruguay para venir.

Por Horacio Cavallo. Foto de Walter Sangroni.

 

 

 

Lewis Carrol tenía diez hermanos, y del primero al último eran tartamudos.

Fray Luis de León dejó de dar clases durante cinco años y al retomar dijo a sus alumnos: Cómo decíamos ayer...

Oz, el reino en el que Frank Baum ambienta su novela El maravilloso mago de Oz, salió de un archivador que tenía un pedacito de cartón con la o y la z separadas con un guion. 

Nadie recuerda al doctor Anton Chejov, sin embargo nadie que lo haya leído olvidó El jardín de los cerezos, él, sin embargo, afirmaba que la medicina era su esposa, y la literatura su amante. 

William Faulkner trabajó como cartero, y lo despidieron porque, según cuentan, leía las cartas antes de entregarlas. 

Según la RAE, las cinco palabras más empleadas en español son, por este orden: “de”, “la”, “que”, “el” y “en”, mientras que el sustantivo más usado, es “todo”.  

Estos datos curiosos, como de revista de peluquería pero para gustosos de la literatura, tienen como eje justamente la curiosidad, lo que de alguna manera los hace diferentes, inesperados. Y nos pone a nosotros al buscarlos en el rol de curiosos que muchas veces se mezcla con el de chusmetas. Bueno, así llamábamos a las señoras del barrio que se detenían a curiosear, a chusmear, término que seguro es de las dos márgenes del río. Mujeres veteranas generalmente, que llevaban unas bolsas de hacer mandados de un plástico resistente que con esfuerzo dejaba ver lo que llevaban dentro -ella eran inigualables en ver qué o quiénes estaban dentro de una casa que tenía la puerta abierta en esos cinco segundos que les llevaba atravesar la fachada-. Eran curiosas esas señoras, muy curiosas y siempre sabían más de lo uno creía. Se pasaban el rumor como en una carrera de postas. Rumor que las quemaba hasta que al fin podían pasárselo a otra, u otro, porque también los hombres eran chusmas en mi barrio, pero más picarones. Ellos miraban desde adentro de las casas por los espacios entre las celosías, por huequitos en la madera de la puerta. Cuando empecé a publicar me señalaban con el mentón diciendo bajito: "Ahí va el que quiere ser escritor, si me dejara que le cuente, se haría diez libros". 

No me defino como un tipo curioso. Sí, lógicamente, tengo esa necesidad de saber lo básico de lo que me rodea, y comparto la idea de que ser curioso es lo que nos lleva desde muy chicos a aprender con la experiencia, más allá de la sugerencia o el rezongo a través de la palabra. Hace muchos años me pasó algo característico en relación a la curiosidad. Era de noche y estaba esperando un ómnibus -como  le decimos allá a los colectivos de ustedes -para volver a mi casa. Vivía con mis padres así que debía tener veintipocos años. Llegué a la parada, en una calle medio oscura, o bueno, alumbrada por las luces del centro de Montevideo que son tenues, como de incubadora de pollitos. En la parada no había nadie pero en el asiento había un bolso. Un bolso negro del largo de mi antebrazo, que de inmediato supuse que era ideal para una cámara de fotos de esas que en ese entonces quería a toda costa. Miré para todos lados y como no había nadie agarré el bolso y lo guardé en mi mochila que estaba casi vacía. Me quedé esperando el ómnibus. Tenía muchas ganas de saber qué había adentro, pero por alguna razón no lo había abierto en la calle. Eso me hace pensar que tan curioso no soy, o bien, que no era. Por un rato me olvidé un poco de la bolsa y pensé en si estaba bien lo que estaba haciendo. Años de boy socut y educación católica peleaban adentro de la bolsa. No todavía, porque yo no había hecho nada malo, sino después de que pensé que podía irme a la parada siguiente. Ahí si me separé en las dos partes de siempre. La que decía dale vos no robaste nada, te lo encontraste. y la que decía, bueno, pero no podés irte a otra parada, ¿y si él o la olvidadiza llega a buscar lo que se olvidó? Llegamos a un acuerdo, iba a esperar hasta que viniera mi bondi y si no había llegado nadie subiría, pagaría el boleto, vería lo que llevaba adentro de mi mochila con atención de coleccionista y si tenía algún dato llamaría para devolverlo. La cámara de fotos ahora era también un montón de cosas: pedazos de carne podrida adentro de una bolsa de plástico, ratones dormidos para usarlos como experimentos, libros de cocina escritos en chino, un short y una camiseta traspirada después de un partido de fútbol 5, treinta o cuarenta elefantitos de aquellos a los que las abuelas le ponían un billete en la trompa. Todas esas cosas y ninguna. ¿Quieren saber qué había en el interior de la bolsa? Qué curiosos. No se los voy a contar. Porque aunque suena raro, no lo sé. Unos minutos más tarde, antes del ómnibus paró un taxi en la parada. Un muchacho dio un salto y empezó a rastrear cada milímetro del banco como si fuera un perro de aeropuerto. Me acerqué y le pregunté qué buscaba. Describió un bolso como el que yo tenía en la mochila, así que lo saqué y se lo entregué. No dije nada, pero me dieron ganas de decirle: no seas zapallo, la próxima o algo así. Él me agradeció bajando la cabeza y juntando las palmas junto a su pecho. Quise correrlo para preguntarle qué tenía adentro. Pero me quedé inmóvil, y contento porque mientras no supiera qué tenía el bolso iba a estar repleto de cosas.

Lo que tiene la curiosidad es que abre mil posibilidades. Pregúntenle a Pandora, si no. Cuando yo tenía treinta años me enganché con la lectura de la obra de Onetti. La leí de forma despareja, siempre me gustó, aunque algunos libros me resultaron más densos. Cuando conseguí La vida breve, escrita incluso de este lado del río, me sedujo muchísimo su lectura. Pero cuando iba promediándola llegue a la conclusión de que un libro se lee solo una vez. Podía releerlo seiscientas, pero el efecto solo funciona la primera. Así que abandoné la lectura. Me gustaba tanto que lo abandoné. No quería terminar de leerlo porque eso implicaba que ya no habría magia, que la magia se habría terminado. Un par de años me duró la manía, después volví y lo leí de un tirón. Aunque no había hecho análisis, me sentí curado.

Estos días trabajé sobre mis recuerdos en relación a la curiosidad. En la lejana infancia (lejana infancia paraíso cielo, diría Idea Vilariño) la curiosidad estaba muy presente en cada movimiento dado. Una vez, en el prescolar, luego de varios días de lluvia que habían inundado unos areneros, nos agarramos de la mano con un compañero, dijimos al agua pato y nos tiramos en esa mezcla de agua y tierra que nos llegó a la cintura. Supongo que queríamos saber cómo era que tu madre o tu padre te zamarrearan delante de todos tus compañeros. Y lo aprendimos.

Otra vez, estando en el campo quisimos ver qué tenían adentro una serie de huevos oscuros y tiramos uno contra la base de un árbol. Además de un olor a podrido como nunca volví a sentir enfrentarnos con ese pollo a medio hacer, oscuro, baboso, al que la culpa nos decía que acabábamos de matar, conspiraba contra toda curiosidad.

Ahora, de más grande, una de las cosas en las que me doy cuenta que me mata la curiosidad, como alguna vez mató al gato, es cuando trabajo con un ilustrador en un libro para niños. Soy partidario de que sea un laburo sin ningún tipo de sugerencia (qué tengo que meterme yo en el mundo artístico del otro) así que en el proceso nunca meto cuchara. Claro que igual me empiezan a correr hilitos de electricidad por los brazos y las piernas cuando pasan muchos días y yo no he visto nada. Recuerdo la vez en la que llegué a la casa de Sebastián Santana y él me mostró Figurichos ya diseñado e ilustrado. No había visto bocetos ni nada que se le parezca. Me encantó, lo pude mirar como lo miraría un niño. Lo mismo con pdfs que Matías Acosta me mandó de El marinero del canal de suez, o de los Poemas para leer en un año. No debe haber algo más lindo para un hacedor de textos que cuando llega el pdf del libro ilustrado y uno se pone a matar esa curiosidad que le ha llevado hasta las uñas.

Después está lo que se olvida porque parece que tiene que ser así. Eso que fue curiosidad en algún momento pero que lo olvidamos como tal. Cuando mi hijo tenía dos años su madre y yo nos separamos. Siempre tuvimos una buena relación y yo lo vi un par de veces por semana con un fin de semana cada uno. El tema era que como empecé a verlo menos necesité contarle lo que haríamos juntos desde entonces, así que comencé la escritura de un diario para Genaro. No es un diario literario, y el protagonista es él. Lo que tiene es todo lo que ha pasado en su vida desde los dos hasta los once más o menos. Las primeras palabras, programas de tele, comidas, libros, escuela, compañeros, regalos de todas las navidades y cumpleaños, lugares de vacaciones, etc. Es parcial, es lo que hacía conmigo, aunque muchas cosas son generales, porque cuando llegaba de ver a su mamá me contaba lo que habían hecho, o ella me contaba y yo lo agregaba. Ahora escribo muy poco, ya más que diario, o semanario como fue en un tiempo, es un mensuario. Y a veces me pregunto si uno no olvida toda esa información relativa a la infancia porque la naturaleza quiere que sea así, y si no puede llegar a ser contraprudecente para él contar con una información que no se suele tener de uno mismo, un poco como si tuviéramos una aplicación que registra cada detalle de nuestra vida y así como vivimos diez años, gastamos otros diez en ver minuto a minuto lo que vivimos. Genaro tiene doce y cada tanto entra al diario y curiosea, pero después se olvida. Será que tampoco es tan curioso. Que venimos de esos monos que fueron los últimos en abandonar los árboles. Tengo pensado dárselo cuando cumpla quince con un epígrafe del quinto Horacio flaco que diga: "Conocete a ti mismo". Pero a veces dudo de si será bueno saber tanto. Eso sí, supongo que será práctico si un día empieza análisis.

Mi padre habla poco de mi abuelo. Cuando murió yo tenía dieciséis años. A los quince él me había regalado una buena cantidad de dinero para un adolescente (aunque él era un tipo que vivía con lo justo). En la tarjeta decía que la vida era dura, como si me estuviera recibiendo un mundo en el que podían pasar cosas terribles, como que a tu madre le reventara un Primus (allá le decíamos así a aquellos artefactos a kerosen para cocinar) y se prendiera fuego mientras corría buscando ayuda, como le había pasado a él. Yo quería saber más de mi abuelo. Más de una vez lo metí en un relato, algunos para niños, otros para adultos, pero quería recomponerlo por fuera de eso. Tenía curiosidad, pero mi padre no hablaba de él. Era como si hubiera estado dormido cada vez que iban al cine, o cada vez que mi abuelo lo llevaba a los boliches donde se tomaba un par de grapas y mi viejo un refresco. Quise saber mientras crecía de dónde venía de alguna manera. La curiosidad me llevó por ese lado y aunque no tracé árboles genealógicos rearmé a un par de muertos en el discurso de mi madre.

Lucho con la ansiedad, que es uno de los grandes enemigos de la curiosidad. El afán de querer saber te mete en una maquinaria que es maravillosa pero tiene vicios de montaña rusa. La humanidad parece mostrarnos a cada rato que va por ese camino: descubrir, descubrir, al costo que sea. Ir destapando cajitas de pandora que en muchos casos traen cosas que sirven para que algunos tengan una vida un poco mejor, pero a cambio de problemas graves como la contaminación, la modificación genética de la flora y la fauna, etc. Porque la curiosidad opera desde ahí, desde un lugarcito cercano a la ansiedad y hay que saber hasta dónde dejarse tentar.

Voy a terminar contándoles qué era lo que tenía la bolsa que encontré en la parada porque ya no deben aguantar más…

 

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