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Una salvaje confusión poética

Disney, Roald Dalh y el origen

"Disney nos enseña algo que es funcional al sistema productivo: nunca preguntes de dónde salió el dinero. La lectura de Roald Dalh en su novela Charlie y la fábrica de chocolate (1964) es aún más sugestiva y provocadora", arriesga Matías Moscardi sobre el modo en que la ficción edulcora la realidad. "¿Qué hay en el corazón esquizofrénico del Capital? Eso: un cuento para niños".

Por Matías Moscardi.

No conozco a ninguna persona que no le guste el chocolate. Todos aman el chocolate. Sucede algo parecido con Roald Dahl. Para los que no lo conocen, Roald Dahl es uno de los escritores de literatura infantil más codiciados por los grandes directores de Hollywood: Matilda (Danny DeVito, 1996), James y el durazno gigante (Henry Selick, 1996), El fantástico señor Zorro (Wes Anderson, 2009), Mi amigo el gigante (Steven Spielberg, 2016) y, por supuesto, Charlie y la fábrica de chocolates (Mel Stuart, 1971; Tim Burton, 2005), son algunas de sus novelas llevadas a la pantalla grande.

Ariel Dorfman se pregunta de dónde proviene la fortuna del pato Donald: lee en los dibujitos animados pequeñas fábulas marxistas. Disney nos enseña algo que es funcional al sistema productivo: nunca preguntes de dónde salió el dinero. La lectura de Roald Dalh en su novela Charlie y la fábrica de chocolate (1964) es aún más sugestiva y provocadora: en un mundo dominado por el chocolate, el interrogante codiciado es, obviamente, cómo se produce el chocolate. Dahl no sólo formula, desde el comienzo, la pregunta, sino que arriesga una respuesta: ¿Qué hay en el corazón esquizofrénico del Capital? Eso: un cuento para niños. ¿Cómo se hace el chocolate más delicioso de la faz de la tierra? Muy sencillo: con irreales ríos de chocolate explotados, a partir de técnicas y procedimientos maravillosos, por una raza de simpáticos obreros llamados Oompa Loompas que aceptan como paga el mismo producto que producen –¡en un momento el joven Charlie piensa que los mismos obreros están hechos de chocolate! ¿No es salvaje esa ingenua confusión poética?

La única racionalidad presente en el sistema productivo de la fábrica de chocolate es interna: se explica a sí misma, pero no explica nada en relación al mundo exterior. En la novela de Dahl, el capitalismo articula una lógica aristotélica: es verosímil en relación a sí mismo. Esto no implica, por supuesto, lo real. Pero pronto advertimos que el secreto, el misterio, el mito que lo sostiene se revela en los términos de un género literario: es un cuento para niños. Y ahí está todo el poder radical de su respuesta poética ante el interrogante productivo: el capitalismo es un relato baleado, agujereado, minado de puntos ciegos, maravilloso, fantásticos, un texto incompleto e inconcluso como una novela de Kafka. 

Ni Marx, ni la matemática financiera más compleja y completa podría explicar la totalidad del funcionamiento económico del mundo: siempre quedará un corazón pulsional de dulce de leche incomprensible en el centro de la chocolatosa producción capitalista. Dicho de otro modo: lo que no se puede destronar del sistema es el carácter mágico, infantil, extraordinario, del Capital. Y es precisamente ahí donde el Capital se vuelve, como el chocolate, deseable. Como si, muy en el fondo, la clave erótica de su seducción constante fuera su condición inexplicable. Porque si el capitalismo fuera pura repulsión expulsiva, una porquería recalcitrante y condenable, sería muy sencillo rechazarlo y pensar un sistema alternativo.

El gran problema del capitalismo parece ser, metafóricamente, en la novela de Dahl, el problema del chocolate: ¡es riquísimo! Dilema dietético de la economía: ¡lo delicioso es tan irresistible como nocivo! Por eso Zizek, cuando reflexiona sobre la proliferación del cine postapocalíptico, dice que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. 

La fábrica del señor Wonka se protege afanosamente contra los espías: en muchas oportunidades intentaron robar el secreto de sus chocolates. A la vez, hay un enigma lógico digno de la mejor literatura policial: se supone que la fábrica está llena de obreros pero durante diez años no sale ni entra nadie, en enfática oposición a la lógica establecida en el mismísimo origen del cine. Me refiero al primer documental cinematográfico de la historia, La salida de la fábrica Lumière en Lyon (Louis Lumière, 1895) en donde se muestran, en menos de un minuto, a los obreros saliendo de la fábrica: salir o entrar del espacio productivo forma parte, podríamos decir, de la verosimilitud capitalista en clave cinematográfica, como si eso garantizara la racionalidad de la producción. Pero entonces, si nadie entra y nadie sale de la fábrica, ¿de dónde sale el chocolate?

Willy Wonka anuncia un sorteo fantástico: cinco tickets dorados ocultos en cinco barras de chocolate para que cinco niños conozcan la fábrica por dentro. «Y ahora el país entero, el mundo entero, en realidad parecía de pronto haberse entregado a una frenética orgía de comprar chocolatinas». En otras palabras: el consumista se desvive por saber cómo funciona el consumo. Un ladrón roba 5000 dólares y se los gasta en chocolates; el padre de una niña caprichosa –dueño de una fábrica millonaria– suspende, incluso, la producción masiva de maní y pone a sus obreros a pelar barras de chocolate para encontrar el boleto dorado: el capitalismo mismo, en sí, es capaz de suicidarse –momentánea e imaginariamente, claro– con tal de entenderse a sí mismo.

Al comienzo de la novela hay un dramatis personae: el gordito goloso, la niña malcriada, el adicto a la televisión, la chica que come chicle y Charlie, el humilde, el héroe. Pero Charlie sólo tiene un rol protagónico al comienzo de la novela. En su desarrollo central a penas interviene con acotaciones breves. Para el capitalismo, el héroe es, precisamente, aquella persona sumisa, hipnotizada por la magia productiva. En efecto, ¿cómo obtiene Charlie el boleto dorado? ¡Lo intenta tres veces! Su familia le regala un chocolate sin premio el día de su cumpleaños; al día siguiente encuentra dinero en la calle y compra un segundo chocolate vacío; lo termina y compra otro: la tercera es la vencida. Pero no sólo eso: es en la intersección de la compulsión y la fe que Charlie, el niño humilde, es recompensado con el boleto. No sólo tiene que creer que lo obtendrá, también debe gastar el poco dinero que tiene. El plus de saber parece ser el premio detrás del consumo irreflexivo: sólo el consumidor podrá conocer algo acerca del consumo. 

Una última cosa notable: Willy Wonka les muestra a los niños las golosinas en las que está trabajando como novedades que –se insiste mucho en esto– cambiarán el mundo: «¡Cuando  yo empiece  a vender este chicle en las tiendas todo  cambiará!  ¡Será  el  fin  de  las  cocinas!  ¡Se  acabará  el  tener  que  guisar!  ¡Ya  no  habrá  que  ir  al mercado!  ¡Ya  no  habrá  que  comprar  carne,  ni  verduras,  ni  todas  las  demás  provisiones!  ¡Ya  no  se necesitarán cuchillos y tenedores para comer! ¡No habrá más platos que lavar! ¡Ni desperdicios! ¡Sólo una pequeña  tableta  del  chicle  mágico  de  Wonka,  y  eso  es  todo  lo  que  necesitará  para  el  desayuno,  el almuerzo  y  la  cena!  ¡Esta  tableta  de  chicle  que  acabo  de hacer  contiene  sopa  de  tomate,  carne  asada  y pastel de arándanos, pero puede usted escoger casi todo lo que quiera!» Más claro, agua: la propuesta productiva incluye, como novedad absoluta, su propia anulación culposa. El sistema que produce hambre tiene, como móvil propagandístico de su ética, acabar con el hambre. ¿Y quién podría estar en desacuerdo con esto?

 

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