Pandemia y futuro
Por Mariana Dimópulos
Miércoles 09 de diciembre de 2020
"Estamos y no estamos ante lo nuevo. ¿Qué hacer?", se pregunta la autora de Quemar el cielo. Compartimos otra de las perlas que nos dejó el Filba 2020.
Por Mariana Dimópulos.
Todo, tanto ha cambiado. Lo vemos cada día al salir a la calle, o más bien, al no poder salir. Nuestro presente es un desafío y nos impone la pregunta por el futuro, una pregunta que siempre nos acompaña, puesto que somos mujeres y hombres de la modernidad. Antes eso no era así: antes el horizonte del futuro era igual para todos, el de la repetición, y lo que dividía las aguas era el destino en el otro mundo, entre los condenados y los salvados.
Algo de eso, y de esos miedos, se conserva en nuestros pensamientos sobre lo que vendrá. Lo hemos heredado de nuestros ancestros, los creyentes. Pero esta vez, el presente nos impone la pregunta por el futuro de una forma drástica. Pues el cambio ya está entre nosotros, y no es para bien. Hay muy pocos ganadores en esta situación novedosa. Y ni siquiera este cambio es tan absoluto, porque hubo otras pandemias en la historia de nuestro mundo humano. Estamos y no estamos ante lo nuevo. ¿Qué hacer?
Hay que pensar al menos de otra manera: no es el cambio lo raro, sino lo constante. Las leyes que describen el planeta y el universo no son estables, y tampoco el mundo y el universo lo son. Hay más bien etapas de estabilidad. Por eso es posible que tantos anhelen regresar al pasado, precisamente porque esto no es posible. Ahora bien, esto que ya ha cambiado, ¿qué pide de nosotros? Un trabajo. Y este trabajo puede ser el del regreso a lo conocido (que será arduo) o el trabajo de consagración de lo nuevo. Así se conocen las crisis de la historia. La tentación de hacer pronósticos es tan grande como la tentación de caer en la melancolía.
El problema del cambio es, para nosotros, el problema de la revolución. Al menos desde el siglo XVIII, Occidente (se) piensa como “racional”, “libertario” y amigo de lo nuevo – su forma más inmediata es la técnica, el desarrollo, la forma del progreso. Pero los cambios profundos son concebidos como cambios “revolucionarios”. Desde que inventamos el progreso, entendemos el mundo en transformación progresiva, y sin embargo hay enormes fuerzas de la conservación que también nos empujan, y no siempre hacia lo bueno. “Queremos” nuestro pasado, en parte es un acto de supervivencia, un acto cognitivo. Los seres humanos nos organizamos sobre la información y los saberes adquiridos. Si todo cambiara todo el tiempo, sería imposible orientarnos en este mundo. ¿Pero cuánto cambio? ¿Qué ganaré y qué perderé? Enfrentarse con lo abierto (como lo llamó una cierta filosofía del siglo XX) es un desafío a la costumbre humana, también en su costado nefasto. Pero hemos dicho que el cambio puede ser para peor.
Podemos decir por ahora: Cambiarán: el modo de comunicarnos, de encontrarnos y de asociarnos. También el modo de producción de ciertos bienes y del esparcimiento.
No cambiarán necesariamente: las desigualdades, las injusticias, la precariedad, si no hacemos nada para que esto ocurra.
Estos cambios afectan desde lo más pequeño (un individuo) hasta la organización misma del mundo. Y eso da vértigo. Mientras, muchos, muchísimos luchan por la supervivencia y sólo atinan a desear volver a la forma del mundo que habían conocido, cuyas reglas, aunque crueles y hasta asesinas, al menos les habían permitido sobrevivir hasta hoy.
Decimos entonces: Lo grande y lo pequeño, la individualidad y lo colectivo. Si por un lado nos sentimos aislados, por otro lado vemos que la vida, la que viene con mayúscula, es con y gracias a los otros. El mundo entero y el corazón –y el estómago- del último de los hombres en el último rincón del planeta dependen de esta verdad. Y esto da vértigo. Ante todo porque no hay lugar correcto donde establecerse. Carecemos del punto de Arquímedes que nos dé la objetividad necesaria. No es posible no estar equivocado. Caminamos por la cornisa de la contradicción.
¿Qué trabajo, entonces? Digo hoy: Pensar y hacer.
Muchas preguntas que, para la forma discursiva liberal-corriente, la que nos es administrada cada día en abundantes cantidades para que el mundo tal como lo conocemos funcione, se responden con respuestas “morales” y “naturales” , diciendo por ejemplo: siempre fue así, es propio del ser humano. Esto es una trampa. Sabemos que somos el resultado de un proceso temporal que dialoga con una genética y con las condiciones de la naturaleza que nos rodea, pero ante todo somos un colectivo histórico en sus relaciones. Vale la pena pensar la cantidad de cosas que, sentados solos en una isla, carecerían completamente de sentido. Si digo “el dinero” es porque resulta lo más fácil, pero no lo único. Siempre se hace para el otro cuando hacemos para nosotros mismos. Estamos en una red y somos una red, las dos cosas. Si un médico nos atiende en un hospital es porque le pagan por ello. ¿Qué pasaría si renunciase de todas formas, si abandonara el juramento hipocrático? Estamos en una red y formamos una red.
Esa red cobra una forma bien palpable en el Estado, con su costado positivo y en su costado restrictivo –por eso tantas voces se han alzado mentando las libertades, desde los isleños del yo, los Robinson, tanto como de los denunciadores de la biopolítica. Condenamos lo global con su ilusión de igualdad, pero hemos cantado loas al internacionalismo. Lo que nos conecta es al mismo tiempo lo que nos vigila, pensemos en la lógica de Internet. La naturaleza que admiramos al viajar es la misma que destruimos al llegar hasta su última hoja verde. No comemos más que a costa de los otros. La suspensión del consumismo compensatorio nos hace creer que terminará el mundo del capital, pero otras cosas hemos aprendido a consumir en estos tiempos de pandemia. Se cultiva el cálculo y se vive del misticismo.
Una vez más la certeza: No hay lugar donde pararse y estar en lo correcto. Si se dice la vida, se la acusa de ser una mera vida corporal; si se dice el espíritu, se recubre con bellezas morales e interiores lo que es pura materia, nuestro yo con los otros, en los cuerpos y en las voluntades.
¿Pero tanto ha cambiado todo que hasta ni siquiera se puede hablar?
Hay que ir hasta el fondo de las palabras. Si decimos libertad, mirarla con lupa. Si decimos verdad, revisar bajo el ruedo de su vestido. Si decimos cambio, entender las fuerzas que lo dominan. Una y otra vez.
Esa la cornisa. Ojalá se encendiera la chispa del trabajo del cambio con mayúscula. Hay que pensar con la chispa y hurgar en la palabra. Hay que perder el miedo y al mismo tiempo abrazarlo. Pero ese fuego es arduo, y hace falta coraje y desesperación para caminar sobre sus llamas.