Tiro al blanco: arranques inolvidables de la literatura universal
Párrafos que atrapan
Jueves 13 de setiembre de 2018
¿Qué tiene que tener un arranque para volverse indeleble y suficiente como para que no querramos pasar a otro libro? Invitamos a Edgardo Cozarinsky, Mercedes Roffé, Marcelo Carnero, Carla Maliandi, Mariana Travacio y Jorge Consiglio a elegir sus predilectos y a contarnos cuándo se los encontraron y cómo los afectó.
“Antes de haberme apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia.”
La vorágine, de José Eustacio Rivera (1924)
Cito de memoria estas líneas que me acompañan desde mucho antes de ser capaz de leerlas.Mi madre solía decirlas en los momentos más inesperados, como en un arrebato de alegría, por el mero placer de decirlas, sin conexión alguna con lo que estuviéramos haciendo.
El recuerdo más lejano se remonta a una tarde. Yo no tendría más de seis años. Ella estaba de cuclillas arreglando algo en un estante bajo de un placard, en el cuarto de mi hermano. Y de pronto, como una ola de luz saliendo de esa semipenumbra, se dio vuelta y le dijo a la nena que la esperaba paradita detrás, la frase mágica, como en un rapto de inspiración platónica:
—“Antes de haberme apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”.
Pienso en muchas novelas con inicios que me deslumbran: el de El castillo, de Kafka, el de Pedro Páramo de Rulfo, el de El amante de M. Duras, el de El quijote. Pero ahora recuerdo con especial afecto el inicio de Nosotros, los Caserta, de Aurora Venturini.
Lo leí por primera vez en 2011, cuando editaron sus obras luego de que su novela Las primas, ganara el premio Página 12 de Nueva novela. En ese momento Venturini tenía 85 años y su voz narrativa fue una sorpresa para los que no la conocíamos.
Este inicio tiene una mezcla de cosas que me encantan, el orden en que se narran los acontecimientos es un orden trastocado en muchos sentidos: cronológico, sensorial, informativo. Así todo el lector reconstruye lo que ahí sucede y genera una expectativa no sólo por la historia que va a desarrollarse sino por seguir escuchando esa voz. En ese pequeño párrafo nos ubica en un presente y un espacio conocido, pero enseguida lo hace estallar hacia lugares metafísicos que retroceden y se anticipan en la historia casi al mismo tiempo. Y cuando parece tocar un fondo dramático muy hondo sale con lo de la tía abuela. Abre intrigas por todos lados, no en el sentido del policial, ni escondiendo nada para sorprendernos después, sino en un sentido siniestro pero provisto de un humor muy particular. Y un trabajo precioso sobre el lenguaje, la sintaxis, y el ritmo fonético de las frases.
“Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada. Hizo algunas preguntas y tomó una botella de cerveza, de pie en el extremo más sombrío del mostrador, vuelta la cara –sobre un fondo de alpargatas, el almanaque, embutidos blanqueados por los años− hacia afuera, hacia el sol del atardecer y la altura violeta de la sierra, mientras esperaba el ómnibus que lo llevaría a los portones del hotel viejo.
Quisiera no haberle visto más que las manos, me hubiera bastado verlas cuando le di el cambio de los cien pesos y los dedos apretaron los billetes, trataron de acomodarlos y, en seguida, resolviéndose, hicieron una pelota achatada y la escondieron con pudor en un bolsillo del saco; me hubieran bastado aquellos movimientos sobre la madera llena de tajos rellenados con grasa y mugre para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para curarse.”
Los adioses, Juan Carlos Onetti (1955)
Cuando empecé a leer esta novela corta de Onetti, me voló la cabeza este comienzo. Me fascinó esa forma que tiene de arrancar por el detalle. Empieza por el fragmento, por la astilla y, a partir de ese pormenor, edifica un complejísimo cosmos narrativo. Además, me impactó el tremendo lirismo –la música, la cadencia sintáctica, todo ese encabalgamiento de belleza−, que tiene tanto de fatalidad, con la que construye su prosa. Esos dos párrafos son una gloria total.
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte.»
Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.”
Pedro Páramo, Juan Rulfo (1955)
La primera vez que leí Pedro Páramo, releí varias veces este párrafo. Cómo si Rulfo me hubiera agarrado a mí también, para no soltarme nunca más.