John Cheever: el Minotauro atrapado en su propio laberinto
Un perfil del escritor estadounidense
Miércoles 12 de diciembre de 2018
"El universo de Cheever estaba definido por una ambigüedad que la crueldad de las leyes del suburbio hacían más difíciles de digerir. Mientras más se asentaba su fama como prolijo catedrático y eximio escritor, más sinuoso era su sendero de drogas y alcohol". Un perfil del autor de Falconer a cargo de Christian Kupchik.
Por Christian Kupchik.
“Regocijémonos, pensó, regocijémonos”. Estas son las palabras con las que Farragut se despidió a la vida. Es un hombre común, inteligente, soñador, amante de las cosas buenas, y acaba de escaparse de la prisión escondido en un ataúd. El lector que cierra con emoción las páginas de Falconer, no puede sino otorgarle a Farragut el favor de ese deseado regocijo luego de participar en su infierno personal. No obstante, para John Cheever, su autor, el regocijo siempre sería una apuesta perdida de antemano. Aún cuando los caballos de su deseo llegaran a la meta, no podría cobrar.
La expresión “país Cheever” nunca fue suya, pero de todos modos acabó por ser incorporada como un lugar común en los medios intelectuales para delimitar un área vagamente definida poblada por blancos de clase media, y que se extiende desde la ciudad de Nueva York hasta los suburbios de Wetchester y Connecticut, y ese “pueblo ingenuo” llamado St. Botolphs, fuera de Boston. Cheever, definitivamente, descubrió un nuevo paisaje en la narrativa norteamericana de mediados de siglo: una auténtica pesadilla de represiones, mentiras, sexo y alcohol vestida con camisas blancas y sonrisas de domingo.
En Parecía un paraíso, un personaje secundario medita mientras conduce su auto: “Entonces pareció perdido. Estaba perdido. Había perdido su corona, su reino, sus herederos y ejércitos, su corte, su harén, su reina y su flota. Por supuesto, nunca había poseído nada de esto”. Esta sensación de pérdida y de estar perdido, central en sus escritos, tocó también su vida, como la vida de muchos de los grandes escritores americanos de las últimas décadas. Sólo que a diferencia de Carver, Ford o Tobias Wolf (por citar algunos), el universo de Cheever estaba definido por una ambigüedad que la crueldad de las leyes del suburbio hacían más difíciles de digerir. Mientras más se asentaba su fama como prolijo catedrático y eximio escritor, más sinuoso era su sendero de drogas y alcohol. Cuando más sentía amar a su mujer Mary y a sus hijos Susan, Benjamin y Federico, más intensas eran sus dudas sexuales. John Cheever fue el Minotauro atrapado en su propio laberinto; el celador que se encerró con los leones y arrojó las llaves.
Una luz lejana
Los idílicos parajes de Quincy, Massachussetts, sirvieron de primer escenario para la nostalgia de John Cheever, quien nació allí en 1912. Ya adulto, recordaría la cándida pintura de su infancia como un “lugar de pura sensualidad”, pero sin dejar de percibir los rígidos códigos morales que estructuran la vida de Nueva Inglaterra. Tal vez por ello, en muchos de sus textos Cheever socava ese superficial “brillo urbano”, reduce el arrabal a un estado de ánimo y, por lo tanto, lo presenta como una proyección psicológica del hombre. Si bien sus personajes sienten que son productos o víctimas de una red sin límite de obligaciones sociales, condenados a producir dinero y consumir objetos, Cheever los muestra como si estuviesen atrapados por cierto grado de neurosis que no hace más que acentuar los modelos tradicionales del bien y el mal. En ese reino la realidad se desliza entre el mundo físicamente visible y el de los sueños, entre esplendores suburbanos y visiones apocalípticas.
El joven Cheever pronto tendría una clara muestra de ello. Cuando John nació, su padre Frederick contaba con cuarenta y nueve años y la fábrica de calzados Lynn. Perdió su negocio con la crisis de 1929. Abatido, intentó primero suicidarse y desertó de la familia después. La madre de John, la inglesa Mary Liley, no se quedó de brazos cruzados: abrió una tienda de regalos para conseguir algún dinero. De carácter fuerte e independiente, parecía ser el tipo de mujer que minaba el orgullo del hombre a su lado: se decía que esa fue la causa del abandono paterno. No obstante, John siempre dispensó un tierno amor a su madre. En 1954, poco antes de su muerte, Cheever escribe: “Es una mujer que abunda en cualidades excelentes. Creo que no se ha sentido segura en muchas de sus relaciones íntimas. Rara vez hablaba de sus muchas amistades sin sugerir el poder de la soledad”.
Luego de ser expulsado de la Academia Thayer por fumar (lo que representó un auténtico escándalo en la rígida sociedad de Quincy), Cheever decidió abandonar los estudios para convertirse en escritor, tras prometer a sus padres no buscar la fama vulgar ni la fortuna. Viajó entonces a Boston para vivir con su hermano Fred, siete años mayor que él. Un poco más tarde, se dirigieron a Alemania para recorrerla a pie en el verano de 1929. Ya entonces, Cheever admite haber alentado la fantasía de asesinar a su hermano. Fue el comienzo de una “invisible cercanía” entre ambos: se habían convertido en gemelos de una misma pesadilla.
Adiós, hermano cruel
John y Fred Cheever se someterán a una tortuosa relación de amor/odio como pares perfectos de igual signo. Esa simbiosis, más propia de gemelos, se sostendrá hasta el fin de sus días. John siente una franca aversión por la figura de su hermano mayor, pero al mismo tiempo se impone la necesidad de demostrarle su amor e, incluso, protegerlo. En 1952, lo define del siguiente modo: “Es un hombre que transmite una sensación de honda perplejidad. Las cosas no le han salido como han debido. Su forma de hablar y mirar, su espíritu que parece siempre u ocioso o a la defensiva. La forma de recortarse las uñas y limpiarse la boca con la manga, la posición agresiva de su cabeza: todo en él trasluce profunda perplejidad y suspicacia. Es hosco, contradictorio y lacónico”.
Dos años más tarde, volvería a anotar en su diario: “Mi fracaso en esta relación es una de las cosas que me aterran (...) Me gustaría decirle que es un idiota torpe e irresponsable, pero pienso que quererle es una de mis responsabilidades principales”. El distanciamiento psíquico entre hermanos se convertirá en uno de los ejes fundamentales de toda la obra de John, quien buscaba de este modo exorcisar la angustia que le provocaba la relación con Fred. En un temprano relato de 1937, The brothers, los hermanos Tom y Kenneth Manchester se buscan el uno al otro luego del divorcio de sus padres. En el cuento, es difícil distinguir a un hermano del otro, como si su relación determinara las circunstancias sin distinciones de personalidad.
Ya con la adultez, la interposición de necesidad y complementación sexual fuerza la separación. Los hermanos se quedan con un profundo sentimiento de quebranto y soledad. Este tipo de pérdida es frecuente en la mayoría de los personajes de Cheever y para ella nunca hay reparación posible. Otro cuento brillante en la misma línea es Goodbye my brother (de 1951 y que su autor incluye en primer lugar en una antología que publica en 1978). Lawrence Pommeroy ve un intolerante y estrecho universo, empinado en su propia decadencia y tristeza. Su mundo se da un festín con el mismo tipo de "canibalismo espiritual" que motivaba a sus ancestros puritanos. Lawrence le recuerda al narrador (su hermano) a un clérigo con sus “hábitos de culpa, autonegación, taciturnidad y penitencia”. Su “amenazante e incisiva mente” incluye ese legado calvinista neo-inglés de “amargura sin motivo” que persiste en la ficción de Cheever. Al fin, harto de la tristeza de Lawrence, su incapacidad de goce, de sus críticas a la familia, el narrador lo agrede con una raíz en la playa. Es la repetición de un incidente similar ocurrido veinticinco años antes, cuando el narrador golpeó a su hermano con una piedra: este Caín visionario ataca al puritano Abel.
John nunca golpeó a Fred, pero hizo que Ezekiel Farragut pagara su culpa en la prisión de Falconer por asesinar a su hermano Eben. “Se parecían lo suficiente uno y otro como para considerarse gemelos”. Los Cheever, negativos exactos de una misma y gastada foto familiar, se vieron obligados a amarse de una manera sórdida y despiadada hasta el fin de sus días.
El estilo Yorker
La aparición de Mary Vanderlip en su vida le brindó a John la posibilidad de encauzar la encrucijada de sus propios afectos. La pareja se establece en Westchester y en un primer momento todo parece marchar sobre rieles. Pero los constantes problemas económicos en la época de la posguerra eran un obstáculo que Cheever sobrellevaba con una carga extra de angustia. En 1943 había publicado su primera colección de relatos, The way some people live, que los críticos elogiaron unánimemente. Fue entonces cuando se presentó la varita mágica de The New Yorker. La prestigiosa revista fundada por Harold Ross en 1925 jugó un rol fundamental a partir de la Segunda Guerra Mundial en la aparición de toda una nueva camada de escritores entre los que estaban John O'Hara, Salinger, Updike, Philip Roth y el mismo John Cheever. Lo cierto es que la revista no sólo incentivó la aparición de aquellos narradores, sino incluso creó un estilo bautizado como estilo Yorker. Bajó la tutela de esta publicación, se cristalizó un realismo sofisticado antes que naturalista.
Durante gran parte de los veinticinco años que duró la relación, Cheever y The New Yorker no tuvieron mayores problemas. En general, sus cuentos eran aceptados, publicados y pagados en su debido momento; tres días más tarde, él comenzaba a recibir cartas de reconocimiento de los lectores. Sin embargo, a principios de los '50 Cheever se sentía insatisfecho con su situación. En 1952 escribió: “A medida que me acerco a los cuarenta sin haber conseguido ninguno de los objetivos que me había propuesto -sin haber alcanzado la profunda creatividad por la que me he esforzado durante años- siento que adopto una posición menor, oscura, mediocre, que no es mi destino pero sí culpa mía”.
Cheever se sentía atrapado por las deudas en el momento de escribir esto, y a menudo pensaba que la revista no le pagaba lo que le correspondía. Por otra parte, William Maxwell, editor y amigo personal de Cheever, en algunos casos se vio forzado a rechazar sus cuentos, ya sea por su temática (el estilo de The New Yorker era amable y, a medida que pasaba el tiempo, Cheever escribía sobre todo lo que existía bajo el sol), o por su tendencia creciente a alejarse del realismo e ir hacia la fantasía. O, peor aún, porque parte de su literatura, escrita bajo la implacable influencia del alcohol, no tenía límites. La tarea de Maxwell era decir no, y aunque Cheever durante mucho tiempo trató de separar al editor del amigo, al final no pudo.
El problema económico surgió primero. La política de The New Yorker siempre ha sido conservar cierto número de escritores reales en su planilla de pagos. Cheever nunca tuvo un sueldo de la revista, pero en cambio se le pagaba por el cuento con premios anuales que dependían de cuánto había colaborado. Había veces en las que él se convencía de que la revista lo apoyaría de la misma forma que a sus redactores fijos, pero The New Yorker no podía pagarle a sus colaboradores externos un sueldo regular. Si hacía una excepción con Cheever, los otros escritores protestarían. Maxwell comprendía la necesidad real de su amigo e hizo lo que pudo. Los cuentos se pagaban de acuerdo a su tamaño, pero el editor le pidió al departamento de contaduría que hiciera un estimativo del manuscrito y le daban un cheque por el 75% del total y el resto cuando el cuento se editaba. Cheever también podía pedir adelantado a cuenta de futuros trabajos. En total, le pagaron un promedio de 1000 dólares por los 121 cuentos que escribió para la revista. La cifra, empero, resultaba insuficiente para mantener a su familia. Como hijo de la Depresión, era muy sensible a las penurias económicas y soñaba con lograr su casa propia. Un escritor, declaraba convencido, “no tenía por qué ser un marginal, un gitano”.
Cansado de las presiones financieras, en 1956 aprovechó una oferta y se marchó con su familia a Italia.
The bella lingua
John Cheever vivió en Roma por espacio de dos años y medio. Admiraba la luz crepuscular y caminar por las calles atiborradas de basura. En 1957, su estancia italiana le depara dos gratas sorpresas. Cheever recibe a su tercer hijo, Federico, y su primera novela: Crónica de los Whapshot. Tanto en esta novela como en su secuela, El escándalo de los Whapshot (1963), el escritor conjura a St. Botolph, “un viejo lugar, un viejo pueblo ribereño”. En la segunda parte de la saga, Cheever pasa en limpio muchos de los sentimientos encontrados que vivió en Italia. “Nacemos entre dos estados de conciencia”, nos dice. “Pasamos nuestra vida entre oscuridad y luz, y para escalar las montañas de otro país, decir nuestro pensamiento en otro idioma o admirar el color de otro cielo, nos adentra en un misterio más profundo de nuestra condición”.
Si bien la crítica saludó con moderado entusiasmo la Crónica..., no dejó de señalar que su estructura era poco sólida, realmente poco más que montajes de cuentos. Casi toda la obra novelística de Cheever fue minorizada respecto a sus relatos breves. El autor dijo que los críticos no tenían idea del sentido de la novela. De todos modos, al retornar de Italia se encontró con que su situación había mejorado sensiblemente. En 1958, recibió el premio National Book por The Wapshot Cronicle. Fue admitido en la Universidad de Yaddo y participó en la comisión que decidía que artistas admitir. Escribió media docena de cuentos sobre su experiencia en Italia, de los cuales cinco se publicaron en New Yorker entre marzo de 1958 y mayo de 1960. Todos ellos se centraron en el choque cultural que significa vivir en un sitio extraño. La diferencia más crucial se da en el idioma y Cheever la exploró en uno de sus mejores relatos: The bella lingua.
En Yaddo se sentía bien. En el invierno de 1959, por ejemplo, escribió dos cuentos en dos semanas y engordó diez libras. Seguía un horario y no había interrupciones. Se levantaba temprano, desayunaba y trabajaba hasta la una y media o dos de la tarde. Luego, invariablemente, caminaba hasta Saratoga para comprar bebida. Esta rutina lo ayudaba, pero también extrañaba a su familia. Los viejos temores volvían a acosarlo sin entender desde dónde. Así, escribió en su diario: "Lo que llamamos pena o dolor suele ser nuestra incapacidad para entablar una relación viable con el mundo; con este paraíso perdido. A veces comprendemos las razones, a veces no".
Para colmo, la visión que tenía de su país luego de haber vivido en Europa no era la mejor. En octubre de 1960 viajó al norte de California para participar de un simposio patrocinado por Esquire junto a Philip Roth y James Baldwin. Estos dos escritores se mostraron pesimistas. Roth describió el juicio de un extraño crimen cometido en Chicago como ejemplo de la dificultad de “hacer literatura americana” en una sociedad donde el horror de la realidad a menudo superaba la ficción. Baldwin adujo a su turno que “ser un negro en este país es una fantasía en la mente de la república”.
Cheever, el hombre común de los suburbios, no fue menos categórico: “La vida en los EEUU en 1960 es un infierno, y la única posición posible para un escritor es la negación”. La muerte de Justina, publicada en el Esquire, ilustraba con claridad lo que quería significar.
Criaturas furtivas
En febrero de 1961 los Cheever se mudan a la casa de Ossining, que iba a ser su hogar durante los últimos veinte años de su vida. Estaba ubicada cerca de la salida de Cedar Lane, sobre la ruta 9, una zona “poco chic” según las palabras de la revista People. Construida en 1798, la casa fue renovada en 1920 por el arquitecto Eric Gugler. Se trata de una confortable mansión de tres plantas y John resolvió instalarse en la superior para trabajar. En los primeros meses, a Cheever le resultó difícil tomar posesión de su nuevo hogar y disfrutarlo, a pesar de que lo había estado deseando durante años. Sin embargo, una vez que logró saldar la deuda que lo ataba a la casa, forjó lazos simbióticos con el lugar que incluía una posesión mutua. Con el paso de los años, Cheever comentó que la casa lo había atrapado. Podía contemplar la posibilidad del divorcio con ecuanimidad, pero afirmaba (como el protagonista del relato Una visión del mundo) que él no podía abandonar las habitaciones que había pintado y el piso que había cambiado. Él y la casa, literalmente, se pertenecían. Uno de sus amigos más cercanos (y también uno de los escritores que Cheever más admiraba), Saul Bellow, estaba sorprendido por el mundo que John se había creado: una casa ordenada, el césped cuidado, las reliquias familiares heredadas. Una vida, en apariencia, rigurosamente convencional y que no se correspondía con la otra cara de Cheever, su infierno alcohólico, sus afectos promiscuos e hirientes.
A diferencia de algunos de sus colegas, como Updike o el propio Bellow, John sufría una culpa irremediable por su condición de acomodado miembro de la pequeña burguesía suburbana. En ese marco escribe y publica en 1969 Bullet Park (Suburbio, cuya primera edición en castellano es de 1980), obra que no es tomada en consideración por la crítica de su país, pero que en Rusia vendió cien mil ejemplares en un día. Hemos hecho nuestras vidas, parece decirnos Cheever en Bullet Park, y las aislamos con chalets de dos pisos y clubes de campo, las rodeamos con automóviles y martinis, pero el núcleo no se sostiene: nos falta amor y convicción. Fuera de contacto con ellos mismos y con su entorno, los hombres y mujeres de Cheever se convierten en criaturas furtivas (ladrones, voyeurs, adictos, borrachos, lascivos y merodeadores nocturnos), que de algún modo mantienen intacta su pureza. Cheever sabía que allá, en un mundo que muchos envidian, hay que gente que soporta con valentía.
En 1973, una crisis alcohólica desemboca en un ataque cardíaco. John es internado en Smithers, un centro de Rehabilitación. “Está oscuro”, escribió entonces. “Es una noche en que los reyes de trajes dorados conducen elefantes sobre las montañas”.
La resurrección
Cheever salió de Smithers sintiéndose veinte años más joven que cuatro semanas atrás. "Cuando John llegaba a casa sobrio", recuerda Mary Cheever, "estaba tan feliz como un prisionero al que se liberaba de su condena".
Además del alcohol, Cheever tuvo que dejar los Valiums para enfrentar el día y los Seconals para las noches de insomnio. Fue el alcohol el que provocó sus fobias por los puentes, los trenes y las multitudes. Liberado de su tormento, Cheever patina y practica natación, descubrió el entusiasmo por el esquí y la bicicleta. Le agradaba ir a ver las luchas mensuales en el Westchester County Center y de tanto en tanto un partido de baseball al Yankee Stadium. "Ser fanático de los Yankees en una sociedad literaria es poner en peligro tu vida", bromeaba.
Dos o tres noches por semana asistía a reuniones de Alcohólicos Anónimos. El simple hecho de repetir su mantra ("Mi nombre es John y soy alcohólico"), lo hacía sentir mejor.
En mayo de 1975 vuelve al trabajo con Falconer, novela que publica al año siguiente y con la que obtiene un tan enorme como justificado éxito. Con la novela en su etapa de edición comenzó a planear un viaje de verano a Rumania patrocinado por la revista Travel & Leisure. Todo indicaba que Cheever se reencontraría a sí mismo con la plenitud definitiva. Entre el '76 y el '81 comienza a viajar con cierta asiduidad, lo que le provoca una gran alegría. En esos años visita Bulgaria (dos veces), Rusia, los Países Bajos y Venezuela. Viaja a Stanford, donde da una serie de conferencias sobre Chéjov, uno de sus autores predilectos. La publicación de una recopilación de cuentos en 1978, The stories of John Cheever, lo hace acreedor al Premio Pulitzer. Pero no todo fue tan simple. Como efecto secundario de su liberación de la bebida, recuperó el poder sexual y comenzó a buscar salidas fuera del matrimonio. No encontraba la mujer que pudiese dar respuesta a esto y, apenas dejó de beber, Cheever se convirtió en un homosexual activo. Ansiaba una relación masculina que no le demandase nada, al tiempo que rechazaba las manifestaciones de la sub-cultura gay. John seguía amando a su familia y nada de lo que pudiese hacer con otro hombre habría de opacar este sentimiento.
El poeta Phil Schultz fue uno de sus ocasionales compañeros que mejor lo entendió, pero a menudo Cheever volvía a quedar atrapado por sus culpas. De todos modos, pocos conocieron su bisexualidad. Un episodio lamentable que casi lo derrumba tuvo lugar en la madrugada de junio de 1978, cuando lo despertó el teléfono. Una voz anónima le dijo: "Lo llamamos de CBC... John Updike sufrió un accidente automovilístico fatal y queríamos conocer su comentario". Cheever comenzó a llorar. "Oh, no sabía que tuviese una relación tan personal", dijo la voz. "Él... era un colega", atinó a decir. La llamada, se supo después, había sido una broma perpetrada por un novelista rival con un pésimo sentido del humor. Updike apareció al día siguiente con excelente salud, pero el daño estaba hecho. Para colmo, la alegría por encontrar con vida a su amigo se empañó con otra noticia funesta, pero esta vez real: quien sí había muerto era Fred, su hermano, la otra mitad de John, su negativo, el socio de encuentros y desencuentros.
A pesar de todo, no se dejó caer. Cuando la revista literaria de Yale le preguntó si creía que las cosas iban a empeorar, Cheever contestó: "Si la gente se hace ese tipo de preguntas, las cosas seguramente empeorarán. La declinación del mundo occidental es la cosa más sencilla de probar, pero mientras uno está vivo puede amar, puede encontrar la utilidad a su trabajo y caminar por los bosques llenos de luz".
En abril de 1982, apenas dos meses antes de su muerte, John Cheever recibió la Medalla Nacional de Literatura por su "distinguida y continuada contribución a las letras americanas". El escritor había logrado eludir el éxito vulgar del que había abjurado colocando en primer plano su propia conciencia vivencial del pecado original. Para Cheever, la novela -y también el cuento- fue "la única forma artística que poseemos que se ha acercado a las complejidades de la vida contemporánea. La novela connota suspenso, complicación emocional y un reclamo sustancial de la atención del otro". Es lo único que le importaba. Lo único que importa.
Cheever: obra total
La casi totalidad de la obra de John Cheever ha sido traducida al castellano, aunque parte de ella sea de difícil ubicación. Dos volumenes de relatos se conocieron bajo los títulos de El nadador (1982) y La edad de oro (1983) por la desaparecida editorial española Bruguera. Con un poco de suerte, es fácil encontrarlos en mesas de liquidación. Con respecto a la obra novelística, la casa argentina Emecé publicó Falconer (1978), Suburbio (1979) y Parecía un paraíso (1983). También la misma editorial publicó un volumen de narraciones como Cuentos y relatos (1980). Por último, en 1994 aparecieron sus Diarios en una bella edición.
La casa y el cine
A pesar de que su prosa se caracterizó por su fuerza visual, su dinámico dramatismo y diálogos bien afilados, los contactos de John Cheever con el cine fueron escasos. En 1960 Mary descubrió una hermosa casa de seis acres en el valle de Ossining (que brindó su nombre a la estructura más famosa del lugar: Sing-Sing), y el escritor vio la posibilidad de financiarla con un proyecto para el séptimo arte. La casa costaba 37500 dólares y su financiación no era sencilla. Cheever temía que Hollywood se convirtiera en una suerte de "tumba literaria", como le ocurriera a Al Hayes, Harry Brown y John Collier, pero si quería conseguir los fondos no veía otra salida.
Tuvo una serie de reuniones con distintos productores, pero no lograba entusiasmarlos con sus relatos, a los que percibían como "demasiado pesimistas". Finalmente, el productor Jerry Wald accedió a comprarle los derechos de The swimmer. Los Cheever tuvieron su casa (el resto del dinero provino de los ahorros de Mary), pero la película demoró en filmarse. Ningún director se sentía demasiado atraído por la historia. Al fin, en 1968, Frank Perry y Sidney Pollack se hicieron cargo del proyecto y El nadador se estrenó con Burt Lancaster en el rol principal. Su inconmensurable figura atravesaba las diferentes piscinas de los burgueses habitantes del condado en busca de una verdad que sólo encontrará al final de su patético itinerario, en la inesperada soledad de su hogar. El acierto de Perry estuvo en rescatar para su film el acento duro y melancólico a la vez, ese lirismo seco pero lirismo al fin, que caracterizó toda la obra de John Cheever.