Valérie Mréjen: “Mi ritual es hacer todo a la vez”
Invitada al próximo Filba Internacional
Viernes 29 de julio de 2016
Celebrando su próxima visita a Buenos Aires en ocasión del décimo Filba Internacional, recuperamos esta entrevista. La cineasta y escritora francesa va por su cuarta novela, Selva negra (Periférica), donde consolida una voz personalísima. Autoficción, intimidad, distanciamiento irónico, torsiones y distorsiones del contenido de esa caja negra que tenemos todos en el avión de nuestra mente: la memoria.
Por Valeria Tentoni.
En Japón, según nos advierten en la contratapa de Selva negra –cuarta novela de la escritora y cineasta francesa Valérie Mréjen– hay un bosque impenetrable que se llama “Mar negro de árboles”. Ahí, dicen, habitan los fantasmas. Uno de los cortometrajes de esta autora, Ejercicio de fascinación en medio de la multitud, comienza con la misma imagen que en este libro, en el que la muerte es el sello de agua de cada historia, abre y cierra el conjunto: un montón de gente cruzando la calle en manada. “Piernas que acarrean cuerpos formados y llenos de órganos que funcionan mejor o peor, piernas que no paran de cruzarse, piernas que avanzan, cabezas que dan vueltas a miles de cosas de distinta importancia, cabellos que se agitan con el movimiento”. Lo que hace Mréjen después, en el libro y en el corto, es una serie de close ups virulentos. Por lo intempestivos, por lo demorados, por el quiebre rotundo que generan. De repente estamos ante la textura ultradefinida de las pestañas postizas de una adolescente oriental, o ante el lustre que el escritor y amigo personal de Mréjen, Édouard Levé, le termina de sacar a sus zapatos justo antes de ahorcarse en su departamento. La ventana está abierta, la vista ofrecida desde la altura. El mundo –extranjero, total– está todo afuera.
Breve y contundente, el libro está compuesto por una serie de ladrillos narrativos que se empalman. Las ligazones, además de temáticas, están ajustadas por un alto sentido del ritmo y del contraste como golpes de efecto. No es la primera vez que trabaja en modo collage, con una prosa aireada. Ni que se vale del distanciamiento y de la ironía para distorsionar la intimidad y convertir lo personalísimo en material de lectura.
Suyas son las novelas anteriores Mi abuelo, El agrio y Eau Sauvage. Terminada y en vías de publicarse tiene una nueva: Tercera persona. Conversamos con ella por Skype, justo antes de que se fuera de vacaciones al campo, a una cabaña sin conexión a Internet.
–¿Cómo te llevás con la etiqueta de "autoficción"?
–No podría decir que no es autoficción lo que hago porque, obviamente, encuentro inspiración, ideas y voluntad de escribir en mi vida y en mis historias personales, en mi memoria. Es algún tipo de autoficción, por supuesto, pero la verdad es que no es algo que reivindique ni que me interese poner en primer plano. Simplemente es así como se me dan las cosas cuando escribo. Así es como viene. No lo decido, no es una búsqueda conceptual; es bastante natural e instintivo. Me interesan muchos los diarios y ese tipo de escrituras, así que supongo que es lógico.
–¿Cuándo empezaste a escribir? ¿Antes o después de dedicarte a lo audiovisual?
–Lo primero que hice fueron los videos, estudiando Bellas Artes en París, pero ya tenían mucho que ver con el lenguaje. Los diálogos estaban puestos en el centro de la atención. Eran acerca de cómo las personas intentan comunicarse, así que había un elemento muy fuerte alrededor de la escritura y del lenguaje. Mi primera novela se publicó en 1999, pasó poco tiempo desde que me gradué hasta que empecé a escribir. Básicamente, desde entonces, hago de todo un poco, y todo junto.
–¿Creés que alguna de las artes que ejercitás amenaza a la otra o que colaboran entre sí?
–Colaboran, se equilibran. Amo el hecho de que, cuando escribís, estás sola, en silencio y en calma, de algún modo frente a vos misma. Para resolver las ideas podés tomarte todo el tiempo que necesites, sos la única persona que decide. Pero también necesito y aprecio el trabajo en equipo, como en un rodaje, o como cuando hacés una exhibición y tenés que decidir acerca del espacio, del tiempo, de su uso. Así que es difícil para mí hacer una diferencia, además porque siempre me aterra estar demasiado cómoda, así que me muevo de una cosa a la otra, intento cambiar de lugar y trabajar en un nuevo campo. En la escuela de artes donde estudié podíamos hacer videos, escribir, un montón de cosas, así que desde el principio no sentí que tenía que elegir o especializarme.
–¿Supiste desde chica que te querías dedicar a esto?
–Muy temprano en la vida supe que quería ir a una escuela de artes, pero no sabía bien qué era lo que quería hacer. No vengo de una familia artística o intelectual. Mis papás trabajaban en otra cosa; él fue agente de bienes raíces y mi mamá psicoanalista. Para decirlo en pocas palabras, yo estaba en medio de un fuego cruzado: entre mi papá, que se pronunciaba con clichés, frases hechas, fórmulas remanidas, una suerte de vacío del lenguaje, y mi mamá. En ella, claro, una atención extrema a todo detalle, al modo en que las cosas son dichas, a cómo de repente se hace un fallido y una palabra se filtra y revela tu pensamiento, tu subconsciente.
–En una entrevista dijiste que estabas muy interesada en trabajar sobre la banalidad [Mréjen tiene un corto, Capri, donde los parlamentos de sus personajes sólo pronuncian frases hechas de telenovelas, una detrás de la otra, por ejemplo]. ¿Fue esa tu manera de pararte en medio de eso y trabajarlo?
–Sí, es que creo que la vida diaria, común, y la banalidad son muy interesantes. También creo que es mas bien el extrañamiento, a veces inclusive la locura de la vida diaria lo que me interpela, aquello sobre lo que intento enfocarme. Cuando hice esos videos donde la gente está narrando sus recuerdos, bueno, son historias agridulces; algunas son dramáticas, otras absurdas, divertidas, está mezclado. En Selva negra lo que quería era trabajar con la lista de la gente muerta que cargamos en nuestras vidas. También intentar describir accidentes absurdos que las personas pueden tener, algunas historias trágicas, todo ese tipo de cosas. Por un lado, es muy banal. Toda la gente muere, todos nos vamos a morir. Pero cada historia tiene su propia particularidad.
–Todas esas historias, ¿son de personas a las que conociste?
–No necesariamente, pero sí conocí a muchos de ellos. O me las contaron, las escuché en una cena, por ejemplo. De algunas ni siquiera recuerdo quién me la contó. Quería hacer algo acerca de cómo mantenemos todo esto en mente, cómo nos acompañan estas historias durante nuestra vida, enclavadas en la conciencia. Cómo se quedan en nuestras cabezas, incluso aunque no se trate de personas cercanas. Aunque algunas me hayan llegado solo de oídas, todas esas historias me impresionaron y las guardé en una pequeña caja de recuerdos, en algún lugar perdido de mi mente.
–Es libro comienza y termina con la misma imagen; un montón de gente en las calles. Zoom in, zoom out. Es también la imagen que sostiene tu cortometraje en Japón.
–No había hecho nunca un paralelo entre el libro y esa película, pero sí. Queríamos enfocarnos poco a poco, en ese caso, empezando con grandes encuadres de las muchedumbres, y después cerrar. Acercarnos a las caras de las personas en la calle, a estas chicas. Y en Selva negra lo que ocurrió fue que me costó un poco encontrar la puerta de entrada al libro, no sabía cómo comenzar, hasta que se me apareció con claridad la idea de que tenía que ser describiendo el suicidio de un amigo mío, Édouard Levé. Él participó en varios de mis videos, y le hicimos uno en homenaje también después de su muerte. Éramos muy unidos. Quería imaginarme la escena de este hombre solo, en su casa, mirando por la ventana quizás por última vez y viendo a las personas en la calle. Los seres anónimos pasar, mucha gente, gente que no conoce, para crear un contraste entre esa imagen amplia y el plano corto de su historia.
–Levé acaba de ser publicado aquí; Autorretrato salió este mes. Su último libro, justamente, fue Suicidio. El libro que escribió después de que se suicidara un amigo suyo, a su vez, y que entregó al editor antes de terminar con su vida. ¿Lo tuviste en cuenta para escribir Selva negra?
–Sí, por supuesto. No lo pude leer ni bien salió, ni bien murió Édouard, necesitaba dejar pasar un poco de tiempo. Fue muy raro e impresionante, el libro pero también el acto, por sí mismo, que cometió en su casa. Se colgó con una cuerda y muy meticulosamente lustró sus zapatos y limpió sus anteojos antes de hacerlo. Él podía ser muy maniático, a veces. Había preparado una lista de personas a las que sus padres debían llamar, en orden, para avisarles de su muerte. Quién quería que fuera a su funeral. Fue un momento muy extraño para nosotros, sus amigos, porque él lo había preparado de algún modo como una performance. Fue algo muy, cómo decirlo... La emoción no podía penetrar, por lo teatral, por lo escénico de su muerte. Me llevó tiempo sentirme alcanzada por su partida, movilizada de verdad, porque había decidido todo con mucha frialdad. Cada pequeña cosa. Como si no hubiese querido que nos pusiéramos tristes, no sé. Yo sabía que iba a leer su libro, pero no quería leerlo enseguida. Esperé cosa de un año para hacerlo. Después de eso releí Autorretrato, y de repente me di cuenta de que ahí ya estaba inscripto el germen de esta acción futura. Autorretrato está compuesto por una serie de frases y sentencias que contienen cierta fatalidad en ellas. Es algo que podés leer de un modo muy melancólico después de conocer el resultado de su vida. Y es imposible no considerar el trabajo de Édouard sino a la luz especial de lo que hizo para escapar de ella. Todo su trabajo, ahora, tiene el rastro de su suicido.
–Autorretrato está escrito con un tipo de procedimiento similar a los que trabajás vos, u otros franceses como Annie Ernaux; recortar elementos, encastrar ladrillos, no tanto un continuo. ¿Lo ves así?
–Sí, sí, creo que compartimos muchas cosas, y el interés común por este tipo de acercamientos. Esta atracción por la neutralidad y por la distancia, por el distanciamiento más bien. Muchas veces es una distancia irónica; uno no sabe bien si se supone que debe reírse o no, algo de eso hay. Levé era así en la vida, también. De repente decía cosas muy seriamente, pero eran cómicas: su cara se mantenía rígida, como si no lo fueran. Él era muy divertido.
–Dijiste en otra entrevista que no te interesaban tanto las anécdotas ni las memorias como la distorsión que ejercitamos sobre ellas. ¿Es la distorsión tu herramienta predilecta?
–No es que me fuerce hacia la distorsión, digamos. No intento hacerlo conscientemente o a propósito, pero sí estoy al tanto de que todas las historias que tenemos en mente y todos los recuerdos están más o menos distorsionados. Tenemos la sensación de que hemos escuchado esto o lo otro, pero desde otro punto de visa otra persona lo contaría totalmente distinto. Tiene que ser parte del trabajo, me parece, el elegir conscientemente qué quiero exagerar o aminorar o borrar. La distorsión puede ser muy mínima, pero ya es una distorsión. Siempre trato de tener presente que a nadie le interesa mi vida personal. Solo se vuelve interesante cuando no es personal; cuando el modo en que lo escribo lo vuelve impersonal. Intento hacer que todas estas historias queden a una distancia necesaria, que permita trabajarlas, encontrar el balance. No tiene mucha importancia, al final, si son verdaderas o no, si ocurrieron, o si ocurrieron exactamente así. Son una base, material crudo.
–Última: dijiste que te gusta estar en silencio para escribir. ¿Cómo, cuándo y dónde lo hacés?
–Sí, no escucho música mientras escribo. Solía buscar residencias, becas, para encontrar periodos de tiempo donde podía estar tranquila y quedarme por dos o tres años, pero eso fue antes de que tuviera a mi hija. Así que ahora solo intento escribir cada vez que puedo. No tengo rituales. Me gusta trabajar de noche. Tengo una pequeña oficina en París. Es muy pequeña, pero es un lugar en el que puedo concentrarme. Incluso si voy solo por dos horas al día, es excelente porque realmente me puedo enfocar. Es como una celda. Pero no, no tengo rituales. Diría que mi ritual es hacer todo a la vez.