Tema: la vaca
Por Camila Fabbri
Martes 29 de junio de 2021
"Nací en Capital Federal y durante mi infancia y juventud el mayor contacto que tuve con la naturaleza fue el mar vacilante de la costa atlántica o alguna mínima escalada a una sierra cordobesa o bonaerense": compartimos un texto de la autora de Los accidentes venido de su participación en el último Filba Nacional.
Por Camila Fabbri.
No voy a decir que lo único que conozco son ciudades porque no sería totalmente cierto. Aunque tampoco podría decir lo contrario. Fueron pocas las veces que me detuve en las afueras. Fueron apenas días de corrido, horas, ratos. Me detuve con un auto en un campo, camino hacia algún otro lugar, o vacacioné en paisajes que me daban sentimiento de deriva. Pero eso fue todo. Nada de esto me enorgullece. Es lo que me tocó. Nací en Capital Federal y durante mi infancia y juventud el mayor contacto que tuve con la naturaleza fue el mar vacilante de la costa atlántica o alguna mínima escalada a una sierra cordobesa o bonaerense. Vivir en grandes ciudades puede producir niños muy miedosos e inseguros. Aprendimos a cruzar la calle y a vincularnos con otros niños o niñas iguales que nosotros en toboganes de plazas o parques. Después de eso dialogamos durante horas con la televisión o con juegos de computadora en los que dibujos animados se perdían en bosques o batallaban con animales inmensos que parecían indicarnos que la fauna podía ser algo descomunal. Algo a lo que no deberíamos atrevernos a enfrentar o algo que solamente nos estaba permitido ver de lejos. Crecimos en livings con plantas en macetas y con la acústica de viejos lavarropas dando vueltas sobre en si en esos lavaderos húmedos y oscuros. Pero, por supuesto, vinieron los viajes y a mí eso también me pasó.
Mi amigo Ramiro vino de Bolívar a los veinte años. Se instaló en un departamento de pocos ambientes con varias amigas y empezó a estudiar actuación. Lo que él quería era dominar los escenarios, tanto los teatrales como los cotidianos. Con su vozarrón me conquistó y me transformé en una de sus mejores amigas. En eso que pasa cuando los encuentros son a diario y no tienen límites de tiempo. Ramiro y yo cursamos juntos la carrera y él, cada tanto, volvía a casa de su familia y me mandaba fotos desde allá. Elsa, su madre, trabajaba como depiladora y alimentaba un jardín repleto de plantas gruesas. Tenía varios perros que ladraban permanentemente y otra hija, la hermana menor de Ramiro, que trabajaba cuidando niños y niñas en guarderías. Los abuelos de Ramiro, además, vivían en un campo inmenso en Bolívar, a un ratito de ruta de la casa familiar. Ese año nuevo yo tenía veinte años y pocas ganas de rodearme de mi familia así que me fui para allá. Ramiro y yo teníamos un lenguaje demasiado en común y entendíamos eso de hacernos compañía permanente y también de la otra: mantenernos en silencio en los mismos espacios. Creo que ese, incluso, es el punto cúlmine de la confianza. Ese silencio compartido.
Armé un bolso pequeño, me tomé un colectivo de línea hasta Retiro y esperé que llegara mi micro de larga distancia. A las cuatro horas ya estaba en Bolívar. Ramiro, Elsa y su hermana ya me esperaban del otro lado de la nave para darme la bienvenida e invitarme a merendar. Llegamos a la casa y batallamos contra todos esos ladridos y la fila de clientas que esperaban a Elsa en la puerta de la casa para depilarse el bozo. En ese entonces, yo no era alguien con tantos miedos como ahora aunque era una chica de ciudades, departamentos y espacios acotados y seguros. Ramiro preparó unos mates y hablamos mal de alguien en el fondo de su casa. Se hizo la tardecita y nos subimos a su auto rumbo al campo de sus abuelos. Era la primera vez que me involucraba con el verdadero campo. Cuando bajamos del auto, su primo domaba un potro que se llamaba Saulo. El primo de Ramiro tenía puesta una boina de lana y la boina no se le caía de la cabeza aunque Saulo se moviera como inyectado por el virus de la rabia. Me quedé mirando fijo a su primo que parecía no inmutarse, que había crecido haciendo eso así como yo entraba a Coto a comprar carne para hacer milanesas. Los abuelos de Ramiro nos esperaban en el rellano de la puerta, rodeados de gatos naranjas que eran hijos, primos, madres y padres entre sí. Nos ofrecieron mate. Muñoz, el abuelo de Ramiro, usaba el papamoscas como una prolongación de su brazo y cada tanto me preguntaba cómo iba la relación con su nieto. Muñoz no sabía que Ramiro era gay y Ramiro no quería darle el disgusto, entonces teníamos que jugar a que yo era la posible futura esposa, heredera de esos campos que tenían alrededor de su casa. Muñoz me sonreía como quien abre los brazos de la dinastía familiar y yo le hacía una mueca parecida. En el televisor, un hombre de cuarenta y pico de años hablaba acerca de un partido de fútbol que no lo había convencido, que podría haber sido tanto mejor. Se apenaba ese hombre desconocido y nosotros lo mirábamos sin entender demasiado. Ramiro y yo salimos de la casa campestre y nos separamos en la inmensidad de ese campo que olía a animales que todavía estaban vivos. Una jauría se me acercó ladrando pero no me asusté. Me hice compañera. Tenías rastas y barro duro en las patas. Eran amigables. Era el diálogo de la temerosa que había pasado casi toda su vida dentro de una caja de dos ambientes tomando el 152, el 12 o la combinación de la Línea B y C conjunto a unos animales que no podrían entenderlo jamás. Pero allá atrás estaban las vacas que eran la acústica permanente del campo de los Muñoz. Eran varias y se amuchaban porque parecían entender que esto era cuestión de tiempo. Los terneros ya habían sido apartados y las vacas miraban fijo. No había que hacer mucho esfuerzo para sostenerles la mirada. Ellas estaban ahí, haciendo lo que podían. Siendo vacas. Lo que hasta ese momento había sido una caricatura en cajas de leche o en carteles de carnicerías, ahora era una mirada inalterable. Con la lengua inmensa y rosada se llevaban el pasto a la boca y con la cola ahuyentaban a los insectos que pasaban por ahí. Envuelta en la jauría y con un saco de lana, me quedé una hora parada al lado del cerco de las vacas. Sentía una pena profunda por más que sabía que no dejaría de comer carne ni me sumaría a ninguna campaña de concientización acerca del vegetarianismo ni derivados. Lo mío era una culpa esperable y mentirosa, un malestar citadino y falso, breve como lo más breve, olvidable como cualquier anécdota que se oía mientras seguía caminando y pasaba de largo. ¿A quién quería mentirle yo?, ¿qué era ese malestar de morondanga? Después de eso, por supuesto y por respeto, saludé a las vacas y me alejé del cero sabiendo que a las horas las degollarían o las molerían a masazos y yo mientras estaría en camino de vuelta a mi departamento del centro de la Ciudad, en un micro de larga distancia, oyendo esas canciones que algún experto había puesto de moda y que sonaban tan pero tan bien.