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Para una apología del default

Por Simone Weil

"La noción de contrato entre el Estado y los particulares es absurda en una época como la nuestra", escribe Simone Weil en El poder de las palabras (Godot).

Por Simone Weil. Traducción de Aníbal Díaz Gallinal.

 

 

 

 

La palabra “bancarrota” es una de esas palabras molestas, que suenan mal, como “adulterio” o “fraude”. Cuando se la pronuncia a propósito de las finanzas del propio país, se habla con gusto de “bancarrota humillante”. Se pueden buscar excusas para una bancarrota, se pueden encontrar razones para atenuar tal o cual responsabilidad. Pero nadie piensa que la bancarrota no proceda, de algún modo, de un pecado; nadie piensa que pueda llegar a constituir un fenómeno normal. Ya Céfalo el viejo, que había llevado una vida irreprochable, para explicárselo a Sócrates, le decía: “No engañé a nadie y pagué mis deudas”. Sócrates, que era un espíritu mordaz, dudaba de que esa fuera una definición suficiente de justicia. El francés medio —lo somos todos la mayor parte del tiempo— aplica el criterio de Céfalo voluntariamente al Estado, al menos en su segunda parte; pues en cuanto a la primera, nadie pide a un gobierno que no mienta. 

Proudhon, en esa brillante obra de juventud titulada ¿Qué es la propiedad?, prueba con un razonamiento sencillo y evidente que el ideal del buen Céfalo era absurdo. La idea fundamental de Proudhon en esa obra tan desconocida es que la propiedad privada no es mala ni injusta, sino imposible. Entiende por propiedad, no el hecho de poseer un bien cualquiera, sino el derecho bastante más importante de prestarlo a interés, bajo cualquier forma que, por otra parte, esta pueda tomar: alquiler, arrendamiento, renta, dividendos.

La demostración de Proudhon descansa sobre una ley matemática muy clara. El rendimiento del capital implica una progresión geométrica. El capital solo produciría un interés del 1%. No obstante, si se acrecienta siguiendo una progresión geométrica, lo hace a razón de 1+1/100. Toda progresión geométrica engendra números astronómicos con una rapidez que supera la imaginación. Un simple cálculo muestra que un capital que solo diera un interés insignificante del 1%, se duplica en un siglo, se multiplica por siete en dos siglos; y con un modesto interés del 3% se centuplica en el mismo espacio de tiempo. Por lo tanto, es matemáticamente imposible que todos los hombres de un país sean virtuosos durante dos siglos, como Céfalo; pues aunque una porción relativamente pequeña de bienes muebles e inmuebles se alquile o se ponga a interés, es matemáticamente imposible que el valor de esta porción se centuplique en algunas generaciones. Si para el orden social es necesario que la gente pague sus deudas, es más necesario aún que la gente no pague sus deudas.

Desde que existe el dinero y el préstamo a interés, la humanidad oscila entre esas dos necesidades contradictorias, siempre con una inconciencia digna de admiración. Si nos entretuviéramos retomando la historia conocida para presentarla como historia de las deudas pagadas e impagadas, podríamos llegar a dar cuenta de buena parte de los grandes acontecimientos del pasado. Todos saben, por ejemplo, que la reforma de Solón en Atenas, la creación de los tribunos en Roma, son resultado de disturbios suscitados por un endeudamiento excesivo de la población. El endeudamiento del Estado ha constituido siempre un fenómeno no menos fecundo en consecuencias. Ya se trate de la gente o del Estado, el único remedio que hubo siempre contra el endeudamiento fue eximir —abierta o simuladamente— del pago de las deudas.

 

[Sabemos construir mecanismos que vuelven] al estado inicial cuando se rebasa un determinado límite, pero no sabemos construir tales mecanismos para organizar de modo automático la máquina social. En vez de eso tenemos los sufrimientos, la sangre y las lágrimas de los hombres.

Hoy podemos librarnos a amargas meditaciones sobre el fenómeno del endeudamiento. Debido a la guerra, el Estado francés se ha visto comprometido hasta el cuello en este engranaje matemático del cual el país parece que no puede salir. Se ha vertido sangre gratuitamente y pronto lo olvidamos. Pero las familias que han dado sus hijos han puesto su dinero, y ese préstamo de hace más de veinte años nos estrangula cada día más. Decía Maquiavelo que los hombres olvidan más fácilmente la muerte de sus padres que la pérdida de su patrimonio. Ciertamente tenía razón, sin embargo, esa fórmula tan precisa hoy sería más impactante si en vez de padre dijera hijo. Todavía no ha habido ningún gobierno que se atreva a anunciar que considera perimidas las cargas financieras heredadas de la guerra. Un día llegará ese momento, a pesar de todas las dificultades de dicha operación, pues es imposible que tales cargas sigan engrosando una bola de nieve durante mucho más tiempo. Es tanto más imposible cuanto las cargas procedentes de una guerra eventual forman otra bola de nieve no menos temible. Pues también hoy, los mismos que sin dudarlo donarían su sangre y la de los suyos sin exigir nada a cambio, necesitan un cuatro por ciento y una garantía de cambio para colaborar en la defensa nacional.

La noción de contrato entre el Estado y los particulares es absurda en una época como la nuestra.

 

 

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