Una excursión onomatopéyica
Ph Pablo Piovano | Fuente AUPA
Por Ivonne Bordelois
Lunes 19 de diciembre de 2016
"Las onomatopeyas son testigos del origen encarnadamente corporal de nuestras palabras", escribe la poeta y ensayista en este extracto interesantísimo alrededor del sonido, el sentido, la poesía y la animalidad. Tomado de Etimología de las pasiones (Libros del Zorzal).
Por Ivonne Bordelois.
En el examen de la carga semántica de *am y *ma se nos aparece con fuerza la noción de onomatopeya, palabra heredada del griego, que se forma con la conjunción de onoma, onomatos: el nombre (como en onomástico, el aniversario de la fecha en que se nos otorgó un nombre), y poiesis: creación, acción, fabricación, arte de la poesía –de donde se origina la poesía, que es, precisamente, el prototipo de la creación–. La onomatopeya es entonces el nombre que crea, la palabra o el nombre que evoca mágicamente, por analogía, aquello que dice. Muchas raíces tienen que ver con el lugar de la boca en que se pronuncian las consonantes: la m indica el adelantamiento de los labios en el mamar; la l implica el acto de lamer, ya que para pronunciarla la lengua debe rozar el paladar; la s, pronunciada hacia adentro, indica succión, como en el inglés suck (chupar).
“Toda palabra y toda la lengua es onomatopéyica” ha dicho Walter Benjamin, en un estudio demasiado poco frecuentado. La onomatopeya suscita, por evocación o imitación, su propia referencia, porque la lleva en su sonoridad misma. El frufrú de la seda, el crujido de pasos en un pinar no son nombres arbitrarios, sino que identifican en su materia fónica misma, frufrú, crucrú, aquello de lo que hablan, proyectándolo mágicamente hacia la realidad.
Podemos imaginar que, mucho antes de los indoeuropeos, había en la lengua original, como componente de la estructura básica, grupos de palabras “afines” que se expresaban con una consonante o una doble consonante, cuyo sonido (onomatopeya) o cuyo lugar de emisión en el aparato fónico (algo que podríamos denominar, quizá, topopeya) evocaría por sí mismo la realidad que se quería designar. Como lo dice luminosamente Benjamin: “Y si la lengua, como resulta obvio, no es un sistema convenido de signos, será necesario siempre acudir a ideas que se presentan, en su forma más rudimentaria, como explicaciones onomatopéyicas. Se trata de ver si pueden ser desarrolladas y adecuadas a una comprensión más profunda”*.
La afirmación de Benjamin es importante porque contradice el postulado fundamental de la lingüística contemporánea enunciado por Saussure, que sostuvo como base inamovible de su teoría la arbitrariedad del signo. Si la misma representación o significado mental –por ejemplo, caballo– puede decirse en formas muy diferentes en distintas lenguas –pferd en alemán, horse en inglés, cheval en francés, etc.–, esto significaría, en principio, que ninguna ligazón “natural” une al significado con el significante – la cadena fónica que lo representa–. La barra que divide a significado de significante para constituir el signo en Saussure, es decir:
significado
_________
significante
es comparable en cierto modo a la que en Occidente, desde el pensamiento platónico, divide al alma del cuerpo, y tendrá, de modo análogo, consecuencias inconmensurables. En la teoría dicotómica alma/cuerpo, el argumento central es la muerte, que distingue la caducidad física de la inmortalidad espiritual. En la teoría significado/significante, la volubilidad de los significantes –comparables a los cuerpos por su variedad y fragilidad– requiere una drástica distinción con respecto al orden platónico de los conceptos, que nos garantizan la permanencia de su identidad epistemológica. La teoría onomatopéyica, por el contrario, excluye esa dicotomía y mira las variaciones fonológicas como distintas expresiones que se irradian desde un determinado centro semántico, al cual se conectan mediante un lazo significativo y manifiesto en sí mismo. Distintas lenguas pueden aproximarse de distintos modos a cada uno de esos centros semánticos, naturalmente; pero la vinculación primigenia no es nunca arbitraria.
Un posible ejemplo: la g señala realidades que tienen que ver con la garganta: grito, gruñido, gárgara, gula, gusto, golosina, gorjeo. En el material que veremos más abajo, se da la l para lo relacionado con la lengua, y asimismo con la leche y sus cualidades, mientras que la m se encuentra ligada con la mama y el amor. El adelantamiento de los labios del niño en busca del pezón materno está recordando y a la vez presintiendo y pidiendo la presencia de la mama y la leche: la voz que emite no hace sino reforzar el gesto de reclamo y al mismo tiempo conjurar la presencia de la madre.
Pero la noción de onomatopeya no agota el sentido más profundo en esta situación. Lo que parecería es que en el grupo con el cual se inauguran, metafóricamente hablando, las raíces indoeuropeas, la forma original de agrupar realidades que tenían algo en común, lo que más tarde se definiría como creación de conceptos, ideas abstractas, categorías, géneros y especies, no habría consistido primariamente en un proceso puramente intelectual. Antes bien, aquello que acontecía primordialmente era una suerte de “tomar conciencia” de que diversas realidades provocaban una misma sensación, una misma ubicación de la voz en el cuerpo, o tenían todas alguna semejanza con sonidos y ruidos que se escuchaban. No se trataba de conceptos abstractos, sino de sensaciones comunes, que correspondía nombrar de la misma manera. Las variaciones dentro del grupo verbal enlazado a la misma realidad se expresaban modificando el monosílabo original, raigal, con toda forma de afijos y elementos similares.
Cuando actualmente decimos que las palabras “tienen sentidos”, no sospechamos hasta qué punto derivan realmente de nuestros sentidos y provienen de sensaciones primitivas que aún podemos reavivar en nosotros. Por ejemplo, una palabra como psiquis (alma) comienza con el sonido ps que manifiesta el soplo de aire que espiramos; en griego psycho es soplar, respirar; y psyche, soplo de vida, aliento, alma, cosa amada, deseo.
La misma palabra nuestra, alma, viene de animus, en latín, que significa lo mismo, ánimo y ánima: soplo, aire, brisa, principio vital, vida. El alma no es, en la visión del lenguaje, un ente abstracto separado del cuerpo, sino el signo más evidente de su vitalidad: la respiración. De algún modo, cabe decir que la etimología es una empresa de recuperación del cuerpo: no sólo del cuerpo de la palabra, sino de nuestro propio cuerpo. En realidad, el cuerpo –que constituye el asiento de las pasiones– es la primera palabra, la palabra fundamental de la cual todas las demás palabras emanan. Por eso muchas de las palabras que denotan las diversas pasiones en nuestras lenguas provienen claramente de los nombres que designan zonas, propiedades y acciones de nuestros cuerpos.
Esta forma de elaborar, de interpretar la realidad externa que llega a través de los sentidos, crea o conserva una percepción intensa de la relación entre las cosas, y en particular de los “parecidos” o analogías que las unen. Hoy no se nos ocurre que la leche, el fluir de la leche, tenga algo que ver (“es básicamente lo mismo”, sentiría un “indoeuropeo”, ¿o tal vez diría “es la raíz”?) con el fluir de un río, o con algo viscoso, o con cualquier forma de placer intenso. Los componentes de la realidad se nos aparecen distintos, separados o aislados. Los tres significados de *ma, ya mencionados (lo bueno, lo húmedo, lo maternal) no se encuentran separados como en las entradas de los diccionarios actuales, sino que parecen darse conjuntamente en la entrañable experiencia fetal, el paraíso de donde se nos arroja ineluctablemente. Y luego acontece, irreparable, el mundo que separa aquello que estuvo unido previamente a la explosión, el Big Bang del lenguaje, el despiadado análisis de una síntesis que nunca volveremos a recuperar.
Lo que preserva actualmente entre nosotros esa misteriosa vía de percepción y expresión sintética y sinestésica es la poesía, pero en ese territorio nos hemos habituado a hablar de “metáforas”, relaciones imaginarias entre cosas y palabras. Por el contrario, para los primeros hablantes de las lenguas humanas, tanto como para los “hablantes del indoeuropeo” –categoría, como sabemos, utópica–, no se trataba de relaciones fantasiosas o arbitrarias, sino de hechos muy concretos: para ellos, el poder mamar y deleitarse de muchas otras maneras eran una misma realidad, con distintas variantes. Lo que ocurre probablemente con la poesía es que ella no “recurre a la metáfora”, sino que recupera esta misma forma de percepción, que no está totalmente eliminada de nuestra naturaleza; está sumergida, reprimida más allá de la conciencia y resurge, por ejemplo, en el sueño, lleno de asociaciones regidas por una lógica que no es la consciente, la racional, pero que tiene ciertamente una coherencia propia. Más que comparaciones, entonces, las metáforas, desde este punto de vista, son como una suerte de apariciones donde se aglutinan experiencias que el pensamiento racional, que procede por abstracciones, nos ha obligado a desmembrar y analizar.
El capítulo siguiente, históricamente, es aquel en el que se pasa del simbolismo fónico, como lo llama Jakobson, a lo arbitrario del signo –esto es, cuando la “razón” se aparta del cuerpo y de la naturaleza y va poniendo etiquetas convencionales a su alrededor–. Una madre puede ser llamada “progenitora”, “autora de nuestros días”, “personificación de la Providencia” o cualquier otra de estas expresiones: ninguna de ellas reemplaza la emocionalidad primera y única de “mamá”. Aquí presenciamos una gran crisis en la vinculación del hombre consigo mismo y con su ambiente, crisis de la que todavía no nos reponemos, a menos que acudamos a la memoria primigenia de las onomatopeyas germinales. Pero si acudimos a esta memoria, en el nombre del amor podemos recuperar entonces la relación con la madre amante y amamantante, que le da su sentido primario. De amor provienen también amable, que se emplea como la cualidad propia de una persona servicial o gentil, pero significa el que debe o puede ser amado, del mismo modo que decimos querible. Ameno, amigo y amigarse, en el sentido de reconciliarse, también provienen de la misma raíz *am presente en amor.
Para ilustrar el dramático proceso en el cual las palabras van perdiendo su ligazón originaria con el cuerpo, nada más claro que la evolución de expresiones como el ama de leche, que acabó por expandirse como ama de llaves. La relación biológica maternal va transformándose así en una relación de cargo, de responsabilidad y finalmente de propiedad: acabamos en el ama de casa, de la que a su vez deriva, curiosamente, amo de casa, una expresión idiosincrásica del español, que no se encuentra en ninguna otra lengua. Amo es el nombre que da el esclavo a su señor: hemos pasado del don de vida de la ama a la relación de dominio y posesión. Es como si el varón, viéndose privado de los poderes nutricios, carente de mamas maternales, se apoderara de un nombre del que está en principio excluido para darle el contenido de un poder diferente: el de la posesión o propiedad privada.
De este modo, la voz que designaba a aquella que amamanta, portadora de amor en la especie, pasó a señalar una relación convencional de propiedad y dominación con respecto a objetos y sujetos externos. (Algún kleiniano diría que el varón se consuela, con la propiedad de bienes muebles, de su envidia por el seno materno. Dejemos al lector sus propias conclusiones.) Y notemos que esta relación se extiende también a la del señor con el sujeto humano rebajado a objeto poseído, en la dialéctica del amo y del esclavo. Es decir, mientras el ama es la que da vida, el amo es aquel que rebaja la dignidad humana de aquel a quien posee.
Para sintetizar lo dicho hasta aquí y definir la dirección a la que apuntamos, digamos que existe un cierto malestar en la lingüística respecto de las onomatopeyas. Son pocas las que definen como tales los diccionarios. Pero cuando se empieza a rastrear el origen último de nuestras palabras actuales, asoman incontrovertibles, con una gran frecuencia, o más bien como una constante. El motivo por el que se las desconoce, o se las niega, es el mismo por el cual se reniega del cuerpo, de nuestro componente animal, y se lo oculta.
Para las lenguas europeas las palabras son conceptos abstractos, entidades espirituales, no metáforas, y menos onomatopeyas, sonidos guturales “animales”. Apenas tienen cuerpo. Pero las palabras, como nuestros cuerpos, se resisten y hacen ruidos; toda clase de ruidos. Las palabras son ruido y significado, ruido e idea. El cuerpo de las palabras no es sonido puro, etéreo; las palabras no son puramente aéreas, espirituales. Están hechas de aire rudamente modulado por la garganta, los dientes, la lengua y siguen teniendo mucho de los primeros gruñidos, cercanos a los de los primates, que estuvieron en su origen.
Las onomatopeyas son testigos del origen encarnadamente corporal de nuestras palabras: “ideas”, percepciones que originalmente no se sabían traducir en sonido más que ubicándolas en el propio cuerpo, en algún lugar de la boca. Pero sin vergüenza. Durante milenios, los que crearon la palabra amar para expresar sentimientos de afecto hacia toda clase de seres en toda clase de circunstancias, tenían claramente presente y no se avergonzaban de que fuera algo parecido a lo que habían sentido al mamar cuando niños; pronunciaban la palabra amar sabiendo que era el mismo gesto y sonido con que entonces habían pedido la mama.
Son muchas las palabras para las que el rastreo etimológico descubre una onomatopeya original, desdibujada en las derivaciones posteriores. Y a muchas otras, sin duda, la espiritualizadora civilización occidental las fue ocultando tan bien que resulta difícil descubrírsela.
*Prosigue Benjamin: “Leer lo que nunca ha sido escrito. Tal lectura es la más antigua: anterior a toda lengua –la lectura de las vísceras, de las estrellas o de las danzas–. Más tarde se constituyeron anillos intermedios de una nueva lectura, runas y jeroglíficos. Es lógico suponer que fueron estas las fases a través de las cuales aquella facultad mimética que había sido el fundamento de la praxis oculta hizo su ingreso en la escritura y en la lengua. De tal suerte la lengua sería el estadio supremo del comportamiento mimético y el más perfecto archivo de semejanzas inmateriales: un medio al cual emigraron sin residuos las más antiguas fuerzas de producción y recepción mimética, hasta acabar con las de la magia”.
El presente extracto fue tomado de Etimología de las pasiones (Libros del Zorzal). Agradecemos al sello el permiso de publicación.