Qué es una vida verdadera según Alain Badiou
Ser joven hoy en día: sentido y sinsentido
Martes 22 de febrero de 2022
"Me dirijo a los jóvenes a propósito de lo que la vida puede ofrecer, de las razones por las cuales debe necesariamente cambiarse el mundo, razones que, por lo mismo, implican tomar riesgos": el gran filósofo escribe, a sus 79 años, un mensaje a los jóvenes en este libro editado por Malpaso: La verdadera vida.
Por Alain Badiou. Traducción de Adriana Santoveña.
Comencemos por las realidades: tengo setenta y nueve años. Entonces, ¿por qué diablos me ocupo de escribir sobre la juventud? ¿Por qué esta preocupación adicional de hablarle a los propios jóvenes? ¿Acaso no les toca a ellos hablar de su experiencia de jóvenes? ¿Acaso vengo a ofrecer lecciones de sabiduría, como un anciano que conoce los peligros de la vida y le enseña a los jóvenes a desconfiar y a quedarse tranquilos, dejando el mundo tal como está?
Lo que busco, como espero pueda observarse, es lo contrario. Me dirijo a los jóvenes a propósito de lo que la vida puede ofrecer, de las razones por las cuales debe necesariamente cambiarse el mundo, razones que, por lo mismo, implican tomar riesgos.
Pero voy a comenzar bastante lejos, por un episodio muy conocido relacionado con la filosofía: Sócrates, el padre de todos los filósofos, fue condenado a muerte bajo el cargo de “corromper a la juventud”. La primerísima recepción oficial de la filosofía tomó la forma de una acusación muy grave: el filósofo corrompe a la juventud. Entonces, adoptando este punto de vista, diría simplemente que mi objetivo es corromper a la juventud.
¿Pero qué quiere decir “corromper”, y qué quiere decir en la mente de los jueces que condenaron a muerte a Sócrates bajo el cargo de corromper a la juventud? No puede tratarse de “corromper” en un sentido ligado al dinero. No se trata de un “escándalo” en el sentido en que hoy en día hablan los diarios: unas personas que se enriquecen utilizando su posición en tal o cual institución del Estado. Sin lugar a dudas esto no es lo que los jueces le reprochan a Sócrates. Recordemos que, por el contrario, uno de los reproches que Sócrates hacía a sus rivales, conocidos como los sofistas, era precisamente que recibían un pago. Sócrates, si se me permite decirlo, corrompía a la juventud de manera gratuita, con lecciones revolucionarias, mientras que los sofistas recibían una generosa retribución por las lecciones que ofrecían, que además eran lecciones de oportunismo. Por ende, “corromper a la juventud”, en el sentido socrático, no es para nada un asunto de dinero.
Tampoco se trata de corrupción moral, y menos aún de esas aventuras más o menos sexuales de las que también hablan los diarios. Por el contrario, en Sócrates puede verse, o en Platón cuando transmite —¿o inventa?— el punto de vista de Sócrates, una concepción particularmente sublime del amor, una concepción que no lo separa del sexo, pero que lo va desprendiendo poco a poco de él en favor de una especie de ascensión subjetiva. Desde luego, esta ascensión puede, e incluso debe, iniciarse mediante el contacto con cuerpos bellos. Pero este contacto no se reduce a la excitación sexual, pues es el punto de apoyo material de un acceso a lo que Sócrates denomina la idea de lo Bello. De tal forma, el amor es sin duda la creación de un nuevo pensamiento que brota no solo de la sexualidad, sino de lo que podría llamarse el amor sexuado-pensado. Y este amor-pensado es un componente de la construcción intelectual y espiritual de uno mismo.
Al final, la corrupción de la juventud por un filósofo no es cuestión ni de dinero, ni de placer. ¿Acaso se tratará de una corrupción por el poder? Sexo, dinero, poder… Es una especie de trilogía: la trilogía de la corrupción. Decir que Sócrates corrompe a la juventud equivaldría a decir que aprovecha la seducción de sus palabras para obtener cierto poder. El filósofo estaría utilizando a los jóvenes en pos de un poder, de una autoridad. Los jóvenes estarían sirviendo a su ambición. Desde esta perspectiva, habría corrupción de la juventud en el sentido de que se estaría integrando su ingenuidad en algo que podría llamarse, siguiendo a Nietzsche, una voluntad de poder.
Pero yo diría, una vez más: ¡por el contrario! Hay precisamente en Sócrates, visto por Platón, una denuncia muy explícita del carácter corruptor del poder. Es el poder lo que corrompe, y no la filosofía. Hay en Platón una violenta crítica a la tiranía, al deseo de poder, a la cual no hay nada que agregar, que es de cierto modo definitiva. Contiene incluso la convicción opuesta: lo que el filósofo puede aportar a la política no es en absoluto la voluntad de poder, sino el desinterés.
Así, llegamos a una concepción de la filosofía por completo ajena a la ambición, a la lucha por el poder.
Sobre este tema, me gustaría citar un pasaje de la traducción un tanto particular que hice de La República de Platón. La portada presenta la siguiente información: “Alain Badiou” (nombre del autor) y, abajo, “La República de Platón” (título del libro).1 De esta forma no se sabe quién escribió el libro. ¿Platón? ¿Badiou? ¿Tal vez Sócrates, de quien se dice nunca escribió nada? Reconozco que es un título orgulloso. Pero el resultado es, quizá, un libro con más vida, más accesible para los jóvenes actuales que una traducción estricta del texto de Platón.
Lo que voy a leerles se ubica en el momento en que Platón se plantea la siguiente pregunta: ¿cuál es exactamente la relación entre poder y filosofía, entre poder político y filosofía? Aquí uno puede darse cuenta de la importancia que el autor le otorga al desinterés en política.
Sócrates le habla a dos interlocutores, dos jóvenes, precisamente, y aquí puede notarse que seguimos en el mismo tema. En la versión original de Platón, son dos chicos, Glaucón y Adimanto. En mi versión, evidentemente más moderna, hay un chico, Glaucón, y una chica, Amaranta. En la actualidad, cuando se habla de los jóvenes, o a los jóvenes, lo menos que puede hacerse es incluir a las chicas tanto como a los chicos. He aquí el diálogo:
SÓCRATES. Si encontramos, para aquellos a los que les ha llegado el turno de asegurar una parte del poder, una vida muy superior a la que les propone ese poder, entonces tendremos la posibilidad de que exista una verdadera comunidad política. Porque solo llegarán al poder aquellos para quienes la riqueza no es el dinero, sino lo que la felicidad requiere: la verdadera vida, plena de ricos pensamientos. Si se precipita a los asuntos públicos, en cambio, gente hambrienta de ventajas personales, gente convencida de que el poder favorece siempre la existencia y la extensión de la propiedad privada, no es posible ninguna comunidad política verdadera. Esa gente se pelea con ferocidad por el poder, y esa guerra, en la que se mezclan pasiones privadas y poderío público, destruye, junto con los pretendientes a las funciones supremas, al país entero.
GLAUCÓN. ¡Repugnante espectáculo!
SÓCRATES. Pero dime, ¿conoces una vida capaz de engendrar el desprecio al poder y al Estado?
AMARANTA. ¡Desde luego! ¡La vida del verdadero filósofo, la vida de Sócrates!
SÓCRATES. (Encantado.) No exageremos nada. Demos por sentado que no tienen que llegar al poder los que están enamorados de él. En ese caso, tendríamos solo la guerra de los pretendientes. He aquí por qué es necesario que se consagren a la guardia de la comunidad política, por turno, todos los integrantes de esa inmensa masa de gente a los que no dudo en declarar filósofos: gente desinteresada, instintivamente instruida en lo que puede ser el servicio público, pero que sabe que existen muchos otros honores que los que se obtienen en la frecuentación de los despachos del Estado, y una vida sin duda preferible a la de los dirigentes políticos.
AMARANTA. (En un murmuro.) La verdadera vida.
SÓCRATES. La verdadera vida. Que jamás está ausente. O jamás por completo.2
Ahí está. La filosofía, el tema de la filosofía, es la verdadera vida. ¿Qué es una vida verdadera? Esta es la única pregunta del filósofo. Y, por ende, si es que hay corrupción de la juventud, no es para nada en nombre del dinero, de los placeres o del poder, sino para demostrar a la juventud que existe algo superior a todo eso: la verdadera vida. Algo que vale la pena, por lo que vale la pena vivir, y que deja muy atrás el dinero, los placeres y el poder.
La “verdadera vida”, recordémoslo, es una expresión de Rimbaud. He aquí a un verdadero poeta de la juventud, Rimbaud. Alguien que hace poesía a partir de su experiencia total de la vida que comienza. Es él quien, en un momento de desesperanza, escribe de manera desgarradora: “La verdadera vida está ausente”.
Lo que la filosofía nos enseña, o en todo caso trata de enseñarnos, es que si bien la verdadera vida no siempre está presente, nunca está completamente ausente. Que la verdadera vida está por lo menos un poco presente es lo que busca demostrar la filosofía. Y esta corrompe a la juventud en el sentido de que intenta demostrarle que existe una falsa vida, una vida destrozada, que es la vida pensada y practicada como una lucha feroz por el poder, por el dinero. Una vida reducida, por todos los medios, a la pura y simple satisfacción de las pulsiones inmediatas.
En el fondo, dice Sócrates, y por el momento no hago más que seguirlo, hay que luchar por conquistar la verdadera vida contra todos los prejuicios, las ideas preconcebidas, la obediencia ciega, las costumbres injustificadas, la competencia ilimitada. Fundamentalmente, corromper a los jóvenes quiere decir una sola cosa: intentar que no entren en los caminos ya trazados, que no se consagren simplemente a obedecer las costumbres de la ciudad, que puedan inventar algo, proponer otra orientación en lo que concierne a la verdadera vida.
Por último, pienso que el punto de partida es la convicción de Sócrates de que la juventud tiene dos enemigos internos. Son estos enemigos internos quienes la conminan a alejarse de la verdadera vida, a no reconocer en sí misma la posibilidad de la verdadera vida.
El primer enemigo es lo que podría llamarse la pasión por la vida inmediata, por el juego, por el placer, por el instante, por una melodía, por una aventura, por una fumada de mariguana, por un juego idiota. Todo esto existe y Sócrates no pretende negarlo. Pero cuando todo esto se acumula, cuando es llevado al extremo, cuando esta pasión organiza la vida día a día, una vida suspendida en la inmediatez del tiempo, una vida en que el futuro es invisible o, en todo caso, totalmente oscuro, entonces se alcanza una forma de nihilismo, una forma de concebir la existencia sin ningún sentido unificado. Una vida desprovista de significado y, por ende, incapaz de durar como una vida verdadera. Lo que se denomina “vida” se convierte entonces en un tiempo dividido en instantes más o menos buenos, más o menos malos, de modo que, a fin de cuentas, lo único que puede esperarse de la vida es tener la mayor cantidad posible de instantes más o menos aceptables.
Definitivamente, esta concepción disloca la idea de la vida misma, la dispersa, y por ello esta visión de la vida es también una visión de la muerte. Es una idea profunda, presentada con mucha claridad por Platón: cuando la vida queda sometida a la inmediatez temporal, se disloca a sí misma, se esparce, deja de reconocerse, deja de estar ligada a un sentido sólido. Recurriendo al lenguaje de Freud y el psicoanálisis, en torno al cual Platón suele adelantarse en varios puntos, podría decirse que esta visión de la vida ocurre cuando la pulsión de vida está secretamente habitada por la pulsión de muerte. De manera inconsciente, la muerte se apodera de la vida descomponiéndola, arrancándola de su posible significado. Este sería el primer enemigo íntimo de la juventud, que inevitablemente atraviesa por esta experiencia. La juventud debe pasar por la violenta experiencia del poder mortal de lo inmediato. El propósito de la filosofía no es negar esta experiencia viva de la muerte interna, sino superarla.
Por otro lado, la segunda amenaza interna para un joven es aparentemente lo contrario. A saber, la pasión por el éxito, la idea de convertirse en alguien rico, poderoso, con una buena posición. No ya la idea de consumirse en la vida inmediata sino, por el contrario, de hallar un buen lugar en el orden social existente. La vida se convierte entonces en una suma de ardides para encontrar una buena posición, sin importar que, con tal de lograrlo, uno deba someterse mejor que todos al orden existente. No es el régimen de la satisfacción inmediata del gozo, sino el régimen del proyecto bien construido, bien eficaz. Se comienza a estudiar desde el jardín de infancia y se continúa en los mejores colegios, elegidos con todo cuidado. Se asiste, en particular, a Henri IV, o a Louis-le-Grand, donde, por lo demás, concluí mis estudios. Y se prosigue, cuando se puede, en este camino: las grandes universidades, los consejos de administración, las altas finanzas, los poderosos medios de comunicación, los ministerios, las cámaras de comercio, empresas startup cotizadas en miles de millones en la bolsa…
En el fondo, cuando se es joven, uno está expuesto, a menudo sin saberlo claramente, a dos posibles orientaciones de la existencia, en ocasiones mezcladas y contradictorias. Estas dos tentaciones podrían resumirse así: o bien la pasión de quemar la vida, o bien la pasión de construirla. Quemarla equivale al culto nihilista de lo inmediato. Esto bien podría ser el culto de la revuelta pura, de la insurrección, de la insumisión, de la rebelión, de nuevas formas de vida colectiva resplandecientes y breves, como la ocupación de plazas públicas durante unas cuantas semanas. Pero, como podrá notarse, nada de esto tiene un efecto duradero, no hay construcción, no hay un control organizado del tiempo. Se avanza bajo el lema no future. Y si, por el contrario, la vida se orienta hacia la plenitud del futuro, el éxito, el dinero, la posición social, el oficio rentable, la familia tranquila, las vacaciones en las islas del Sur, ello da por resultado un culto conservador de los poderes existentes, pues es de acuerdo con ellos como uno va a establecer su vida en las mejores condiciones posibles.
Estas son las dos posibilidades siempre presentes en el sencillo hecho de ser joven, de tener que comenzar y, por ende, orientar la existencia propia. Quemar o construir. O ambas cosas, aunque esto no sería fácil, pues implicaría construir el fuego, y el fuego quema y relumbra, el fuego brilla, calienta e ilumina momentos de la existencia. Sin embargo, es destructor, más que constructor.
Es porque existen estas dos pasiones que hay juicios tan opuestos sobre la juventud, y no solo en la actualidad, sino desde hace mucho. Juicios muy contrapuestos que van desde la idea de que la juventud es un momento maravilloso hasta la idea de que la juventud es un momento terrible de la existencia.
Estas dos versiones siempre han estado presentes en la literatura. Sin duda hay algo que es propio de la juventud, sin importar el momento histórico, y pienso que es justamente esta lucha entre dos pasiones fundamentales: el deseo de una vida que se consume en su propia intensidad y el deseo de una vida que se construye piedra a piedra para llegar a tener una casa bien instalada en la ciudad.
Les cito algunos de estos juicios. Tomemos como ejemplo dos versos del famoso poema “Booz dormido”, parte de La leyenda de los siglos, de Hugo:
Porque cuando el hombre es joven tiene mañanas triunfales;
La luz sale de la noche como de una gran victoria; […]3
Una juventud es un triunfo, dice Hugo, al tiempo que evoca, con discreción y fuerza a la vez, las mañanas del amor, de la victoria voluptuosa.
Pero tomemos ahora el principio del libro intitulado Aden Arabia, de Paul Nizan:
Yo tenía veinte años. No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida.4
Una juventud, nos dice Nizan, no es de ningún modo lo mejor que hay en la existencia. Entonces, ¿es un triunfo la juventud, un triunfo de la vida? ¿O un momento incierto y más bien difícil por ser un momento contradictorio, un momento de desorientación?
Esta contradicción puede encontrarse con toda su fuerza en varios escritores, particularmente poetas. Constituye, por ejemplo, lo que podría ser el tema central de toda la obra de Rimbaud. Este autor es interesante porque, y lo vuelvo a decir, es el gran poeta de la juventud. Es la juventud encarnada en poesía. Ahora bien, Rimbaud sostiene ambos juicios, dice ambas cosas a la vez: la juventud es una figura maravillosa y la juventud es una figura que resulta imperativo abandonar en el pasado. Comparemos dos momentos literalmente opuestos de un poema en prosa y autobiográfico, Una temporada en el infierno.
Al inicio del poema, en su primera frase, encontramos lo siguiente:
Antes, si no recuerdo mal, mi vida era un festín en el que se abrían todos los corazones, en que todos los vinos corrían.5
Este “antes” se refiere al Rimbaud de diecisiete años visto por el Rimbaud de veinte. Se trata, pues, de una vida consumida a toda velocidad, pero que ve sus inicios bajo el signo de la fiesta, el amor y la ebriedad.
Hacia el final del texto, vuelve a decir, como si fuera un anciano recordando gravemente las hermosas jornadas desaparecidas:
Una vez tuve una juventud amable, heroica, fabulosa, como para escribirla en hojas de oro […]6
Pero el Rimbaud de este desgarrador remordimiento, este anciano nostálgico que tiene justo veinte años, se encuentra ya en la otra pasión, la de la construcción razonada, y escribe esto que es como una renuncia al poder mortal de los impulsos, del vínculo narcisista consigo mismo, de la inmoralidad constante:
Yo, yo, que me declaré mago o ángel, exento de toda moral, he vuelto al suelo, con un deber que buscar y la rugosa realidad por abrazar.7
Y al final este motivo reaparece, ligado a la renuncia a la poesía misma:
Nada de cánticos: sostener el paso conseguido. Qué noche tan dura. La sangre seca echa humo en mi rostro, y no tengo nada detrás de mí, salvo ese horrible arbusto… El combate espiritual es tan violento como las batallas entre hombres; pero la visión de la justicia es placer solo de Dios.
Sin embargo, es la víspera. Recibamos todas las energías de rigor y de ternura real. Y, con la aurora, armados de una paciencia ardiente, entraremos en las espléndidas ciudades.8
Veamos: al principio, pasión de la vida consumida, heroísmo impaciente, poesía y festín. Y al final, no más cánticos, lo cual equivale a no más poemas. Uno se convierte a la necesidad áspera del deber, de la vida bien construida. Y, a diferencia de lo que dominaba la loca juventud, lo que hace falta es paciencia, una ardiente paciencia. En tres años, Rimbaud efectúa el recorrido entero de las dos posibles orientaciones de toda juventud: el reinado absoluto de lo inmediato y sus gozos, o la áspera paciencia del deber de tener éxito. Era un poeta errante y se convertirá en un traficante colonial.
Ahora llego a una pregunta que, en realidad, les planteo a los jóvenes al menos tanto como me la planteo yo mismo: ¿en qué balanza podemos pesar lo que vale la juventud en la actualidad? Puesto que sabemos que se han pronunciado los juicios más opuestos, ¿qué diríamos hoy en día? ¿Cuál sería el resultado de pesar los dos términos de la contradicción que constituye toda juventud? ¿Hacia dónde se inclina la balanza?
Existen rasgos positivos que parecen caracterizar a la juventud contemporánea y que deberían diferenciarla de las juventudes que la han precedido. En efecto, puede sostenerse que, por varias razones, los jóvenes actuales disponen de un mayor margen de maniobra que antes, tanto para abrasar como para construir su existencia. Dicho en términos sencillos, parece que el rasgo más general de la juventud, al menos en nuestro mundo, el mundo que conocemos como Occidente, es que se trata de una juventud más libre.
Para empezar, es una juventud que ya no está sometida a una iniciación severa. Ya no se imponen ritos, a menudo difíciles, para marcar el paso de la juventud a la edad adulta. Esta iniciación existió durante siglos y constituyó una parte muy importante de la historia de la humanidad. Durante las decenas de miles de años de existencia del mamífero que es el hombre, del bípedo sin plumas, siempre hubo ritos de iniciación, pasajes particulares, organizados socialmente, entre la juventud y el mundo adulto, que podían ser marcas en el cuerpo, temibles pruebas físicas y morales, o incluso ejercicios prohibidos antes y permitidos después. Y todo esto indicaba que “joven” significaba “quien aún no ha sido iniciado”. Había una definición restrictiva, negativa de la juventud. “Ser joven” era, sobre todo, “no ser adulto aún”.
Creo que esta mentalidad, estas costumbres simbólicas subsistieron hasta hace poco. Aceptemos por un instante que si mi edad, aunque avanzada, se midiera en la escala de toda la existencia histórica del animal humano, no sería gran cosa. Entonces podría decir que mi juventud no se remonta a una época demasiado lejana. Ahora bien, todavía en mi juventud, es absolutamente evidente que existía una iniciación masculina en la figura del servicio militar. Y también había una iniciación femenina, en el matrimonio. Los chicos se hacían adultos cuando concluían su servicio militar, mientras que las chicas se hacían adultas cuando contraían nupcias. En la actualidad, estos dos últimos jirones de la iniciación ya no son más que recuerdos para los abuelos. Por lo tanto, puede decirse que la juventud se ha librado del tema de la iniciación.
El segundo rasgo que destacaría es que ahora se valora menos, infinitamente menos, la vejez. En la sociedad tradicional, los viejos son siempre los maestros, son valorados en tanto tales, naturalmente en detrimento de los jóvenes. La sabiduría está del lado de la experiencia amplia, de la edad avanzada, de la vejez. Hoy en día esta valoración ha desaparecido en beneficio de su opuesto: una valoración de la juventud. Es lo que se ha dado en llamar “jovenismo”. El jovenismo es una especie de inversión del antiguo culto a los viejos llenos de sabiduría. Esto lo digo en un plano teórico, o más bien ideológico, pues el poder aún se concentra en buena medida en manos adultas, o incluso en proceso de envejecimiento. Pero el jovenismo, en tanto ideología, en tanto tema de la publicidad comercial, impregna la sociedad, que toma a los jóvenes como modelo. Como, por lo demás, ya lo predecía Platón a propósito de las sociedades democráticas, parecería que son los viejos quienes quieren seguir siendo jóvenes a toda costa, y no los jóvenes quienes aspiran a convertirse en adultos. El jovenismo es la tendencia a aferrarse a la juventud tanto como sea posible, comenzando por la juventud del cuerpo, en lugar de asumir la sabiduría de la vejez como algo superior. De ahí el hecho de que “permanecer en forma” sea el imperativo de quienes envejecen. Jogging, tenis a diestra y siniestra, fitness, cirugía estética, todo se vale. Hay que ser joven y permanecer joven. Los ancianos corren en el bosque en mallas midiendo su tensión arterial. Además, existe un grave problema para quienes envejecen, para quienes, por mucho que hayan corrido en el bosque, deben envejecer y morir, es decir, a fin de cuentas, para todos. Pero ese es otro tema.
Quizá también existe, al menos en apariencia, una menor diferenciación interna, una diferenciación de clase —que no nos asusten las palabras— entre los propios jóvenes. Sobre este punto no hay que mirar muy atrás. En mi juventud, alrededor del 10 por ciento de una generación pasaba los exámenes de selectividad. Y ahora, en el espacio de algunas décadas, esa cifra ha alcanzado entre el 60 y el 70 por ciento. En mi juventud, un verdadero abismo escolar nos separaba de los jóvenes que no habían pasado la selectividad, o incluso de quienes no habían cursado estudios secundarios —que constituían la inmensa mayoría—, de aquellos jóvenes que interrumpían sus estudios hacia los once o doce años, en lo que se llamaba justamente el certificado de estudios, lo cual significaba que sabían leer y escribir, que sabían contar, y que por lo tanto podían convertirse en obreros cualificados en las grandes ciudades. También sabían que nuestros antepasados eran los galos y, por ende, podían morir por la patria en las trincheras de la guerra de 1914, o bien (estamos en 1954-1962, es decir apenas ayer) acorralando a los africanos o bougnoules en Argelia, en el Aurés. Este doble destino, obrero y militar, bastaba para el 90 por ciento de los jóvenes. Los demás, la élite, el 10 por ciento, seguían estudiando durante al menos siete años más, ascendiendo así por la escala del prestigio social.
Era casi —en un momento en verdad muy cercano a mi juventud— como si hubiera dos sociedades en la sociedad, y en todo caso dos juventudes. La juventud de quienes cursaban estudios largos conformaba un mundo distinto del de la juventud de quienes no estudiaban, y que constituían una aplastante mayoría.
Bien puede ser que hoy en día este abismo de clase entre dos juventudes, evidentemente menos visible, siga existiendo bajo otras formas como, sobre todo, el origen, el lugar de residencia, las costumbres, la religión, incluso ciertos hábitos como la forma de vestirse, el consumo o la concepción de lo que es la vida inmediata. Es un abismo tal vez más profundo, pero menos marcado, menos formalizado, menos aparente. Pero ese es otro problema.
A la luz de todo lo que acabo de exponer, podría sostenerse que el hecho de ser joven ya no está sometido a una marca social entre jóvenes y adultos bajo la forma de la iniciación y que, por ende, la transición entre juventud y edad adulta es más sutil. También podría reconocerse que la juventud es una pizca más homogénea en cuanto a sus ritos y costumbres, en pocas palabras, a su “cultura”. Podría afirmarse que el culto espiritual de la edad mayor se convirtió en el culto material de una juventud sin fin.
Por último, podría decirse que en la actualidad ser joven no es tan malo, es más bien una oportunidad; antes era menos bueno, era una atadura. Podría decirse que los rasgos de la juventud contemporánea son en gran medida los de una libertad nueva y que, por lo tanto, los jóvenes son afortunados de ser jóvenes, y que el infortunio es ser viejo. Las cosas han cambiado.
Pero no es tan sencillo.
En primer lugar, el hecho de que no haya una iniciación es un arma de dos filos. Por una parte, expone a los jóvenes a una especie de adolescencia infinita, y por tanto a la imposibilidad de abordar las pasiones que he mencionado, de regular estas pasiones. Y esto también implica algo que es lo mismo pero a la inversa: algo que puede llamarse una puerilización del adulto; una infantilización. Por un lado, el joven puede permanecer joven indefinidamente porque no hay una marca particular, lo cual significa en cierto modo que la edad adulta es una prolongación de la infancia de forma tanto continua como parcial. Sobre esta puerilización del adulto podría decirse que está correlacionada con el poder del mercado, pues la vida, en nuestro mundo, es en parte la posibilidad de comprar. ¿De comprar qué? Juguetes, a fin de cuentas, juguetes grandes, cosas que nos gustan y que les infunden respeto a los demás. La sociedad contemporánea nos ordena comprar estas cosas, desear ser capaces de comprar lo más posible. Ahora bien, la idea de comprar cosas, de jugar con cosas nuevas, autos nuevos, zapatos de marca, televisiones enormes, departamentos con vistas al sur, smartphones bañados en oro, vacaciones en Croacia, falsos tapices iraníes, todo ello es característico de los deseos de infancia, de la adolescencia. Cuando esto se convierte en algo que funciona en el nivel de los adultos, aunque sea solo en parte, deja de haber una barrera simbólica entre el hecho de ser joven y el hecho de ser adulto; es una especie de continuidad laxa. El adulto se convierte en la persona que tiene un poco más de medios que el joven para comprar juguetes grandes. La diferencia es más cuantitativa que cualitativa. Así pues, entre la adolescencia de los jóvenes y la sumisión general e infantilizante a las reglas del comercio, con sujetos que comparecen ante el brillo de las mercancías en el mercado mundial, tenemos como resultado una especie de errancia de la juventud. Cuando había una iniciación, la juventud estaba fija, pero ahora está errante, ya no conoce sus fronteras, sus barreras, es a la vez distinta e indistinguible de la edad adulta, y esta errancia es también algo que yo llamaría una desorientación.
¿Y qué decir del segundo argumento en favor de la juventud, a saber, el hecho de que ya no se valora la vejez? Pues bien, ello ha fortalecido considerablemente un temor a la juventud que acompaña, como su sombra, su valoración exclusiva. Este temor a la juventud, sobre todo a la juventud popular, es muy característico de nuestras sociedades. Y este temor ya no tiene ningún contrapeso. Antaño había un temor a la juventud en el sentido de que la vejez, la sabiduría transmitida de los viejos, debía contenerla, dominarla, imponerle identificaciones, barreras. Pero hoy en día hay algo mucho más inquietante, que es el temor a la errancia de la juventud. Se teme a la juventud precisamente porque no se sabe qué es, qué puede ser, porque es algo interno al propio mundo adulto y, simultáneamente, no es para nada algo interno; es otro sin ser otro. La cantidad de leyes represivas, de prácticas policiacas, de pequeñas encuestas, de procedimientos abiertamente destinados a abordar este temor a la juventud es un síntoma bastante revelador. Hay que medirlo, y los jóvenes deben medirlo. Se hallan en una sociedad que alaba a la juventud al mismo tiempo que la teme. Es cierto. Y este balance entre ambas cosas trae como resultado que nuestra sociedad no logre abordar el problema de su propia juventud. O, con mayor precisión, que muy buena parte de la juventud de nuestras grandes ciudades sea vista como un grave problema. Y cuando la sociedad ya no tiene la capacidad de ofrecer trabajo a estos jóvenes, como es el caso hoy en día, los problemas se agravan, pues tener un trabajo era un poco la última forma de iniciación: en ese momento parecía comenzar la vida adulta. Ahora, incluso eso termina por retrasarse, por diferirse. Y lo que queda es la juventud de las ciudades como una clase errante y peligrosa.
Sobre el tercer argumento, a saber, una separación cultural y escolar menor que hace cincuenta años entre la juventud burguesa y la juventud popular, no hay que perder de vista, como ya lo apunté, que han surgido otras diferenciaciones: de procedencia, de identidad, de atuendo, de residencia, de religión… Diría que el abismo se abre en el interior de una juventud aparentemente unificada. Antaño, hasta los años ochenta y en adelante, la juventud estaba dividida en dos: se separaba muy pronto a quienes estaban destinados a las funciones superiores de quienes debían ser obreros o campesinos. Había dos mundos. Ahora parecería que hay uno solo, si bien poco a poco se va asentando la idea de que, dentro de este mismo mundo, hay diferencias graves, insuperables. Las manifestaciones estudiantiles parecen por completo separadas de las brutales revueltas de los jóvenes de las ciudades. Aunque formalmente negada en el nivel escolar, la división de la juventud se ha reconstituido en la errancia y la sospecha.
Llamemos “mundo de la tradición” al mundo multimilenario donde el grupo social ejerce un estricto control autoritario sobre la juventud. Una autoridad codificada, normada, simbolizada, que ciñe muy de cerca todo lo que tiene que ver con la actividad y los escasos derechos de los chicos y, más aún, los de las chicas. Quizá podamos afirmar que las evidentes nuevas libertades de la juventud demuestran que ya no estamos en el mundo de la tradición. Sin embargo, también advertimos que esta situación plantea problemas que, en su mayoría, aún no están resueltos, ni para los jóvenes ni para los ancianos. Los primeros son errantes y generan temor, mientras que los segundos no son valorados y terminan en instituciones con el único fin de morir “en paz”.
Aquí les propongo una idea militante. Sería muy justo organizar una gran manifestación para crear una alianza entre jóvenes y viejos, dirigida contra los adultos actuales. Los más rebeldes de menos de treinta años y los más tenaces de más de sesenta contra los cuarentones y cincuentones bien establecidos. Los jóvenes dirían que están hartos de ser errantes, de estar desorientados y constantemente desprovistos de cualquier marca de su existencia positiva. También dirían que no es bueno que los adultos quieran aparentar una juventud eterna. Los viejos dirían que están hartos de pagar su falta de valoración, su salida de la imagen tradicional del viejo sabio, siendo enviados al deshuesadero, deportados a asilos medicalizados y despojados por completo de su visibilidad social. Esta manifestación mixta sería algo muy novedoso, muy importante. Durante mis numerosos viajes por el mundo, he visto no pocas conferencias, no pocas situaciones en las que el público estaba conformado por un núcleo de viejos militantes, de viejos sobrevivientes, como yo, de las grandes luchas de los años sesenta y setenta, y luego por una masa de jóvenes que iban a ver si el filósofo tenía algo que decirles sobre la orientación de su existencia y la posibilidad de una vida verdadera. Así pues, he visto, en todo el mundo, el esbozo de la alianza que menciono. Parece que en la actualidad la juventud debe saltar, como en el salto al burro, por encima de la edad dominante, esa que va en promedio de los treinta y cinco a los sesenta y cinco años, para constituir con el pequeño núcleo de viejos rebeldes, de los no resignados, la alianza de los jóvenes desorientados con los viejos inquietos de la existencia. Juntos, impondríamos la apertura del camino de la vida verdadera.
Mientras esperamos esta gloriosa manifestación, me parece que los jóvenes están en el umbral de un nuevo mundo, un mundo que ya no será el mundo multimilenario de la tradición. No todas las generaciones están en este umbral; es una situación particular de los jóvenes a quienes me dirijo aquí en especial.
Estamos en medio de una crisis de las sociedades que está sacudiendo y destruyendo los últimos restos de la tradición. Y, en realidad, no conocemos el aspecto positivo de esta destrucción, de esta negación. Sabemos, indiscutiblemente, que abre las puertas a una libertad. Pero esta libertad es, ante todo, la ausencia de algunas prohibiciones. Es una libertad negativa, consumista y consagrada a la variabilidad constante de los productos, las modas y las opiniones. No establece ninguna orientación hacia una idea nueva de la verdadera vida. Y al mismo tiempo crea, del lado de los jóvenes, una errancia, un temor que no sabemos cómo resolverá la sociedad, pues solo tiene como contraparte la falsa vida de la competencia y el éxito. Definir lo que podría ser una libertad creadora, afirmativa, esa será la labor del nuevo mundo por venir.
En realidad, el tema que todos debemos abordar es el siguiente: la modernidad es la salida de la tradición. Es el fin del viejo mundo de las castas, de las noblezas, de los monarcas hereditarios, de la obligación religiosa, de las iniciaciones de la juventud, de la sumisión de las mujeres, de la separación rígida, formalizada, oficial, simbólicamente tan poderosa, entre el muy pequeño núcleo de los poderosos y la masa campesina, obrera, nómada, despreciada y trabajadora. Nada podrá detener este movimiento incontenible, iniciado sin duda en Occidente desde el Renacimiento, consolidado en el nivel ideológico por la Ilustración en el siglo XVIII, materializado desde entonces por el auge inusitado de las técnicas de producción y el perfeccionamiento incesante de los medios de cálculo, de circulación, de comunicación, y sometido, desde el siglo XIX, a la lucha política entre el capitalismo en vías de mundialización y la idea colectivista y comunista en sus experimentos, sus terribles fracasos y sus tenaces reconstrucciones. Una lucha que atañía, y aún atañe, precisamente a la forma y las consecuencias de la modernidad, vista como salida de la tradición.