Qué enseñamos cuando enseñamos ficción
Foto: Alejandro Meter
Viernes 13 de setiembre de 2024
Betina González vuelve al ensayo en Gog & Magog con Cómo convertirse en nadie, y nos asomamos a uno de sus ensayos.
Por Betina González.
Cuando volví a Buenos Aires después de estudiar en los Estados Unidos, la pregunta que más me hacían en las entrevistas era si era posible enseñar a escribir ficción. Esto ocurría más o menos en 2012. Por entonces, Argentina no tenía ningún programa de escritura creativa en sus universidades. Yo me había graduado de una maestría en escritura en Texas y eso generaba sospechas. Era obvio que los periodistas que formulaban esa pregunta ya la habían contestado: no, no se podía enseñar a escribir. Detrás de esa negativa, estaba el miedo a la “profesionalización” de la literatura y la certeza de que institucionalizar un proceso que tanto tiene de inexplicable para los propios autores era una especie de traición al arte literario.
Vista a la distancia, la pregunta revela algo más interesante que esos prejuicios: la oposición entre dos tradiciones. Por un lado, la estadounidense, donde la enseñanza de la escritura creativa siempre figuró en los programas de las universidades, por el otro, la argentina, donde hasta ese momento, había quedado en manos de los escritores, que compartían sus saberes sobre el oficio en sus talleres particulares. Qué misterioso me parecía ese mundo durante mi adolescencia. Ir al taller de un escritor como Abelardo Castillo, ¿cómo se lograba? Había mitos sobre entrevistas que había que superar y confesiones sobre libros favoritos que determinaban si serías elegida para formar parte de esa élite. Viviendo en el conurbano y en un entorno donde el deseo de escritura era una especie de chiste interno familiar, jamás se me había ocurrido que ese mundo podía ser para mí, así que hasta los treinta años, el único taller literario en el que había participado era uno que se ofrecía en la Municipalidad de San Martín durante mi adolescencia. Tuve suerte. En esa época, estaba a cargo de una profesora increíble, Mabel Garabelli, mi maestra en muchos sentidos, no solo en la lectura y la escritura. La conocí a los dieciséis años y me enseñó mucho más que a escribir: me enseñó a creer, a proteger mis mundos fabulosos de las miradas ajenas, a sostenerlos primero en mi ensoñación. Pero incluso ella, a la que los formulismos y las teorías le importaban poco, cuando traías un texto en el que no pasaba nada, por más ritmo que tuviera, te preguntaba: “Pero, y la peripecia, ¿dónde está?” Porque antes que nada, Mabel era una gran lectora y todos los lectores sabemos que en un cuento “algo le pasa a alguien”.
Que algo le pase a alguien parece un buen punto de partida para lanzarse a escribir y una buena razón para leer: querer saber, dejarse llevar por la pendiente de la curiosidad. Sin embargo, siempre me encuentro con alumnos que consideran una ingenuidad o un motivo de burla esa demanda modesta que ocurre en el momento de la lectura. A mí me sigue pareciendo legítima. Muestra, entre otras cosas, por qué los lectores no confundimos un cuento con un poema, un sermón, un retrato, una anécdota u otro texto breve. Además, esa demanda tiene una cualidad importante: la urgencia, expresada en el tiempo presente y el verbo “pasar”. Si algo le pasa a alguien, es necesario que lo contemos, y, por lo tanto, esa urgencia se trasladará a quien lo lea. Urgencia y necesidad, sustantivos que el cuento encarna en situaciones concretas cada vez. A esto se refiere Julio Cortázar cuando dice que un cuento son los quince minutos en la vida de un personaje antes de que todo cambie. O, lo que es lo mismo, que un cuento es “una máquina infalible destinada a cumplir su misión narrativa con la máxima economía de medios; precisamente, la diferencia entre el cuento y lo que los franceses llaman nouvelle y los anglosajones long short story se basa en esa implacable carrera contra el reloj que es un cuento plenamente logrado”.
Quizás después de tantas décadas de repetir esta idea de “máquina infalible” o mecanismo de relojería —metáforas muy precisas y hasta hermosas para hablar del cuento— empezó a darse un equívoco: la creencia de que al desmontar ese reloj seremos capaces de comprender de una vez y para siempre su funcionamiento, que seremos, sobre todo, capaces de copiar un cierto mecanismo y “aplicarlo” (verbo horripilante si los hay para todo aquello que refiera a un arte). He visto muchas veces cómo alguien con esta creencia se queda con el reloj en la mano sin saber cómo volver a armarlo. Analizar la estructura de un relato no es suficiente, ni mucho menos necesario, para escribir uno; tampoco es un método atinado para enseñar el secreto de la forma. Es que los escritores escribimos sin pensar en los géneros. Ya es una alegría y una suerte poder estar escribiendo, subirnos a esa ola de ritmo y emoción que nos excede, como para detenernos a pensar en qué es lo que estamos haciendo: equivaldría a matar al pájaro justo cuando empieza a levantar vuelo.
Una tarde en la que Borges habló sobre sus cuentos, en especial sobre “El Zahir”, advirtió: “Uso la palabra «cuento» entre comillas, ya que no sé si lo es o qué es, pero, en fin, el tema de los géneros es lo de menos. Croce creía que no hay géneros; yo creo que sí, que los hay en el sentido de que hay una expectativa en el lector”. Un poco antes había dicho que, a diferencia de Poe, él estaba convencido de que el acto de creación literaria no era una operación intelectual. Llama la atención este detalle en uno de los escritores argentinos que más ha sido tildado de frío o cerebral. Habría que terminar de una vez con esa tradición filosófica que divide razón y emoción, al menos para pensar la creación artística no nos sirve y sin duda genera mucha tristeza en nuestras vidas cotidianas. “No hay pensamiento sin emoción” dice Anne Dufourmantelle y esto es sobre todo cierto para la experiencia artística. Para mí no hay escritor más apasionado que Borges, que sabía bien que la lectura y la escritura se hermanan en su prescindencia del yo. Ahora, si ese acto no es puramente “intelectual”, ¿cómo podemos enseñarlo a otros? Es que se enseña, sobre todo, con la pasión, así como se escribe con ella. Toda creación es un acto oscuro, en el que el miedo, la felicidad y una serie de emociones en torbellino acompañan al “intelecto” en su inmersión en la materia significante. Voy llegando, entonces, a una primera conclusión, para la cual tuve que ejercer la enseñanza durante casi dos décadas: que una parte del proceso creativo se pueda compartir con otros, que una parte pequeña se pueda enseñar (en su sentido más primordial, de “mostrar”) no quiere decir que se reduzca a ella. Hay cuentos inspirados y cuentos que no. Los lectores lo sabemos: son los que nos capturan como si nos arrancaran de la silla en la que estamos leyendo. Los escritores también lo sabemos, sobre todo cuando tropezamos con un relato que no encuentra su forma. Es tan diferente la experiencia cuando el texto “se escribe solo” que querríamos descartar todo aquel en el que nos vemos desde afuera luchando con las palabras. Y quizás haríamos bien.
Para mí, las mejores teorías del cuento siempre fueron aquellas que escribieron los propios escritores, quienes son los primeros en declarar su perplejidad ante la forma: a veces la encontramos con sencillez y sin tropiezos al llegar al final de eso que empezó como una ensoñación, y a veces nos estrellamos con su ausencia. Cada texto trae su propia semilla, postula sus propios desafíos, crea su propio lenguaje. De otro modo, escribir ficción sería un acto mecánico, una tarea para la que bastaría repetir una receta, lo opuesto de un arte. Como bien apuntó Kafka en ese pasaje de su diario que Piglia cita al comienzo de sus “Nuevas tesis sobre el cuento”: “En el primer momento, el comienzo de todo cuento es ridículo. Parece imposible que ese nuevo, e inútilmente sensible cuerpo, como mutilado y sin forma, pueda mantenerse vivo. Cada vez que comienza, uno olvida que el cuento, si su existencia está justificada, lleva en sí ya su forma perfecta y que sólo hay que esperar a que se vislumbre alguna vez en ese comienzo indeciso, su invisible pero tal vez inevitable final”.
Para mí, la clave de esta reflexión es la frase “si su existencia está justificada”. Es la urgencia de la que hablaba Cortázar, es el nudo emocional del que nace la escritura verdaderamente viva y no una “técnica”.