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Matías Moscardi: “El lector brota de la escritura misma”

Foto por: La Capital / Constanza Peralta

Después de El gran Deleuze y Diario de limpieza, Matías Moscardi regresa a la sección de libros juveniles con la historia de Marina Maravilla (AZ Editora).




Por Valeria Tentoni




  

Marina Maravilla y el fabuloso Dojo Literario de Katsumoto Hagakure: ese es el título completo del nuevo libro del marplatense Matías Moscardi, que regresa a la sección de libros juveniles después de El gran Deleuze. Ensayista, poeta, novelista, docente e investigador, de Moscardi hemos leído además libros inclasificables, en colaboración con Andrés Gallina, como Diccionario de separación (Eterna Cadencia) o Guía maravillosa de la costa atlántica (Sudamericana). Su caprichoso recorrido editorial es un milagro para sus lectores, que pueden encontrar en sus libros un gran ejemplo de libertad y placer, conjugados como pocos autores se atreven a hacerlo.  

La historia de Marina Maravilla combina el universo oriental de las artes marciales con la pequeña aventura de una niña que quiere aprender a escribir. Con gran sentido del humor y una prosa de altura, Moscardi desenvaina su gracia y captura a los nuevos y las nuevas lectoras desde el arranque.



Después de El gran Deleuze, llega Marina Maravilla. ¿Cómo comenzó y cómo sigue la experiencia de escribir para jóvenes lectores?  

El Gran Deleuze lo escribí en pandemia, con la experiencia de la paternidad a flor de piel. Fermín acababa de nacer. Martín Blasco me dijo una vez que, para él, la escritura infantil tiene mucho que ver con ser padre. Puede ser. Hay algo ahí. Marina Maravilla también empezó, como El Gran Deleuze, en el marco de una crisis: ¡El innombrable acababa de ganar las elecciones! Estábamos todos muy deprimidos, muy tristes. Al día siguiente me puse a escribir. Fue como una defensa de la depresión política. Cuando arranco a escribir un libro, me hago un grupo de WhatsApp conmigo mismo. Ahí está bien detallado el proceso, porque me mando audios y recordatorios de manera constante. Lo que aparece muy claro desde el comienzo es que tenía que haber un viaje a otro mundo. Después, de a poco, apareció el móvil de ese viaje: Marina Maravilla es una nenita de diez años que quiere escribir una novela maravillosa, a la altura de su apellido. Viaja a otro mundo como aprendiz de escritora. A las dos semanas de empezar a escribir, apareció el personaje de Katsumoto Hagakure, que es un gatito sensei. El Hagakure es el libro de las hojas ocultas, el libro con el que entrenaban a los samurái en el Antiguo Japón. Tomé ese nombre de ahí. Y después me puse a releer la literatura budista: libros como El camino del zen, de Alan Watts; los libros de Daisetsu Suzuki sobre budismo; los del argentino Alberto Silva; el de Eugen Herrigel sobre el tiro con arco y flecha; los de Taisen Deshimaru sobre artes marciales y preguntas a un maestro zen. También releí el ciclo de Las enseñanzas de Don Juan, de Carlos Castaneda. Todo esto fue para armar los personajes de Katsumoto Hagakure y Dogsu Yaguimi, un caracolito karateka. En el libro también están el mundo y el tono de películas que vi mil veces y me encantan, como Karate Kid y KungFu Panda. No pienso en el lector cuando estoy escribiendo (“No se piensa en el verano cuando cae la nieve”, cantaba Gilda). El lector brota de la escritura misma y siempre suele ser un híbrido entre lo infantil y lo adulto.       

¿Qué autores o autoras faro en el género te acompañan? ¿Qué lecturas te guiaron en la búsqueda del tono, si alguna, o cómo lo encontraste?   

Recuerdo que, entre esas lecturas que mencioné, también releí Alicia en el país de las maravillas. Es un libro que releo todo el tiempo. Cuando escribí El Gran Deleuze también lo releí. Un capítulo por día, antes de sentarme a escribir. Me parece increíble. En general, no leo literatura infantil. Soy fan de los clásicos: Peter Pan, Pinocho, El Mago de Oz, La historia sin fin. Pero no más que eso. Roald Dahl me encanta, pero a quién no. También me gustan los libros de Nico Schuff, que me parecen muy ingeniosos y me hacen reír. Otro libro al que siempre vuelvo es Dailan Kifki, de María Elena Walsh, que es un Kafka con i latina, un Kafka para infantes. Ese libro me parece extraordinario. Ahí también encuentro siempre algo. Larisa, mi compañera, que también es escritora, se lo leyó entero a nuestro hijo Fermín y me decía que por momentos se aburrían un poco, porque era muy kafkiano todo. Pero claro, una novela que no tenga una parte aburrida no es una novela. A mí, en algún punto, me divierte el aburrimiento. En el tono tiene que haber algo indistinto, algo que funcione en sí mismo, más allá de toda especulación acerca de la “supuesta” edad del lector. No se puede aburrir a un niño y divertir a un adulto o al revés. El tono tiene que funcionar para ambos; de hecho, tiene que generar un lazo entre ambos. El tono es un lazo que debería aunar lo heterogéneo de todo lector, rodear musicalmente lo múltiple. Un sutil movimiento marcial: KafkaàKifki. Ese nombre es muy gracioso, aunque no conozcas a Kafka. Por otro lado, en mi caso creo que el tono de la prosa siempre es el tono del poema, el tono de la poesía. A medida que escribía Marina Maravilla lo iba leyendo en voz alta, buscando un ritmo, una dicción. Ahí ya está el método del poema. No me sale escribir de otra forma. Cuando escribo un párrafo, lo pienso como un poema.    

Hay un gran placer en la imaginación en este libro, tanto en la escritura como en la trama (hay una escena que muestra un entrenamiento de imaginación, incluso). ¿Qué lugar le das en tu escritura, en especial para niños?   

Me gusta pensar estructuras, procedimientos. Por ejemplo: Alicia se cae por un agujero en la segunda página del libro y, mientras cae, se pone a filosofar. Es muy gracioso eso. Es una estructura. En el medio de un acontecimiento, se articula otro acontecimiento que niega o contraría al anterior. ¿Cómo te vas a poner a filosofar en el medio de un terremoto? Es como la imagen de Charly García en “Rezo por vos”: “Y leo revistas en la tempestad”. Eso me encanta. Lo hago varias veces en la novela: Marina se mete adentro de una ola y se clava una siesta en una tabla de surf, por ejemplo. La imaginación, al menos para mí, no es inventiva. Nadie inventa nada. Hasta podría decirse: nadie tiene imaginación. Es algo que hay que construir, que está por delante del acto de escritura, nunca antes. La imaginación viene, en todo caso, de la lectura, de la cita, del remix, del pastiche. Me gusta mucho un libro de Fredric Jameson que se llama Arqueologías del futuro. Es un libro sobre la ciencia ficción. Jameson piensa ahí cómo el futuro, en esos relatos, se construye con retazos del pasado. El futuro es un montaje de cosas ultra conocidas. La imaginación también. El budismo zen, por ejemplo, está lleno de escenas que se pueden continuar, expandir, reformular. En el capítulo sobre “Entrenar la imaginación”, por orden de Katsumoto, Marina tiene que mirar un cuadro negro sobre un fondo blanco. No se dice, pero es la obra del pintor ucraniano Kazimir Malévich “El cuadrado negro”. ¡La vanguardia rusa! Marina Maravilla mira el cuadro durante varios días y no se le ocurre cómo eso puede ayudarla a entrenar la imaginación. Hasta que se cansa y lo descuelga. Descubre que atrás del cuadro había una ventana. La habitación cambia de coloración, entra la luz. Entonces Marina se calza el cuadro a la espalda y empieza a hacer flexiones de brazos. La imaginación también viene de la práctica, del cuerpo, del ejercicio ¿no? W. H. Auden dice que, si existiera una Universidad para poetas, la materia obligatoria tendría que ser jardinería.    


¿Cómo construiste al personaje de Marina Maravilla, una niña que quiere escribir, y cómo pensás la escritura de niñas y niños?    

Marina Maravilla es un collage de Alicia, Matilda, Dorothy… Además mi mamá se llama Marina Mendoza. Yo también tengo la doble M en mi nombre. Es como los superhéroes: Clark Kent, Peter Parker, Stephen Strange, Bruce Banner ¡Y Wonder Woman, la Mujer Maravilla! El personaje de Marina salió de esa coctelera. Ella es un poco orgullosa, por momentos terca, y es en la misma proporción inteligente e ingenua. “Acá los inteligentes caen”, me dijo una vez mi analista en su consultorio. Bueno, en el dojo de Katsumoto pasa lo mismo: la inteligencia no sirve para escribir. No hay experticia posible. El libro se ríe del método, de los tips, de las recetas y las fórmulas, de las soluciones fijas, de los consejos. Para entrenar la escritura, Katsumoto propone ejercicios absurdos: nadar en una sopa de letras gigante, ordenar una biblioteca llena de libros-pájaros que revolotean por el techo. La enseñanza es siempre indirecta, porque el maestro jamás conoce de antemano el objeto de su enseñanza. El maestro no sabe nunca lo que enseña. Solo sabe que puede enseñar si existe alguien que desee aprender. Sin ese deseo, no hay enseñanza posible. Por lo tanto, jamás se enseña nada. Lo que se enciende en la enseñanza es la mecha de una búsqueda cuyo final desconocemos.  Hace poco, presentamos la novela en Factor C, en Bahía Blanca. Se acercó una niña de siete u ocho años con su mamá. La nenita me contó que estaba escribiendo una novela. Me sorprendió. Para mí, el personaje de Marina Maravilla tiene algo exagerado, hiperbólico. Pero esta nena estaba escribiendo una novela. ¿Por qué no, si precisamente de ahí parte el libro? ¿Por qué siempre, para los niños, los géneros cortitos? Con mi hijo Fermín –que está por cumplir cinco– siempre jugamos a escribir libros, dibujamos, decimos poemas en voz alta y yo los transcribo, o improvisamos historias. Para mí es lo más divertido del mundo. Ver cómo un niño inventa cosas con el lenguaje es increíble, sobre todo porque es una capacidad que vamos perdiendo como adultos. Por ejemplo, en un momento a Fermi no le salía la palabra “clarito”; entonces decía: “Verde carlitos”. Ya está, ahí hay un relato. ¡Verde Carlitos!    

Otro de los elementos protagónicos es el sentido del humor, ¿qué valor le das en la literatura?   

El humor es un género menor en literatura ¿no? Bah, al menos no recuerdo haberme reído mucho leyendo. Creo que el último libro que me hizo descostillar de risa –ya hace tiempo– fue Las primas, de Aurora Venturini. Lloré de risa. Pero por lo general no sucede eso. Me gustaría que haya más humor en la literatura. Con el Quijote también recuerdo que me reí mucho. Me parece algo fundamental. Es un modo de leer. Deleuze decía que quien no haya reído a carcajadas leyendo a Nietzsche, no ha comprendido nada de su obra. La risa es una forma de perspicacia, de inteligencia. En la risa hay concepto. No me llevo muy bien con la gente demasiado seria, que no hace alguna payasada, que no se muestra ridícula. A mí me gusta eso, hacer el ridículo, mamarrachear. Tengo algo de cachivache por momentos. Una amistad, por ejemplo, tiene mucho que ver con compartir un mismo sentido del humor. Me pasa eso con mi amigo Andrés Gallina, con quien hemos escrito mucho a cuatro manos. Ahora el primero de octubre sale nuestro tercer libro juntos, Museo del beso, por Reservoir Books. Me acuerdo que había una frase sobre el viaje de Cristóbal Colón a América. Yo escribí: “fue más largo y tenso que una película de Gaspar Noé”. No me parecía especialmente graciosa esa frase. Pero cuando Andrés la leyó en voz alta empezamos a llorar de risa. El humor es el otro. Por eso, escribir el humor es una cosa muy compleja. Por lo general, me han dicho que mis libros son graciosos. Pero yo me cuido mucho de ser gracioso, los escribo sin esa intención –me hago el distraído, el serio– porque sé muy bien que no hay nada menos gracioso que alguien que quiere hacerse el gracioso. La gracia requiere un movimiento paradójico, casi dialéctico, un contrapeso de seriedad enorme. Si la seriedad se asume hasta el final, de ahí puede brotar la comedia. El tema es cuando alguien es serio a media máquina, moderadamente serio. Ese es el problema.    

Marina Maravilla, ¿termina aquí sus aventuras o este personaje va a seguir acompañándote?   

¡Ya hay una continuación! El regreso de Marina Maravilla al fabuloso dojo literario de Katsumoto Hagakure. Saldrá en mayo por AZ.   

Sos ensayista, poeta, novelista, docente, investigador, ¿cómo se lleva la escritura para niños y niñas con todo ese otro mundo? ¿En qué lugar la ubicás?  

Esto es algo que hablé en terapia. Recién ahora me acabo de acordar. Empecé a escribir Marina Maravilla, como te decía, en noviembre de 2023. Llegué hasta la mitad y la abandoné, aunque ya tenía el recorrido armado, con el resumen de los capítulos que faltaban. Ahí me puse a escribir un libro de ensayos sobre las olas, Una historia de las olas. Entonces me empecé a sentir mal, triste, deprimido. Le comenté a mi analista que, cuando me sentaba a escribir, me dispersaba, abría el archivo de Marina Maravilla y me ponía a tocar alguna cosita, a releer, a agregar detalles. Eso me hacía feliz, me ponía contento. Lo otro me ponía mal. Cuando dije esto en voz alta me di cuenta: ya fue, es por ahí. De un día para el otro, abandoné los ensayos que estaba escribiendo y me puse a full con Marina Maravilla. Avancé rápido porque el ritmo de la novela es el de la despreocupación, una feliz fluidez. La novela no tiene filtro: está narrada a la velocidad del despilfarro y la desfachatez. Volví al consultorio eufórico. Pienso que a veces hay un imperativo muy fuerte, pesado y molesto de ser genial, de ser inteligente, adulto y exitoso, escribir y ser reconocido y admirado. Eso nos dictan todo el tiempo las redes sociales, en donde todos la rompemos, somos cracs, estrellas sin igual. Es una pelotudez colosal, por supuesto. Eso le dije a mi  analista. En definitiva, a mí qué me importa. Lo que me sale es esto, es Marina Maravilla. Cuando empecé la carrera de Letras, hace más veinte años, pasaba algo parecido. Al comienzo siempre te decían “si están acá porque les gusta escribir, están en el lugar equivocado”. Supuestamente la carrera tiene orientación en docencia e investigación. No forma escritores, siempre y cuando pensemos la docencia y la investigación como prácticas que se oponen a la escritura literaria o que la excluyen. El año pasado se jubiló Ana Porrúa, que es como mi sensei de la vida, y yo quedé a cargo de la materia “Taller de oralidad y escritura”, una materia del primer año de la carrera. En ese espacio, mis colegas y yo intentamos capitalizar la experiencia que tenemos como escritores, poetas, gestores culturales. Creo que todas esas prácticas se solapan, son solidarias y sirven para pensar la crítica, la literatura y los modos de leer de un modo diferencial, perfilado por la escritura literaria. Hacer todas esas cosas para mí forma parte de lo mismo –aunque no sabría decir qué es “lo mismo”, pero se entiende– y creo que, en el fondo, todas las prácticas están interconectadas. 

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