No se nace Beauvoir, se llega a serlo
Por Cristina Sánchez Muñoz
Viernes 06 de diciembre de 2019
"Tres son los acontecimientos que marcan un punto de inflexión en el devenir de Simone desde su nacimiento hasta 1929, cuando ya es una joven profesora de filosofía: la situación económica de su familia; su amistad con Zaza, su compañera de colegio, y su encuentro con Sartre", escribe Sánchez Muñoz en el libro que Shackleton Books acaba de distribuir en Argentina. Un extracto imperdible.
Por Cristina Sánchez Muñoz.
Acepto la gran aventura de ser yo.
Simone de Beauvoir, Cuadernos de juventud (1926-1930)
Simone Lucie Ernestine Marie Bertrand de Beauvoir, más conocida como Simone de Beauvoir, nace el 9 de enero de 1908, en París, en el seno de una familia de la burguesía. Su destino, como el de la mayoría de las mujeres de su clase social, estaba marcado desde su nacimiento: casarse con un hombre de su misma condición social, con el que formaría uno de tantos matrimonios burgueses con hijos, donde la esposa desempeñaba el papel de «ángel del hogar». Sin embargo, el azar, como consecuencia de la caída en desgracia económica de la familia, así como su propia y tozuda determinación de trazarse un camino alejado de las reglas sociales convencionales, harían de Simone, finalmente, un icono en el que se reconocerían mujeres del mundo entero en sus anhelos de emancipación de los roles culturales tradicionales asignados a estas.
La senda que siguió Simone de Beauvoir hasta convertirse en un personaje público —en realidad, uno de los personajes más emblemáticos de la intelectualidad francesa— la llevó a activar un proceso sorprendente de creación: nos encontramos frente a una mujer que se construye a sí misma, que desde su adolescencia intenta crecer y definirse como un ser humano autónomo y libre. Como veremos, su manera de ser y estar en el mundo se encuentra profundamente ligada a la filosofía existencialista, en la que conceptos como «proyecto», «trascendencia» o «libertad» marcan la vida de los individuos. Podemos decir que Beauvoir, como existencialista, se plantea ser dueña de su propia vida, lo que supone también asumir la responsabilidad de las decisiones que tomará: «ser» es en la medida en que se elige ser. El camino hasta devenir Beauvoir pasará por resistencias y oposiciones conscientes a formas de vida establecidas —especialmente para las mujeres—, pero sobre todo refleja una voluntad tenaz de hacerse a sí misma y seguir un proyecto trazado por ella como individuo. Tal y como queda reflejado en sus memorias, «ser escritora» era su proyecto. «Escribir era la gran preocupación de mi vida», dirá Simone de Beauvoir, y será su instrumento para mostrarse al mundo.
Disponemos de muchos materiales que nos permiten conocer casi día a día la vida de Beauvoir y de aquellos que la acompañaron; principalmente por su inmensa e inagotable obra autobiográfica, que refleja su propósito de presentación ante el mundo, de explicar quién era: «Cuando empecé a hablar de mí me lancé a una aventura imprudente: una empieza y ya no termina». Pero ese camino de relatarse a sí misma, Beauvoir lo emprende tardíamente, a los cincuenta años.
Inicia entonces una ingente tarea memorialística: Memorias de una joven formal (1960), La plenitud de la vida (1960), La fuerza de las cosas (1963) y Final de cuentas (1972) componen ese vasto panorama autobiográfico que es también el reflejo de toda una época. Pero si queremos completar ese enorme fresco autobiográfico, tendríamos que añadir también obras como Diario de juventud (1926-1930) (2008), Diario de guerra (1990) o La ceremonia del adiós (1981). Igualmente, su vasta correspondencia —que incluye cartas a y de Jean-Paul Sartre, Nelson Algren y Jacques-Laurent Bost, sus amores más relevantes— se unirá al extenso conocimiento que podemos tener no ya solo de Beauvoir como personaje, sino también de la historia intelectual francesa del siglo xx.
La joven que quería ser escritora
Tres son los acontecimientos que marcan un punto de inflexión en el devenir de Simone desde su nacimiento hasta 1929, cuando ya es una joven profesora de filosofía: la situación económica de su familia; su amistad con Zaza, su compañera de colegio, y su encuentro con Sartre. Su familia provenía del alto funcionariado de la Administración pública francesa: inspectores de Hacienda, jefes de servicio del Ayuntamiento de París... Representaban esa nueva aristocracia de la burguesía del dinero y de la organización estatal que había sustituido a la vieja aristocracia, y que traían también consigo nuevos valores, como la racionalidad instrumental, la eficiencia o el cumplimiento del deber.
En concordancia con esos valores, George, el padre de Simone, estudió Derecho y se afianzó como abogado, a pesar de que su gran pasión fuese el teatro, al que le hubiese gustado dedicarse, algo a todas luces impensable en aquel ambiente. Por parte de su madre, Françoise, la familia descendía de banqueros instalados en Verdún. El abuelo materno de Simone, Gustave Brasseur, fundó el Banco de la Meuse y era un hombre poderoso económica y socialmente.
El matrimonio de los padres de Simone fue acordado entre las dos familias, como era habitual, con el objetivo de proporcionar a ambas un beneficio social y económico mutuo: los Beauvoir aportaban una antigua y respetable genealogía burguesa y un joven marido con un futuro prometedor, y los Brasseur ofrecían una posición económica más elevada y una importante dote para su hija. El joven matrimonio comenzó su vida de casados bajo los mejores auspicios, en un elegante piso del Boulevard Raspail, donde nacería Simone, en 1908. Sin embargo, esa felicidad burguesa duraría poco. El abuelo banquero perdió todo su dinero y el de sus inversores, y entró en bancarrota; en 1909 los tribunales ordenaron la liquidación de todo el patrimonio de los Brasseur para pagar sus deudas. Gustave Brasseur fue encarcelado durante trece meses por fraude. El escándalo cayó sobre la familia sin remedio, y les obligó no solo a cambiar de hábitos de vida, sino también a reformular sus valores y objetivos vitales. A ello se sumó, años más tarde, la rotunda debacle económica de la familia tras la Primera Guerra Mundial, provocada por la pérdida del dinero invertido en acciones. En 1919, en consonancia con la nueva situación, la familia al completo, ya con Simone y su hermana, se traslada a un piso más pequeño, sin baño, sin calefacción y sin las comodidades a las que estaban acostumbrados. Pero este súbito desclasamiento procuró inesperadamente un futuro distinto a las hermanas Beauvoir.
Simone y su hermana Hélène —dos años y medio menor que ella— serían educadas entonces para poder afrontar su propio destino: no disfrutarían de un respaldo económico, como correspondería a jóvenes de su clase social y su educación; tendrían que ganarse su propio sustento. «Ustedes, hijas mías, no se casarán, no tienen dote, tendrán que trabajar», repetía el padre pesaroso y sintiéndose culpable, sin intuir que era precisamente esa perspectiva de un futuro sin matrimonio lo que anhelaba Simone. «En nuestro futuro porvenir dedicado al trabajo —recuerda Simone— nuestro padre veía su propia decadencia. Se recriminaba contra el destino injusto que lo condenaba a tener unas hijas que quedarían situadas al margen de la sociedad, al no poder realizar un buen matrimonio.» Pero eran precisamente esos caminos inesperados que apartaban a las mujeres de sus «caminos naturales» los que les iban a permitir alcanzar su autonomía. El futuro de la joven Simone se despejaba por fin, aunque, según ella misma sostenía, «traicionaría a mi clase y renegaría de mi sexo»; demasiadas traiciones sin duda para el entorno burgués del que provenía. Y si debía aprender un oficio para ganarse la vida, tendría que estar relacionado con la escritura o con ser profesora, un trabajo respetable para las mujeres con un nivel educativo como el suyo. Eligió escribir a una edad muy temprana, hacia los quince años. A la típica pregunta: «¿Qué quiere hacer usted en la vida de mayor?», ella no contestaba como la mayoría de las jóvenes de su edad y entorno: «Ser madre de familia y tener un marido que me cuide»; por el contrario, su respuesta era: «Ser una autora célebre». Codiciaba ese porvenir excluyendo a cualquier otro. Toda la educación que había recibido en casa iba en ese sentido y, como ella misma señala, se dirigía a «afianzar en ella y su hermana la idea de que la virtud y la cultura contaban más que la fortuna».
El padre y la madre representaban los valores contra los que, pocos años después, Simone se rebelaría. En su casa se leía tanto a Victor Hugo como a Joseph Arthur de Gobineau (filósofo que sostenía la supremacía de la raza aria). El papel reservado a su madre era el que había determinado el pater familias, que a menudo afirmaba, como recuerda Simone: «La mujer es lo que su marido hace de ella, es él quien debe formarla». La situación familiar que ella observaba no dejaba de ser también la del choque de dos maneras de entender el mundo, presentes en la Francia del momento: la laicidad y el catolicismo. «El individualismo de mi padre y su ética profana contrastaban con la severa moral tradicional que me enseñaba mi madre. Ese desequilibrio, que me creaba un conflicto, explica en gran parte que me haya vuelto una intelectual.» Su educación constaba de lecturas como los clásicos franceses, las lecturas moralizantes para la infancia de Madame de Segur o de la escritora Colette. Se entregaba sin descanso a leer los libros que le procuraban sus padres o los que sacaba de las bibliotecas; «mientras hubiera libros, la felicidad estaba garantizada», escribiría Simone.
Su infancia fue feliz, como ella misma manifestó: «Alrededor de la edad de la razón —los ocho años— me veo como una niñita formal, dichosa y pasablemente arrogante». Desde muy joven, además de los estudios, la lectura era lo más importante de su vida. «Tienes la inteligencia de un hombre», solía decirle su padre. Con cinco años entró en un colegio privado católico, el Cours Désir, donde estudiaban las niñas de la burguesía. A los diez años conoció a una alumna de su mismo curso, Elizabeth Mabille, a la que llamaban Zaza. El deslumbramiento que esta causó en la joven Simone fue enorme: Zaza era todo lo que ella anhelaba ser, sin atreverse: tenía soltura, era vivaz e independiente y, como Beauvoir, amaba también los libros y el estudio; «No concebía nada mejor en el mundo que ser yo misma y querer a Zaza», escribió. Gran parte de su libro autobiográfico Memorias de una joven formal está dedicado a narrar sus sentimientos de admiración por Zaza; fue esta una de las personas más importantes de su juventud. Zaza, sin embargo, tuvo un destino trágico: en conflicto constante con la férrea moral católica de su madre, mantuvo un amor no correspondido, y finalmente murió a los veinte años de unas fiebres repentinas. Para Beauvoir, esta muerte fue inexplicable y representó el triunfo de los valores burgueses que impidieron a su amiga disfrutar de su libertad. La figura de Zaza aparece reflejada, como ocurre también con otras personas importantes de su vida, en las novelas de Beauvoir, así como en algunos de los relatos que componen Cuando predomina lo espiritual, libro escrito pocos años después de la muerte de Zaza pero publicado tardíamente, en 1979, y en Las bellas imágenes (1966).
En 1924, Simone de Beauvoir se gradúa en el Cours Désir, con dieciséis años, y prepara el examen de ingreso a la universidad. ¿Qué carrera elegir? Su padre quería para ella la seguridad económica que le daría trabajar en la Administración pública. Bibliotecaria parecía ser una buena opción en ese sentido, pero, según confesó ella misma, «la idea de aprender sánscrito me espantó, la erudición no me tentaba». La filosofía aparecía en el horizonte como la opción que realmente quería Simone y que, al mismo tiempo, podía contentar las aspiraciones de seguridad de los padres, al habilitarla para trabajar como profesora posteriormente. Su interés por la filosofía correspondía a su interés por aprehender el sentido del mundo que la rodeaba:
Lo que sobre todo me atrajo de la filosofía fue que suponía que iba derecha a lo esencial. Nunca me habían gustado los detalles, veía el sentido global de las cosas más que sus singularidades y prefería comprender a ver; yo siempre había deseado conocerlo todo; la filosofía me permitiría alcanzar ese deseo, pues apuntaba a la totalidad de lo real […] Ciencias, literatura, todas las otras disciplinas me parecieron parientes pobres.
Las mujeres que tenían un diploma o un doctorado de filosofía se contaban con los dedos de las manos; «yo quería ser una de esas precursoras», diría Simone. Eligió el programa de estudio que comprendía literatura, matemáticas generales, latín y griego, además de la filosofía. Bergson, Platón, Schopenhauer, Leibniz y Nietzsche eran sus pensadores de cabecera. Por el contrario, desechaba a Aristóteles, a Santo Tomás, a Maritain y también a todos los empirismos y al materialismo. La filósofa Simone Weil, que coincidió con Simone de Beauvoir cuando ambas eran estudiantes en La Sorbona, dijo de esta que «era una burguesita espiritualista».
En 1928, al tiempo que, con veinte años, acababa su licenciatura, Beauvoir comenzó a prepararse para la agrégation, el examen oficial que la habilitaría como profesora. Era un examen duro y muy exigente. Jean-Paul Sartre se había presentado ese mismo año, y lo había suspendido. Beauvoir estudiaba sin descanso, adelantando el curso para poder presentarse. Como compañeros tenía a Maurice Merleau-Ponty y a Claude Lévi-Strauss. El primero sería posteriormente uno de los más reputados fenomenólogos, y compañero de Beauvoir y Sartre en la fundación de la revista Les Temps Modernes; el segundo se convertiría en el padre de la antropología estructuralista. Es en ese grupo de estudiantes que preparaban el examen de la agrégation en la Biblioteca Nacional de París, donde conoció a Jean-Paul Sartre. Este formaba un cerrado círculo con Paul Nizan y André Herbaud. Este último le puso a Beauvoir el sobrenombre de Castor, haciendo un juego de palabras con el apellido Beauvoir y la palabra beaver («castor», en inglés): «Usted es un castor, los castores andan en banda y tienen espíritu constructivo». Ese será el apelativo con el que Sartre se dirigirá a ella tanto en público como en privado, tal y como se refleja en sus Cartas al Castor, publicadas a la muerte del filósofo, y que comprenden desde 1926 hasta 1963.
Ese grupo (Nizan, Sartre, Herbaud) y otros que se sumarían, como Raymond Aron, le hicieron ver a Beauvoir las deficiencias de su educación en un colegio católico. «A mí, sobre todo, me faltaba método y perspectiva —señalaba Beauvoir—, el universo intelectual era para mí un vasto cambalache por el que andaba a tientas; sin embargo, la búsqueda de ellos estaba orientada.» Pero, junto a esa percepción clara de lo que le quedaba por recorrer en el terreno intelectual, también advirtió, por primera vez, que ya no estaba sola. Hasta ese momento no había tenido realmente la compañía intelectual de alguien con quien compartir sus pensamientos. Es probable que Zaza cumpliera ese papel en algún momento, pero ahora la amiga se alejaba por otros caminos. El encuentro intelectual con Sartre vino a confirmar sus tempranas aspiraciones, como escribiría Simone más adelante: «Sartre respondía exactamente al deseo de mis quince años: era ese doble en quien yo encontraba, llevadas a la incandescencia, todas mis manías. Con él siempre podría compartirlo todo. Cuando nos separamos a principios de agosto, yo sabía que nunca más saldría de mi vida». A partir de ese temprano momento, sus vidas transcurrirían en paralelo, entrecruzándose tanto en lo personal e íntimo como en lo intelectual, pero dejando espacio también para «las relaciones con los otros», al margen de la moral establecida.
(Continúa en...)