Secretos de mi cocina: Kim Thúy en el Filba Internacional
Jiniva Irazábal
Viernes 27 de setiembre de 2024
La escritora vietnamita Kim Thúy fue una de las primeras en leer ayer en la apertura del Filba Internacional 2024 con un texto sobre sus secretos culinarios.
Por Kim Thúy. Traducción de Gabriela Adamo.
Ni bien entrás a una casa vietnamita, te bombardean con variaciones de un único saludo: ¿comiste? ¿Qué te gustaría comer? Vení, comé. Un pedacito nomás. El pollo que hice todavía está caliente. Tomá, probá mis bollos de crema.
No estamos acostumbrados a verbalizar nuestras alegrías o, menos aún, nuestros afectos. Usamos la comida como una herramienta para expresar nuestras emociones. Mis padres no dicen “te extrañamos”, sino “hicimos unas empanaditas primavera”, porque saben que adoro comerlas en cualquier momento, en cualquier lugar. O cuando estoy de viaje presentando mis libros, me cuentan que mi hijo comió tres porciones de cada cosa, como una forma de tranquilizarme. Cuando visitábamos a mi abuela en Nueva York, mi madre llenaba el baúl con los platos preferidos de su propia madre. Mi padre se reía de ella, pero sigue volando a Washington D.C. y cargando docenas de platos vietnamitas en el baúl del auto que lo llevará hasta la casa de mi tío, en un rincón remoto de Pennsylvania. Ese tío de noventa y dos años es el hermano mayor de mi padre, la persona que lo alimentó y lo alojó cuando iba a la universidad. Para mi padre es como una figura paterna y trata de expresar su gratitud a través de la mejor salchicha, el mejor guiso de carne con lemongrass, los mejores panqueques al vapor, la mejor torta de arroz y los mejores camarones disecados que puede encontrar en el mercado vietnamita.
En los campos de refugiados, en un esfuerzo por darle algún viso de normalidad a las comidas, mi madre y mis tías & y & intentaban todas las transformaciones posibles con las raciones de pescado que nos daban seis días de cada siete. Un día, mi madre pudo hacer la masa fina que se usa para los dumplings. Recuerdo con mucha claridad que estaba sentada en el piso, sosteniendo la tapa del barril que usábamos como tanque de agua. Estiraba su masa sobre esa tabla de metal oxidado, que aún conservaba una que otra mancha de la pintura amarilla original. La comida que siguió resultó casi irrelevante: nos había fascinado verla cocinar algo distinto que arroz con pescado. Fue un momento de unión, de celebración.
Hace poco alguien me pidió que describiera mi comida más memorable. Es imposible hacer una lista de todas las experiencias culinarias que tuve la suerte de disfrutar. Se destacan tanto por la armonía alrededor de la mesa como por la calidad de los alimentos producidos por chefs talentosos. ¿Cómo elegir entre todas? Hubo una noche en la que nos reímos hasta llorar encima de una gran fuente de ostras; y una comida en la que el maestro de sushi se ocupaba de que pasaran solo unos segundos entre el momento en el que colocaba el pescado sobre la bola de arroz y el que lo probábamos. Pero a la vez, ¿cómo no mencionar los pierogi hechos por la madre polaca de mi editora, o el sabor irremplazable de las almejas vientamitas, o las rodajas de una tarta de peras y pistachos que comí sentada en los escalones delante de una iglesia? ¿Cómo no mencionar la pasta fresca en un restorán con techo de vidrio en medio de un parque en Palermo? ¿Y qué decir de los insuperables sandwiches de langosta de Francis? A estas experiencias hay que sumarle las grandes recepciones a las que asistí, como las que ofrecieron el rey de Malasia y la princesa Carolina de Hanover, los primeros ministros, los ministros de gobierno, los embajadores…
Sin embargo, de todos los banquetes y platos cotidianos que probé, hay una comida en particular que está grabada en mi memoria, en mi corazón, en mi ser:
Antes de que los vasos de plástico invadieran el mundo entero, los comerciantes del sudeste asiático vendían bebidas vaciando el contenido de las botellas en bolsas transparentes repletas de hielo. Luego insertaban una pajita y cerraban la bolsa con un elástico.
Esto les permitía conservar la botella y retornarla. No sé gracias a qué milagro, en el campo de refugiados, un día cayó en nuestras manos una de esas bolsas repletas de alguna gasesoa. Eramos trece personas alrededor de la bolsa, bajo el sol rajante. Durante meses no habíamos bebido agua realmente potable, ni habíamos tenido acceso a algo frío. Las gotas de condensación brillaban como diamantes preciosos en el calor. Nos pasamos la bolsa de una mano a la otra; primero mi hermano menor, Nhon, que tenía solo seis años. Yo estaba segura de que daría una sola vuelta, teníamos todos tanta sed; y sin embargo, la hicimos durar tres. Sin tener que decir nada, todos nos contuvimos y apenas mojamos nuestros labios cada vez que nos tocaba el turno.
Junto a las miles de lecciones valiosas que aprendí de aquella experiencia, tuve la confirmación de que estaba siendo criada por una aldea, criada con toda la fortaleza y la dignidad de los miembros de esa aldea. Es gracias a ellos que me convertí en el ser humano que soy hoy.