Una excursión en seis escenas
Por Eloísa Oliva
Miércoles 02 de mayo de 2018
"La bruma, pienso ahora, vendría a ser la cámara lenta del paisaje. Robin Myers, poeta norteamericana contemporánea, tiene un poema en el que habla sobre la tontera de la comparación: una cosa es lo que es, lo que tenemos enfrente, sin necesidad de remitirnos a lo que podría evocar". Una de las bitácoras que el Filba produjo en La cumbre.
Por Eloísa Oliva. Foto Santiago Cruz.
Primera. En los últimos días en La Cumbre se asentó la niebla. Me comentan que es común en otoño ver las sierras borroneadas, el paisaje que vive detrás de esa veladura, como si un director de foto conociera la mejor manera de presentarlo sin develar del todo sus secretos. Desde la ventana del hotel edificio señorial de 1909 manejado actualmente por un sindicato, la escena me recuerda, no sé, a Conrad: plátanos, cipreses y una larga avenida, cuerpos que se mueven en una velocidad aminorada por la bruma. La bruma, pienso ahora, vendría a ser la cámara lenta del paisaje. Robin Myers, poeta norteamericana contemporánea, tiene un poema en el que habla sobre la tontera de la comparación: una cosa es lo que es, lo que tenemos enfrente, sin necesidad de remitirnos a lo que podría evocar. Así que no importa a qué me recuerde, esta es la primera escena: la niebla en La Cumbre, pequeño poblado serrano del Valle de Punilla, de más o menos 7500 habitantes.
Segunda. Al final del recorrido (sí, estoy poniendo la última escena en este lugar) le conté a Martín Kovensky, mi compañero de excursión, que siempre desconfío de lo que escribo, lo que acarrea innumerables padecimientos, ya que escribo muchas veces. Habíamos hablado previamente, en nuestro breve intercambio epistolar, del infierno de la escritura. Ahora, en la charla, caí en la cuenta de cuál es el problema, y es que desconfío de la manera de encadenar las palabras. A mí me interesa la precisión, y las palabras rara vez son precisas. Las palabras serían la bruma que nos separa de las cosas, del pensamiento, pero, en este caso, las nubes rara vez se disipan. Así que no esperen nada de este relato, hecho de esas cosas imprecisas y que difícilmente se apegue a un orden, hecho o rigor.
Tercera. Los objetos. Martín maneja un Volvo de un año que no recuerdo, pero sí que empieza con mil novecientos. Un auto con vida propia, eso parece. Mi compañero trae bastones de trekking, y se disculpa por el gesto que podría verse aparatoso, pero que finalmente resulta clave para nuestra caminata de hora y media remontando el arroyo Cruz Grande.
Cuarta. En el camino, el paisaje oscila entre la niebla y el sol. Mi compañero es más bien un guía, uno de lujo, que conoce el lugar de una manera íntima y particular. Está ligado a su llegada a La Cumbre, a su obra, a esos proyectos que todos hacemos creyendo en voluntades férreas de las que, por suerte, carecemos. Mientras avanzamos, ensayamos teorías e intercambiamos datos sobre la flora (la fauna no parece abundar), tratando de discernir los gestos que se esconden detrás de ciertos asuntos. Así es como la flora exótica termina siendo denominada como “las suecas”. De aquí en más, álamos, ampelopsis, agaves y otras pasarán a a ser llamadas con ese gentilicio: son las suecas de este paisaje, y ambos coincidimos en adherir al mestizaje, a la belleza sorpresiva que nace del cruce.
Quinta. Mi guía está especialmente preocupado por señalarme los rastros de la intervención humana en este ecosistema: las paredes de piedra que contienen las orillas, el encauzamiento del agua para proveer a una casa. Esas intervenciones llegan al paroxismo con una cancha de tenis abandonada en medio del monte. Terreno apisonado, guías de metal, una red deteriorada hecha un rollo al costado. Puedo imaginar muy claramente a los fantasmas de otra época, de blanco radiante, practicando el deporte de la aristocracia.
Sexta. Pero lo más importante de esta excursión, para una confesa adicta a la charla, fue justamente eso: la conversación, protegida y abonada por la falta de señal, y zanjada por dificultades mínimas de avance en el terreno. Las tres horas que transcurrieron entre el ascenso y el descenso del arroyo estuvieron hechas de elucubraciones artísticas y filosóficas, de historias personales y lecturas, pero, sobre todo, y como buenos argentinos, de revisiones políticas. Así como en la procedencia y la mixtura de la vegetación, en cada cosa. Hasta llegar finalmente a Kropotkin y su teoría de la evolución que dasafía a la de Darwin, tema que por supuesto ambos interlocutores tocamos de oído. Con esa escena, la del apoyo mutuo, la de la acción colaborativa, llegamos de nuevo al volvo y plegamos los bastones. Y así, el inasible, difícil de fijar, brillo de la conversación, queda deshecho en el aire, como otra veladura sumada al paisaje.