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Entrevistas

"Tengo una predisposición natural a relacionar cosas casi de manera enfermiza"

Luis Sagasti y Una ofrenda musical

"Al silencio lo percibís porque percibiste el sonido. En nuestra cultura, que es pura estridencia, velo y pirotecnia, luces de neón, hay que buscar cuál es expresamente el silencio que hace que eso brote y se exprese. Para mí, es una experiencia vital". Una entrevista de Natalia Gelós.

Por Natalia Gelós.

De ese libro que cuenta la vida del pianista canadiense Glenn Gould, de unas 500 páginas, Luis Sagasti usó sólo un fragmento pequeño ―podría ser una nota al pie, un epígrafe―, para la escena final de Una ofrenda musical, su tercer título por Eterna Cadencia Editora después de Bellas Artes y Maelstrom. Como si se arrojara una piedra al lago y las ondas se formaran cuando la roca perfora la superficie, cada una de las historias que aparecen en el último libro del escritor bahiense abren círculos que se expanden o quedan ahí, inquietantes: puede ser la historia de Goldberg con las Variaciones compuestas por Bach para acunar al conde de Keyserling, despojado del don del sueño, o la magia de Sherezade para administrar los relatos en Las mil y una noches. Puede ser el relato breve de la ballena más triste del mundo o el asomo al misterio de las pinturas de arena de los navajos. Su batuta los hace levitar en armonía para contar que vivimos en un universo musical.

Desde la mañana fría de Bahía Blanca, al otro lado de la pantalla que abre el Skype, Sagasti intenta mostrar dónde guarda esa biografía de Gould en su biblioteca. Quiere mostrar de qué pequeño fragmento se sirvió para contar esa última nana que saluda desde el final al primer capítulo del libro, que llamó “Lullaby”, justamente, canción de cuna.

 

Las variaciones de Goldberg funcionan como uno de los hilos de Una ofrenda musical. ¿El libro mismo es una variación?

Yo había pensado en ser más grosero y hacer treinta y tres variantes sobre cómo se forman estas treinta y tres variaciones de Goldberg, pero me pareció que era una cosa muy burda, un alarde, y no va por ahí la literatura. Después vi que sí, que el tema del insomnio, del dormirse, lo que se reitera, podría verse como variaciones, pero no fue intencional. Quizá se dio porque me obsesionaban ciertas cosas y cuando te obsesionan ciertas cosas te volvés reiterativo. Digamos que hay una intención de abordar el tema desde distintos lugares, en ese sentido podría ser una variación, pero hacerlo conscientemente me parecía obsceno, sin poesía.

Durante la lectura puede surgir el impulso de correr a Google o a Youtube para ver eso que contás, para ver, por ejemplo, el Poema sinfónico para 100 metrónomos, de Ligeti, o la foto de la francesa Éliane Radige ¿Cómo atraviesa Internet tu proceso de escritura?

A veces consultar Internet es más cómodo que levantarse e ir a la biblioteca. Abrís una cosa y ahí empieza a dispararse algo te lleva a otra. Se va formando como un encadenado. Terminé descubriendo cosas que no conocía, como el Cuarteto para el fin de los tiempos, de (Olivier) Messiaen. Conocía la obra, claro, pero en Internet descubro que el tipo la estrena en un campo de concentración. Eso me llevó a una historia ficticia de un tipo que le paga a otro con un pan para que le cante una ópera. Así se empiezan a abrir las cosas y en un momento no podés dejar de mirar. Ese trabajo de buceo arqueólogico me gusta mucho y me es inevitable. Yo no digo que he cambiado mi literatura con Internet, pero los medios modifican la forma de narrar. Tenés El Aleph ahí y actuás como Daneri.

Vos hacés una búsqueda que forma un universo, hay un filtro. ¿Con qué se conforma tu cosmovisión?

Es una pregunta difícil… Yo creo que vos vas atando cosas pero la constelación final aparece después. No tenés la idea previa, no decís: “Voy a tejer este pulovercito con la lana de este relato”. Yo descarto muchas historias. Algunas son tan extraordinarias que no caben en la literatura. Naturalmente una cosa me lleva a otra. Eso de este Messiaen que toca el órgano me salta a las auroras boreales y de ahí a las galaxias como cerebros flotando… Me van saliendo. Tengo una predisposición natural a relacionar cosas casi de manera enfermiza. Finalmente no es que buscás; encontrás.

La trama está armada de manera envolvente, un serpenteo hipnótico: uno espera a ver cuándo aparece de nuevo Sherezade, cuándo contás algo más sobre Gould. Pero también hay una marcada presencia del ritmo, del sonido, ¿pusiste especial atención a eso?

Me pasa algo que he leído que le ha pasado a muchos compositores de canciones: primero tengo la melodía, un tarareo, algo que da para una historia. Sale literalmente tarareada, como una cadencia, como que ese tema debe decirse con esta melodía de dos tonos. Es algo hasta físico. No es un tarareo en castellano, yo veo que el tema debe tener determinados compases, determinados ritmos. Así empieza a salir la historia. Para mí es muy importante la musicalidad. No me leo en voz alta, pero la música es vital.

¿Y cómo hacés con la trama?

Primero tirás las pinceladas en la tela, para ver qué va a apareciendo. Después ves. Hay historias que no desarrollo: una chamana que dice que le robaron los cantos grabándoselos, el gaitero en Normandía… Si las desarrollo para un lado se mueren las otras posibilidades, tal vez porque no les he encontrado el tono adecuado que me permita seguir la narración. De hacerlo, me estaría desviando del objetivo y no es que cualquier historia musical puede entrar en el libro. He encontrado cosas de los cantos de los pigmeos, fascinantes, pero se van para el lado de lo erudito, y lo erudito no me gusta, es una mierda.

¿Preferís mantenerte lejos de eso?

Si bien toco cosas que no son muy populares, y puedo saber algo de algunos temas, hacer arte con erudición sólo lo puede hacer Borges, y de Borges hasta diría que en algunos temas solapea. En el caso de los traductores de Las Mil y una noches, por ejemplo, uno se pregunta “¿Cuántos libros se leyó? ¿Alguien va a cotejar?”. Yo tomo referencias. Pero las cosas relacionadas con música las manejo, las escucho, ahí no hay solapeo musical.

En el libro hablás de la necesidad de Sherezade de comenzar los relatos “con velo y pirotecnia”. ¿Todos los comienzos deberían ser así?

Sí y no. A veces me pasa que, salvo que ya venga con un boca a boca o con mucha recomendación, espero que el libro me agarre desde las primeras páginas. No tenés que poner lo mejor de entrada, pero hay que seducir, tenés que darle a entender al lector que vale la pena lo que vas a contar. Quizá pirotecnia es muy rimbombante, pero ya desde el comienzo debe estar el tono, una pauta de cómo va el libro. Hay libros en los que no pasa, pero vienen marcados por una especie de superstición por el nombre del autor, por el boca a boca. Sherezade empezaba con todo, pero a la vez tenía que terminar con todo, para dejar al marido caliente para la otra noche. Yo trato de poner de entrada en situación. Será porque no suelo ser muy paciente.

Si llegás a la página 30 y no va, ¿qué hacés?

No va. Antes los seguía. Ahora no. Hay tantas cosas para leer. Acá en Argentina se escribe muy bien. Hay muchísimos escritores y excelentes. Cuando yo era pibe estaban Borges, Cortázar, Castillo, pero hoy tenés realmente decenas de tipos que escriben muy muy bien, más los extranjeros, más Internet. No es quizá impaciencia, pero hay una premura que han puesto los medios. Ante tanta oferta, me pasa lo mismo que con las películas: está todo ahí, y uno empieza con muchas cosas. He cambiado la forma de leer, de mirar series. Eso que hace Aira, que por ahí abandona la historia, es lo que hacemos nosotros. En el libro decís que ya no se escuchan discos enteros y que el teatro resiste como custodio de los silencios entre las canciones. Aporta a esa idea de nuevos modos de apreciación. No se escuchan discos enteros, no se escuchan temas enteros. Si quiero escuchar algún tema de cuando era adolescente, temas largos de rock sinfónico, no puedo escuchar diez minutos de Yes. Ya no me los fumo. Escucho partes. Me quedo con eso. Lo noto con mis alumnos. La gran mayoría no concibe los discos. Creo que como disco, diciendo algo muy apresurado, queda El lado oscuro de la luna, de Pink Floyd.

Pero no lo ves como algo necesariamente malo.

No. Yo en algún viaje en auto aprovecho a escuchar por ejemplo alguna sinfonía entera. Son momentos. Accedemos a la realidad y a la representación de la realidad por fragmentos.

¿Y el silencio qué lugar ocupa?

Hay un capítulo dedicado a él en el libro. El de la nostalgia. Aparece como el vacío taoísta, oriental, que permite que las cosas broten y fluyan. Al silencio lo percibís porque percibiste el sonido. En nuestra cultura, que es pura estridencia, velo y pirotecnia, luces de neón, hay que buscar cuál es expresamente el silencio que hace que eso brote y se exprese. Para mí, es una experiencia vital. Me interesan esas corrientes de silencio. Sobre todo el silencio de uno. Tratar de estar un poco vacío para recibir esas cosas.

Hablás mucho de la relación primigenia con la música, con el sonido, con la nana. Contás la historia de Wiegenlied, de Brahms, la más célebre canción de cuna. ¿Cuál fue tu primer vínculo con la música?

La vez que mi madre más tocó el piano fue cuando estaba embarazada de mí. Mi vieja vive, hace rato que no toca, pero dicen que era muy buena, de formación clásica. Cuando yo era chico, la televisión consistía en los dibujitos del mediodía y no mucho más, así que nosotros jugábamos y ella tocaba el piano, y a mí me encantaba. No tocaba rock, que es lo que más me gusta, pero me encantaba. Yo empecé a tocar de oído. Nunca tuve método para empezar nada: idioma, música, nada. Puedo ofrecer métodos pero no puedo seguirlos. Mi vieja tiene oído absoluto. Cuando yo empecé a tocar, ella mientras cocinaba me corregía. Toda la vida estuve con música. Trato de llevar eso a la literatura. Después hay cosas que les gustan a todos y a mí no.

¿Cómo qué?

Por ejemplo, los primeros discos de Miles Davies me encantan, pero lo que vino después, no. Los últimos discos de Spinetta. Era un genio, pero tiene cosas un tanto aburridas. Pero a todo creador hay que juzgarlo por su mejor obra y punto.

¿Con los escritores pasa lo mismo?

Totalmente. Salvo Rulfo, que lo hizo con dos libros, nadie lo sostiene. Tenés a Melville, por ejemplo. Ya está, con Moby Dick, prueba superada ¿Por qué tenés que pedirle siempre allá arriba? Yo lo pido, eh. Uno siempre exige más y se exige más. Pero en eso de no cambiar el estilo hasta que se llega, hay voces que quedan afónicas.

 

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