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Somos jardines: apuntes sobre la literatura microquimérica

Leemos a Jazmina Barrera y su ensayo en Territorios imaginarios, libro que forma parte de una serie de antologías sobre prácticas artísticas que publica Editorial Excursiones.



Por Jazmina Barrera.



Este ensayo nació conferencia. Estoy revisándola para su publicación, cosa que implica transformarla en un ensayo, pero es importante advertir que en un primer momento fue conferencia, la que me invitó a impartir en 2019 la Universidad Diego Portales para la Cátedra Abierta en homenaje a Roberto Bolaño. El día de la conferencia, estaba nerviosa, asustada, porque nunca había hablado ante un público tan numeroso, y porque era la primera conferencia que daba en mucho tiempo, estaba desacostumbrada a dar conferencias. De niña, en cambio, estudiaba en una primaria que no nos dejaba tareas, salvo preparar conferencias, del tema que quisiéramos. Y yo me acuerdo que no me daba miedo, que lo hacía con mucho aplomo, y que fueron muy bien recibidas, mis conferencias. Entre los seis y los doce años di como cien conferencias. Las que más recuerdo son una sobre los instrumentos musicales en la prehistoria, otra sobre las hormigas y otra sobre África. La de los instrumentos tuvo muy buena acogida, tanto así que me invitaron a darla en todos los salones de los otros grados. Tampoco me fue nada mal con la de las hormigas, que incluía la maqueta tridimensional de un hormiguero, hecho con plastilina. La conferencia de África, en cambio, fue una pesadilla. Era una conferencia en grupo, y Alba, Iris y yo tratamos de dividirnos por países, pero muy pronto se reveló lo inabarcable del tema, cuando por desgracia ya era demasiado tarde, porque el título de la conferencia había sido aprobado y apuntado en una lista junto al pizarrón. Ahí aprendí la importancia de saber acotar los temas, aunque reconocer la importancia no significa saber hacerlo, y puede ser que este ensayo (antes conferencia) sea una buena prueba de esto.

Tengo que remontarme en el tiempo, más de cinco años atrás, cuando empecé a escribir el relato del viaje que hice (más de diez años atrás) a visitar un faro en la costa de Óregon, mientras leía la novela de Virginia Woolf, Al faro. En ese ensayo yo quería hablar de cierto personaje de la novela, que es un niño que quiere ir al faro. Sus papás le prometen que lo van a llevar, pero nunca lo llevan, por el mal clima, por yo qué sé. Él se queda con muchas ganas de ir al faro, y logra hacerlo varias décadas después, pero el problema es que en ese lapso de tiempo han pasado muchas cosas, entre otras la Primera Guerra Mundial y la muerte de su madre. Así que ahora le parece que el faro ya no es el mismo, aunque el faro sigue idéntico y el mar también; pero su mundo y el mundo entero es irremediablemente distinto. De todo eso quería yo escribir en ese entonces: de la imposibilidad del deseo, la memoria y la experiencia, y también quería escribir de los faros, porque cuando me puse a investigar sobre los faros, me volví loca. Me fascinaron sus historias y su historia, sus imágenes, su tecnología, sus metáforas. Y el ensayo empezó a engordar: comencé a hacer viajes a faros, a todos los que pude, y a escribir sobre esos viajes, a coleccionar citas, libros, imágenes, figuritas de plástico de faros. Yo quería que todo eso cupiera en el libro –ahora era un libro–, quería que fuera una colección heterogénea, como los gabinetes de curiosidades. En algún momento decidí incluso incorporar el tema de las colecciones al libro mismo. En particular el coleccionismo imposible de experiencias: cómo se coleccionan los recuerdos, los viajes, las lecturas (que no los libros): de todo eso traté de escribir en Cuaderno de faros.

Cuando mis ganas de escribir otros libros comenzaron a volverse molestas, me puse a pensar en terminar Cuaderno de faros: en el fin de esa colección, que por un lado es imposible e inexistente y por el otro es muy real e interminable. Este era un libro, estaba claro, que yo podía seguir escribiendo por el resto de mi vida. Y de verdad no hubiera tenido ningún problema con hacerlo, de no ser por esos otros libros que quería escribir. Esos libros que llevaban muchos meses esperando en fila y empezaban a ponerse insoportables: a hacerme ruido y a exigir su turno. Así que abandoné la colección de los faros. Por ponerlo en términos náuticos: salté del barco; es decir publiqué el libro.

Lo que sucedió después, me lo había imaginado, pero no lo vi venir de esta manera, porque el libro adquirió una vida propia, más allá de mi voluntad y del teclado de mi computadora, más allá de las cien páginas de los primeros ejemplares. Ya desde antes, cuando la gente se enteraba de que estaba escribiendo un libro sobre faros, me mandaban datos, imágenes, lecturas, se entusiasmaban conmigo y eso me entusiasmaba de vuelta. La escritura de ese libro era ya, en muchos sentidos, colectiva, pero su existencia se volvió más plural todavía, después de su publicación. Empecé a recibir de todo: fotos, postales, figuras, citas, referencias suficientes para escribir otro libro, o para aumentar infinitamente este libro en sus siguientes ediciones. Por supuesto, también seguí viajando a faros, cada que tuve la suerte de que la vida me llevara a algún destino costero: fui a un faro en Yucatán, a otro en Venecia, y al faro de la isla Magdalena: esa pequeña isla en el estrecho de Magallanes, donde hay un faro y muchísimos pingüinos y nada más. Es mi idea del paraíso, mi lugar favorito en la Tierra, sin duda.

De todos esos faros que visité después, yo querría escribir. Y también de los libros que me he encontrado a destiempo: por ejemplo, el diario español de un farero en Sálvora, o la novela The Lighthouse, de Alison Moore. Me encontré, además, con un cuento de Lucía Berlín, y otro de Joyce Carol Oates; con un poema de Montale y un ensayo de Antonio Cabrera; con artículos sobre fareras en Montauk y en Finisterre; con muchas imágenes de todo tipo y con una terrorífica película de Christopher Eggers .

Si pudiera, seguiría escribiendo sobre faros, si tan solo tuviera un clon o si fuera un gato y tuviera nueve vidas (me parece que en Chile y en otros países los gatos tienen siete vidas, pero yo necesito las nueve). De ser posible, seguiría coleccionando para siempre mi pequeño libro, microquimérico, de faros. La aparición de esa misteriosa palabra, “microquimérico”, es un buen momento para explicar su significado, y también el título de este ensayo (antes conferencia), pero me hace falta un rodeo más para llegar ahí.

Hace cuatro años, más o menos (dos años, cuando escribí la conferencia), me embaracé. Y como buena obsesiva que soy empecé a buscar referencias literarias que tuvieran que ver con el embarazo, el parto y la lactancia, es decir, con esa transformación titánica, mutante, que estaba viviendo. Me costaba mucho trabajo encontrarlas (hace cuatro años había muchos menos libros sobre maternidad en el mundo), aunque claro que me topé con varias joyas, pero me parecía muy extraño que no hubiera más, ¿por qué si existían tantos y tantos libros que hablaban de la muerte, había tan pocos que escribieran sobre el comienzo de la vida, que es igual de enigmático, tremendo y asombroso?

Ahí, por supuesto, entran al ruedo una serie de conjeturas feministas que parecen obvias, pero he descubierto que no lo son: que el cuerpo de la mujer es un tema tabú y más en cuanto a lo escatológico, que por mucho tiempo la maternidad no era considerada un asunto literario válido, porque parecía demasiado femenino, rosa, o sencillamente porque no era interesante para los hombres. Podría decir muchísimo al respecto, pero creo que basta con esta cita de la brillante Ursula K. Le Guin que dice:

“Me parece una lástima que tantas mujeres, incluida yo misma, hayan aceptado esta negación de su propia experiencia y hayan reducido su percepción de ella para hacerla calzar, escribiendo como si su sexualidad se limitara a la cópula, como si no supieran nada del embarazo, del nacimiento, de amamantar, de la maternidad, la pubertad, la menstruación, la menopausia, excepto lo que los hombres están dispuestos a oír, nada salvo lo que los hombres están dispuestos a oír acerca del quehacer, la crianza, el trabajo de vida, la guerra, la paz, vivir y morir, como se experimentan en el cuerpo y la mente y la imaginación femeninos. ‘Escribir el cuerpo’, como pedían Virginia Woolf y Hélène Cixous, es sólo el principio. Tenemos que reescribir el mundo.”

Ahí está, pues. Tuvo que llegar la ola feminista de Ursula K Le Guin, y Adrienne Rich para decirnos que es posible pensar el cuerpo materno y la crianza desde la literatura, y aunque esto ya sucedió hace tiempo, pienso que apenas ahora estamos leyendo sus frutos.

Las representaciones del cuerpo materno se volvieron pronto otra de mis colecciones. Casi sin querer, comencé a escribir otro libro, una novela ensayística o un ensayo novelado, que, además de hablar de terremotos y pintura y otras cosas, es una recopilación de imágenes, citas y referencias de mujeres que han trabajado el embarazo, el parto y la lactancia desde el arte y la literatura. La escritura de ese otro libro (que se llama Linea nigra, como la línea oscura que aparece en el vientre de muchas embarazadas), fue también, en muchos sentidos, colectiva: una colección de voces y visiones de mujeres que pasaron por el mismo desorbitante proceso corporal y decidieron representarlo de distintas formas.

Estaba justo a la mitad de la escritura de ese libro, cuando di con un ensayo sobre maternidad que se llama Like a Mother –una especie de antimanual de maternidad, porque los manuales de maternidad son horribles, enlistan un montón de peligros, todo lo que puede salir mal con un bebé, son una pesadilla, aunque por supuesto son muy útiles, pero este libro es lo opuesto, habla de la maternidad desde la curiosidad, desde la biología y la experiencia vital del embarazo–. En ese libro leí de un fenómeno que se llama microquimerismo. El término proviene del nombre de la mitológica Quimera, un monstruo híbrido, hecho de partes de distintos animales, y se refiere a esto: cuando una mujer está embarazada, algunas células del feto se van por la corriente sanguínea de la madre y se alojan en distintos lugares de su cuerpo. Como las células de los fetos son muy versátiles, muchas veces se incorporan a su sistema; es decir: adquieren la función del órgano al que llegan: si se instalan en el corazón, actúan como células de corazón, si llegan a los huesos, funcionan como células de hueso. La cosa se pone más complicada, porque parece que también puede funcionar al revés: ciertas células de la madre pueden entrar en el torrente sanguíneo del feto y asimilarse y hacerse parte de su cuerpo. Esto puede pasar incluso con células de hermanos o hasta de abuelas. Así que estamos hechos del material de otras personas y vivimos, quizás a veces incluso sobrevivimos, en otras personas. Esto por no hablar de las miles de bacterias que viven en nuestro organismo y del trasplante de órganos y menos todavía del adn y de los átomos. Estaba yo, pues, leyendo sobre estos temas, cuando se me ocurrió que mucha de la literatura que más me gusta, funciona con una especie de microquimerismo. Son libros que dan cuenta de nuestra pluralidad: libros abiertos, generosos, múltiples, fecundos y comunales, libros que muchas veces rebasan las nociones de los géneros literarios.

Por supuesto sé que no estoy diciendo nada nuevo. Mucho se ha escrito ya sobre los libros que desafían las convenciones genéricas y de autoría. Lo que quería compartir es la alegría del hallazgo, de haber encontrado una palabra en la jerga científica que sirve para describir un conjunto de libros que comparte ciertas características y que a mí suelen gustarme.

La felicidad de haberme encontrado con esta palabra es comparable, en mi caso, al momento en que conocí el término ensayo. Llevaba años leyendo y escribiendo ensayos, pero no tenía esa palabra para nombrarlos. Y cuando digo que llevaba años escribiendo ensayos, lo digo en serio, porque desde los cinco años todos mis compañeros de la primaria y yo escribíamos mini ensayos. Otra vez vuelvo a mis años en esa primaria, que mi esposo dice que era en realidad un taller literario permanente, y lo era. Casi cada dos o tres días, la maestra nos pedía que escribiéramos un texto libre. Con toda la amplitud del término. Solían darnos media hora para escribir las cuartillas que quisiéramos, de ficción o no ficción, argumentativas o poéticas o paródicas: de lo que nos diera la gana. Teníamos en los salones una pequeña imprenta de tipos móviles y al final del año hacíamos antologías de nuestros textos libres, impresas por nosotros mismos. El primer texto mío en irse a imprenta lo escribí a los cinco años y decía: Mi gata Casilda tuvo ayer cinco gatitos.

A partir de entonces, la escritura fue para mí indisociable de la libertad. Será por eso que tuve siempre una debilidad por los textos inclasificables, híbridos, quiméricos. Recuerdo el momento exacto en que leí la historia y el trasfondo del término ensayo, el momento en el que supe de la existencia de Montaigne y me cayó el veinte de todo lo que presuponía el título de sus Ensayos. Era una palabra bellísima, que hablaba de procesos, de tentativas, de acercamientos, de experimentos, de esa misma libertad que yo atesoraba en los libros.

Es una libertad particular, la del ensayo, distinta, por ejemplo, de la libertad de las conferencias. Las conferencias que daba en la primaria las escribía pensando en una audiencia; podía hablarse de lo que sea, pero había que hablarle a alguien y había que hablar de algo. Los textos libres, en cambio, le hablaban a nadie y bien podían hablar de nada en particular. Las conferencias debían ser conferidas y los ensayos no, por eso su libertad era tan radical.

Es cierto que esta conferencia, por ejemplo, una vez escrita se puede leer como un ensayo, y en ese sentido es también un ensayo, una excursión del pensamiento, que es como define al ensayo el fabuloso Philip Lopate. Esta conferencia puede haberse convertido en un ensayo, pero no será, a mi entender, un ensayo microquimérico.

Siempre que me encuentro un libro inclasificable, lo clasifico inmediatamente como un ensayo. Varias novelas, varios poemarios, son, en mi definición particular del término, ensayos. Para mí, el ensayo no es un género literario, es un anti-género, una materia literaria oscura. En ese sentido, los libros microquiméricos de los que hablo podrían llamarse también ensayos, caben bajo ese paraguas, bajo esa cobija.

Sé que estoy hablando de contradicciones: de la aversión a las categorías y de la felicidad de encontrar una nueva; de la clasificación de lo inclasificable; del despropósito de las etiquetas genéricas y de su posible utilidad. Para mí, por ejemplo, ha sido muy útil acuñar el término “literatura microquimérica”, porque la palabra ensayo era demasiado amplia, no toda la enorme diversidad de ensayos que existen serían, a mi entender, microquiméricos.

Pero quizás es hora ya de dar ejemplos. Cuando pienso en literatura microquimérica, me vienen a la mente muchos libros escritos por mujeres. Quizás porque a las mujeres nos educan menos en la competencia, en ese afán capitalista de individualidad, o quizás porque a veces vivimos en carne y hueso la experiencia tan inquietante del embarazo, es decir, de ser dos personas a la vez, o por las miles de veces en que las mujeres están a cargo de las labores de cuidados, que requieren de un nivel de empatía brutal. Cuando hablo de literatura microquimérica, pienso en Pequeñas labores, de Rivka Galchen, Los argonautas, de Maggie Nelson, La cabellera andante, de Margo Glantz, La mujer singular y la ciudad, de Vivian Gornick, todos los libros de Anne Carson, Permanente obra negra, de Vivian Abenshushan, por nombrar algunos. Los libros de varios autores pueden caber también en esa clasificación, libros como los de Walter Benjamin, Roland Barthes, Eliot Weinberger o David Markson, pero tengo la sensación de que hay más libros microquiméricos escritos por mujeres. O quizás esa sensación se debe a que los últimos años he leído muchos más libros de mujeres que de hombres.

En todo caso, estos libros a los que me refiero se caracterizan por tender puentes, por adoptar voces, ideas, palabras, y no necesitan ocultarlo bajo ninguna ridícula bandera de originalidad.

Los límites de casi todo en el universo se le han ido desdibujando a la humanidad. Está cada vez más claro que las fronteras geográficas, los límites entre las especies, entre los sexos, entre los géneros literarios y entre los individuos son una ilusión. No somos islas; se me ocurre que las mujeres, los humanos y los libros somos más bien algo así como jardines en la selva.


Santiago de Chile, 2019 (la conferencia)/ Ciudad de México 2020 (el ensayo)

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