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"Siento que ya me encontré con lo que de verdad soy"

Inés Garland

Una vida más verdadera es su última novela y funcionó como excusa para repasar el largo y sinuoso camino que la paseó por el mundo y por infinitos trabajos de todo tipo hasta este momento en el que logró, al fin, organizarse alrededor de la escritura. "Cuando sos escritor, estás escribiendo todo el tiempo". 

Entrevista y foto Valeria Tentoni.

 

Inés Garland arrancó tarde. Tenía cuarenta y seis años cuando editó su primera novela. La felicitaron.

Inés Garland arrancó temprano. Tenía once años cuando escribió su primer cuento. La felicitaron. Cómo no.

"No mostré mis cosas hasta muy grande. Más o menos a los cuarenta mandé un cuento a un concurso, que ganó, y ahí empecé a mostrar más. Tres años después de ese concurso mandé a otro concurso, y también ganó. Y entonces ahí ya me empecé a envalentonar". Después ganó el premio del Fondo Nacional de las Artes con un jurado compuesto por Liliana Heker, Ana María Shua y Vicente Battista. "Todo fue en un par de años en los que pasé de no mostrar nada a tener esta especie de espaldarazo inmenso. Los premios te dan una sensación de reconocimiento que te hace mucho bien a la autoestima. Sobre todo a la mía, que estaba muy mal".

 

―¿Qué fue lo que te lanzó a aplicar a un concurso?

―Una analista. Yo había terminado El rey de los centauros y me preguntó cuánto tiempo la había trabajado. “Ocho años”, le respondí. Me preguntó qué iba a hacer. Le dije que nada. “¿Ocho años de trabajo los vas a meter en un cajón? ¿Por qué no dejás que juzguen otros?”, me dijo. Le estaré siempre agradecida. En algún punto, sigue siendo igual. Yo trabajo mucho en mi escritura, pero la verdad es que los que juzgan son los otros y para mí siempre es una sorpresa, me da mucha felicidad que a otro le guste lo que escribo. Pero yo no puedo juzgar mis cosas: cuando creo que ya hice todo lo que puedo hacer, las muestro.

 

Todavía recuerda la vez que, después de una tarde en el taller de Liliana Heker, volvió llorando a su casa. Se recuerda aferrada al volante de su auto, desconsolada. Un compañero le había hecho una crítica feroz a uno de sus cuentos. Ese mismo cuento, después, le hizo ganar un premio y ahora corona su primer libro de relatos. Pero ella -que acaba de publicar su última novela y cuarto libro en Alfaguara, Una vida más verdadera- todavía no podía imaginarlo. "Si vos venís y me decís: “¡Qué mala tu novela!”, yo no te lo peleo. Es que la fragilidad no se detuvo. Es una contradicción, porque por otro lado sí peleo cosas, como por ejemplo en este libro todos esos espacios en blanco que hay, la brevedad. Yo no lo quería juntar con ninguna otra cosa, no quería que fuese parte de un libro de cuentos, quería que fuera así como es. Pero bueno, ahora puedo: hace unos años no hubiese podido discutir nada".

Además de El rey de los centauros, "hace unos años" fue Una reina perfecta y La arquitectura del océano, pero también libros para chicos como Los ojos de la noche o Piedra, papel o tijera, distinguida por la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina (ALIJA) como mejor novela juvenil del año 2009. "Bueno, Piedra, papel o tijera para mí era para adultos, la escribí para adultos, pero después la quisieron sacar para jóvenes. Y a los jóvenes les encantó. En realidad, no la escribí para adultos ni para chicos. Simplemente la escribí".

 

―¿Pensás en un lector a quien está dirigido el libro, antes de empezar a escribir?

―Yo sólo pienso en la historia. No es que no piense en los lectores: sé que estoy hablándole a alguien. Pero lo que quiero es que la historia se cuente de la mejor manera posible, y eso para mí garantiza un lector.

―¿Qué es lo peor que le podrían decir a un libro tuyo, lo que más te heriría?

―Tantas cosas. Que es banal. Que no es verdadero, por ejemplo. Aunque muchas veces me pregunto qué es esa búsqueda de la verdad. Yo me refiero a la verdad más profunda de las cosas, me parece, de los sentimientos. Hablo mucho de la verdad, y desde ya no me refiero a la realidad objetiva. Prefiero una especie de autenticidad o de sinceridad con los propios sentimientos, con los propios pensamientos. No mentirle a lo más hondo, a lo más esencial de tu persona. A tu deseo más profundo. Eso es lo que más temo. Que sea trucho, que sea manipulador. Que sea lugar común.

―¿Qué vendría a ser un libro manipulador?

―El sentimentalismo es una manipulación. La bajada de línea. Los libros que quieren dejar un mensaje, cuando se ven las puntadas de un libro. Cuando te das cuenta que el escritor es condescendiente con sus lectores, cuando los denigra de algún modo, aunque sea muy sutil, o no les tiene confianza. Esos escritores que sobreexplican porque no confían en que su lector es sensible y son arrogantes. El golpe bajo. Un libro que considera que sólo porque dice "gatito", "niñito", ya te tenés que conmover. Sí, el sentimentalismo es una de las cosas que más me preocuparía, que más me molesta. Cuando los sentimientos son muy intensos, hay algo en los estilos más secos que me encanta. O, si no, lo totalmente desbordado, pero para lados como Marosa Di Giorgio o Clarice Lispector, que es desbordado pero verdadero. Pero son sensibilidades particulares, hay otras personas a las que no les molesta tanto todo esto. Seguramente serán defectos que yo reprimo.

―En ese sentido, cuidaste bien que la narradora de Una vida más verdadera no se ofrezca como un personaje plano: sus contradicciones y su deseo la presentan como a alguien a quien podríamos defender o atacar por turnos.

―Eso tiene que ver con lo de la manipulación: vos contás muy descarnadamente algo y bueno, después tomarán partido. A mí me gusta mucho que se genere conversación con las cosas que escribo. Que se generen preguntas, inquietud, que los lectores puedan reflexionar sobre sí mismos a partir de lo que leen. Y para eso, si hay buenos y malos, no hay mucho que discutir.

―El amor es una constante en todos tus libros, el gran tema, ¿no?

―Sí, es una de mis obsesiones. Por no decir la más central de todas. Me acuerdo, de chiquita, de mirar las relaciones de mis padres, de los amigos de mis padres, de mis abuelos. Siempre preguntándome sobre el amor. De hecho, mi primer cuento es de amor, el que escribí a los once. Es una princesa de papel que se enamora de un soldado tijera. Ahora lo reescribí a ese cuento, lo tiene mi agente, pero la esencia del cuento es la misma. Toda la vida la quise reescribir y no le encontré una resolución hasta ahora. ¿Cuántos años serían? ¿Cincuenta? No tanto, pero casi…

―¿Y a esa edad qué leías?

Nancy Drew, y Anne, de los tejados verdes. No me acuerdo nada. Había leído La cabaña del Tío Tom. La Odisea y La Ilíada en unas versiones para niños que tenía mi abuela y aún conservo. Cosas de héroes. La gitanilla valiente. Pero no sé de dónde saqué esa idea: me desperté un día con el cuento en la cabeza y me quedé toda la mañana escribiéndolo sin ir a la playa. Era verano y estábamos en Mar del Plata, en lo de mi abuela. Realmente quise contarla. Y siempre fue así, para mí, escribir: algo que me parece que lo quiero contar y lo tengo que contar, y lo cuento. Así que sí, el amor es central ya desde entonces. Yo creo que todas las otras historias que escribí son variantes de esa. Cuando me trato mal, me digo que eso es lo que me limita como escritora, hasta que viene alguien más bueno y me dice que no, que eso es lo que le pasa a un escritor: tiene una obsesión y no puede parar.

―¿Y por qué creés que el amor te convoca tanto?

―En realidad lo que me convoca es el anhelo profundo del amor. El horror al desamor. La vivencia del desamor. La sensación, que todos tenemos en algún momento de la vida, en diferentes grados, de haber vivido desamparo en la niñez. Como decía Flannery O'Connor, cualquiera que sobrevive a la niñez puede escribir por el resto de su vida. Realmente es una obsesión. Cuando puedo pregunto a las personas sobre el amor; a los matrimonios que están juntos hace mucho les pregunto cómo hacen, o a las personas que tienen parejas seriales. Mantengo muchas conversaciones alrededor de eso. Yo me pasé la mayor parte de mi vida sola. Tuve parejas pero breves, muchas vacaciones sola, veranos sola.

―¿Cómo ponés a prueba los textos, antes de publicarlos?

―Desconfío mucho de mis propias cosas, es así, no lo puedo evitar. Entonces siempre me gusta preguntar a gente en la que confío. Y después, cuando hay partes que no me terminan de convencer, me gusta leerle en voz alta a alguien. Me encanta leer en voz alta cuando siento que estoy absolutamente conectada con el texto, que me puedo poner ahí. Es lo mismo que cuando escribo: lo único que me importa es el texto, decir el texto, estar ahí. Cuando se me cruza “¿Les gustará? ¿No les gustará?”, mientras estoy leyendo, se pudre todo. Es como si fuera una lealtad al texto enorme. Y me pasa leyendo cosas de otros también. Me encanta sentir que estuve ahí, tomada por la emoción de ese texto y diciéndolo totalmente presente en el texto. Para mí es lo más precioso que hay. Vos sos simplemente una voz, y es el texto el que irradia.

―¿De chiquita te leían?

―No tengo mucho recuerdo de que me leyeran de chiquita. Sí me acuerdo de que mi papá nos regalaba libros cuando se iba de viaje, traía libros en inglés. La sirenita fue uno de los primeros libros que me dio, dentro totalmente de mi temática: es una historia de amor tristísima, desgarradora, la de Andersen. A mi hermana, que tiene un año menos, le trajo en esa misma colección Pulgarcita. Los libros tenían además tapas holográficas y el fondo del mar se movía, se movían las aguavivas... Y Pulgarcita, si bien es una historia de amor, es una historia de aventuras. Es más alegre, es más feliz. Mi hermana siempre me dice que eso nos marcó, que eso me dejó asociando el amor a la tragedia y ella a la felicidad. Y es verdad.

―¿Y recordás qué libros te compraste sola?

―Yo creo que los primeros libros que me compré sola aparecieron cuando empecé a ir al taller de Elsa Osorio a los dieciséis, que fue todo el boom latinoamericano. Cortázar, García Márquez, Carlos Fuentes, Rulfo, Vargas Llosa, todo lo que había.

―¿Cómo terminaste en ese taller?

―Porque mi vieja iba a la Alianza Francesa con Elsa y le contó que a mí me gustaba mucho escribir. Elsa le pidió que le mostrara algo, y ella le llevó un cuento que yo había escrito. “Mandámela al taller”, le dijo. Yo era la más chiquita, era un grupo de gente mucho más grande. Aparte te estoy hablando del año 76: dictadura. Por supuesto de eso no me enteré, estaba en otra, pero estábamos casi en peligro, además Elsa militaba. Y nosotros como si nada. Obviamente se hablaba de política en el taller, a través de los libros, porque leíamos a toda esta gente.

―¿Después estudiaste Letras?

―Estudié Letras, sí, pero estudié dos años y después me fui a viajar con mochila durante un año entero. En realidad me fui por tres meses de verano, y nunca más volví. Por todo Europa. Primero me fui a trabajar, trabajé en Londres.

―¿De qué?

―Cuidé chicos, y trabajé limpiando casas.

―¡Sos Lucia Berlin!

―Tal cual. Y después trabajé en un restaurante, de noche, de moza. Y después me fui a Francia un rato, y después me fui a Italia y conocí a dos hermanos que tocaban la guitarra y me enamoré mucho de uno, que tampoco me quiso. Pero me quedé con ellos como cinco meses, cantando. Primero en la calle, después en un piano bar en la costa, y después volvimos con el sombrero a la calle. Trabajamos en una especie de taberna que había sobre el mar.

―¿Y qué cantaban?

―Bueno, yo tocaba la guitarra desde muy chiquita. Y cantaba bossa nova. Vinicius, toda esa música. Y después Antonio, que era el guitarrista, era muy buen músico y yo me antojaba cosas y le decía “¡Quiero cantar tal cosa!”, y la sacaba. Y me mandaron el cassette de la Negra Sosa, creo que es el del recital en el Ópera, y ahí le pedí esos temas. Duerme negrita, Gracias a la vida, todas esas buenísimas canciones. Pero nuestro hit de la temporada era La bamba empalmado con Guantanamera.

―¿Cuántos años tenías ahí?

―Veinte.

―¿No cantaste más?

―No. Después de eso fracasó la historia amorosa y me volví a Argentina. Yo pensé en venir un ratito y volverme a ir, y no me volví a ir.

―Retomemos: cuando te fuiste estabas estudiando.

―Cuando me fui estaba estudiando Letras, estaba de novia, venía de un colegio de monjas. Y me fui, y me fui. Fue muy raro. En realidad, me fui primero a Nueva York. Me dieron la llave de un departamento y estuve quince días sola ahí. Pasé de ese nivel de tapper, de estar encerrada en un mundo muy chiquito, a eso. A estar sola en Nueva York. Tengo mil historias... Dormí en las playas de Grecia, llevaba la bolsa de dormir hasta la orilla, me metía ahí adentro, metía el pasaporte al fondo, en los pies, y dormía ahí. Es que viajé sola, y no me gustaba estar en el camping, así que me iba por ahí. Nunca pensaba en que me podía pasar algo. Cero. Y eso que yo a Grecia fui durante la guerra de las Malvinas. Yo no podía llamar a casa. Durante tres meses mis padres no supieron dónde estaba. La última vez que habían escuchado de mí yo estaba en Italia tocando la guitarra en la plaza, así que mandaron a un amigo de ellos que me conocía a buscarme por las inmediaciones de Piazza Navona, a ver si estaba tirada por las escalinatas, drogada, porque no supieron más nada de mí. ¡Y yo estaba en Grecia, en plena cosecha de tomates, en un pueblito del sur de ocho cuadras de largo, con ingleses! Me decían: Good morning, enemy! Y bueno, de ahí fui a Amsterdam, volví a Nueva York otra vez, y volví. Fue un viaje iniciático, en muchos sentidos. Nunca lo escribí, si bien tengo algunas cosas escritas con la geografía del viaje. A la vez, quizás lo más impresionante es que yo siempre fui muy enroscada. Mi cabeza es muy de pensamientos obsesivos, de preguntarme mucho. Y eso me lo llevé, como de hecho te llevás cualquiera de esas cosas por el mundo. Entonces la sensación de la libertad de ese viaje, no fue tal, porque la prisión mía eran esas emociones tan melancólicas. La melancolía me la llevé al viaje también. Y me acompañó siempre. Yo iba para todos lados con mi mochila llena de libros y de cuadernos, y mis cuadernos eran siempre esta diatriba melancólica agotadora.

―¿Y esos cuadernos dónde quedaron?

―Los quemé.

―¿Cuándo?

―Hace poco. Lo lamento tanto, pero lo hice. Me pareció que siempre había dicho lo mismo, con esta teoría de que siempre hablo de lo mismo, quedé todos los cuadernos de ese viaje.

―¿Y qué libros cargabas?

―Leí Zorba, el griego en Grecia. Leía in situ las cosas. Me gustaba buscar novelas que transcurrían en los lugares a los que iba. Eso me sigue gustando, lo sigo haciendo.

―¿Con qué otros libros lo has hecho?

―Lo hice con El Gatopardo en Sicilia. Leía las descripciones del paisaje en el libro, como que para mí era más real porque lo estaba leyendo que porque lo estaba mirando: la combinación de ver y leer es lo máximo, ponerle palabras a lo que estás viendo. Ponérselas vos o que se las haya puesto un genio como Lampedusa.

―Volviste con la idea de visitar. ¿Cómo fue que te quedaste?

―Quedé atrapada por la telaraña. Todas las cosas familiares, afectivas, todo. Tenía una sensación de extrañamiento tan grande, me volví a meter en la facultad a hacer Literatura española del Siglo de Oro y no pude. No pude con el ámbito universitario, no pude con el orden, con la estructura. Ya se me había pasado el momento.

―¿Y acá cómo siguió? ¿Seguiste escribiendo?

―Yo siempre seguí escribiendo. Al taller de Elsa dejé de ir porque ella se fue a España y estuve como desmadrada hasta que fui al de Liliana. Pero escribir escribía siempre, y trabajar trabajaba de lo que venía. Era profesora de gimnasia. Como yo había sido atleta, y fui subcampeona nacional de vallas (llegué a entrenar cinco horas por día), una amiga de mi vieja, cuando volví de Europa, me dijo: "¿Y no querés aprender un sistema para dar gimnasia? Porque yo tengo un gimnasio y necesito a alguien". Me daban el 8% y ellas dos se repartían el resto. A los pocos meses, llegaron las grabaciones de Jane Fonda. Y yo me abrí y empecé a dar clases de gimnasia de Jane Fonda, ella hablando en inglés, y yo traducía. Era traductora simultánea de las clases de gimnasia de Jane Fonda. Tenía muchísimos alumnos. Después empecé a dar clases en escuelas de modelos. Esos fueron bastantes años. Laburaba de lo que fuera. Hasta que me fui a vivir a Chile, porque me deprimí con la Argentina por una serie de eventos laborales desafortunados, y me agarré al mes hepatitis. Entonces tuve que volver a la casa de mis viejos, que ya no tenía ni cuarto, y tuve que dejar de enseñar gimnasia. La hecatombe. Y siempre en esas situaciones volvía a escribir. O sea, escribía siempre, pero ahí era cuando volvía a decirme: “¡Pero yo quiero ser escritora!” Elsi siempre me decía: “Vos sos lo que hacés. Vos no sos escritora, vos sos profesora de gimnasia”. “¡Pero yo quiero escribir!”, le decía. “¿Y qué hacés enseñando gimnasia entonces?” Este diálogo lo tuvimos mil veces. Después de ese trabajo enganché otro laburo de productora de televisión, y fui durante diez años productora de Silvina Chediek. Le llevaba al piso a todos los escritores. Yo le leía los libros, le hacía la ficha, y ella los entrevistaba. Silvina me decía: “¡Pero la gente hace zapping y ve a alguien que no sabe quién es, una escritora que solo vos conocés, y cambia de canal. ¡Yo quiero gente famosa!” A mí lo único que me interesaba era invitar escritores para escucharlos y ver cómo era, cómo se hacía para ser escritor. Siempre tuve el norte clarísimo, pero no sé lo que hice.

―¡Un montón de cosas hiciste! ¡Una vida hermosa!

―Sí, hermosa, pero un poco desperdiciada en algún punto. Después estudié masajes, ya de grande estudié terapia corporal, soy reflexóloga. Porque yo seguía haciendo otras cosas. Terapia corporal me recibí en 2011, ya había publicado mis primeros libros y daba masajes en un hotel. Y anotaba en un cuaderno las impresiones sobre los cuerpos.

―¿No sentís que todo esto alimentó tu escritura?

―Sí, ni hablar, por supuesto que sí. Cuando sos escritor, estás escribiendo todo el tiempo.

―¿Pero por qué hablás de desperdicio? Todas estas cosas quizás no sean tan conocidas como tus libros, pero hay algo que intuimos los lectores alrededor de que no sos una escritora-de-escritorio.

―No, claro; quizás porque me parece que es mejor ser una escritora de escritorio, o más académica. No sé. Yo me olvido de todo lo que leo. No armo cultura, como decía Natalia Ginzburg. Yo soy igual, soy muy distraída. Las vivencias que tuve sí son el alimento, y los libros que leí en el medio pero que me los olvido: está todo ahí, como una especie de humus. Y cuando escribo sale, pero sale de las maneras menos calculadas. Lo sabe todo mi inconsciente, yo no sé qué va a salir de ahí adentro.

―Entonces Letras quedó ahí.

―Es que en realidad tampoco tomé la decisión de irme de la facultad, tomé la decisión de irme de viaje y cuando volví, si bien era una época de profesores maravillosos, pero bueno... Son elecciones de vida distintas, o que la vida elige para vos cosas distintas, porque ni siquiera soy consciente de haber elegido mucho. Pero sí puedo decir que ahora yo siento que ya me encontré con lo que de verdad soy. Tomé el toro por las astas. Ahora realmente hago lo que quiero. Todo eso estuvo muy bien, pero era porque tenía toda la vida por delante y podía hacer cualquier cosa. Logré finalmente armar una vida alrededor de la escritura: me levanto a la mañana y es eso lo que tengo que hacer. Me siento muy bendita, no tengo que ir a lugares que no quiero. Si me dijeras: “Te queda muy poco tiempo, ¿qué te gustaría hacer?” Esto. Exactamente lo que estoy haciendo. Escribir, leer y enseñar.

 

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